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su existencia.

      —Me he vestido para la comida —dijo la niña, volviéndose hacia Daisy con impaciencia.

      —Porque tu madre quería presumir de ti —la cara de Daisy se acercó a la única arruga del pequeño cuello blanco—. Eres un sueño, eres un sueño muy pequeño.

      —Sí —admitió la niña, tranquila—. También la tía Jordan lleva un vestido blanco.

      —¿Qué te parecen los amigos de mamá? —Daisy le dio la vuelta para que mirara a Gatsby—. ¿Crees que son guapos?

      —¿Dónde está papá?

      —No se parece a su padre —explicó Daisy—. Se parece a mí. Tiene mi pelo y la forma de mi cara.

      Daisy se retrepó en el sofá. La niñera dio un paso y tendió la mano hacia la niña.

      —Vamos, Pammy.

      —¡Adiós, tesoro!

      Volviéndose a mirar, la niña, reacia, muy bien educada, cogió la mano de la niñera, que se la llevó, en el momento en que Tom volvía con cuatro ginebras con soda y zumo de lima que tintineaban llenas de hielo.

      Gatsby cogió su vaso.

      —Parecen fríos de verdad —dijo, visiblemente tenso.

      Dimos tragos largos y ávidos.

      —He leído no sé dónde que el sol se calienta más cada año —dijo Tom, muy simpático—. Parece que muy pronto la tierra caerá en el sol, o, esperad un momento, no, es exactamente al revés: el sol se enfría más cada año. Venga —le sugirió a Gatsby—. Me gustaría que viera la casa.

      Salí con ellos a la galería. Sobre el estrecho, verde, estancado en el calor, una vela minúscula se deslizaba muy despacio hacia aguas más frías. Los ojos de Gatsby la siguieron un momento; levantó la mano y señaló la otra orilla de la bahía.

      —Vivo exactamente enfrente de su casa.

      —Ya.

      Miramos más allá de los macizos de rosas y el césped caliente y los desechos de algas que dejaban a lo largo de la costa los días irrespirables. Las alas del barco se movían despacio contra el límite frío y azul del cielo. Ante nosotros se extendía el océano ondulado y las islas benditas y abundantes.

      —Eso sí que es deporte —dijo Tom, asintiendo con la cabeza—. Me gustaría pasar una hora en ese barco.

      Almorzamos en el comedor, en sombra, contra el calor, y bebimos alegría nerviosa con la cerveza fría.

      —¿Qué vamos a hacer esta tarde? —exclamó Daisy—. ¿Y mañana, y en los próximos treinta años?

      —No seas morbosa —dijo Jordan—. La vida vuelve a empezar cuando refresca en otoño.

      —Pero hace tanto calor —insistió Daisy, al borde de las lágrimas— y es todo tan confuso… ¡Vámonos a la ciudad!

      Su voz luchaba y se estrellaba contra el calor, dándole forma a la falta de sentido de aquel clima.

      —Tengo noticia de cuadras convertidas en garajes —le decía Tom a Gatsby—, pero soy el primero que ha convertido un garaje en una cuadra.

      —¿Quién quiere ir a la ciudad? —preguntó Daisy insistentemente. La mirada de Gatsby voló hacia ella—. Ah —exclamó Daisy—, parece que no tienes calor.

      Sus ojos se encontraron y los dos se miraron, solos en el espacio. Con esfuerzo, Daisy bajó la vista hacia la mesa.

      —Parece que nunca tienes calor —repitió.

      Le había dicho que lo quería, y Tom Buchanan lo vio. Estaba atónito. Se le entreabrió la boca, y miró a Gatsby, y luego a Daisy, como si acabara de reconocer a una amiga de hacía mucho tiempo.

      —Te pareces al hombre del anuncio —continúo Daisy con inocencia—. Ya sabes, el anuncio del hombre…

      —Muy bien —la interrumpió Tom inmediatamente—. Estoy dispuesto a ir a la ciudad, por supuesto. Venga, nos vamos todos a la ciudad.

      Se levantó, y sus ojos relampagueaban entre Gatsby y su mujer. Nadie se movió.

      —¡Venga! —estaba empezando a perder la paciencia—. ¿Qué pasa ahora? Si vamos a ir a la ciudad, ¡en marcha!

      La mano, que le temblaba por el esfuerzo de controlarse, le acercó a los labios los restos del vaso de cerveza. La voz de Daisy nos obligó a levantarnos y a salir al incandescente camino de grava.

      —¿Ya nos vamos? —objetó—. ¿Así? ¿No podemos ni fumarnos un cigarrillo antes?

      —Todo el mundo ha fumado en la comida.

      —Ay, vamos a divertirnos —imploró Daisy—. Hace demasiado calor para pelearse.

      Tom no respondió.

      —Lo que tú mandes —dijo Daisy—. Vamos, Jordan.

      Subieron a arreglarse mientras los tres hombres arrastrábamos los pies por las piedras calientes. La curva plateada de la luna flotaba ya en el cielo, al oeste. Gatsby fue a hablar y cambió de idea, pero no antes de que Tom se volviera a mirarlo, expectante.

      —¿Tiene aquí las cuadras? —preguntó Gatsby, haciendo un esfuerzo.

      —A unos cuatrocientos metros carretera abajo.

      —Ah.

      Pausa.

      —No entiendo la idea de ir a la ciudad —saltó, feroz, Tom—. Las mujeres tienen unas ocurrencias…

      —¿Nos llevamos algo para beber? —preguntó Daisy desde una ventana de la planta de arriba.

      —Voy a coger whisky —respondió Tom.

      Entró en la casa.

      Gatsby se volvió hacia mí, rígido.

      —No puedo hablar en casa del marido, compañero.

      —Daisy tiene una voz indiscreta —señalé—. Está llena de… —dudé.

      —Es una voz llena de dinero —dijo Gatsby de repente.

      Así era. No lo había entendido hasta entonces. Llena de dinero: ése era el encanto inagotable que subía y bajaba en aquella voz, su tintineo, su canción de címbalos y campanillas… En la cumbre de un palacio blanco la hija del rey, la chica de oro…

      Tom salió de la casa con una botella envuelta en una toalla, seguido de Daisy y Jordan, que se habían puesto unos sombreritos de un tejido metálico y llevaban en el brazo unas capas ligeras.

      —¿Vamos todos en mi coche? —sugirió Gatsby. Palpó el asiento de piel verde, muy caliente—. Debería haberlo dejado a la sombra.

      —¿El cambio de marchas es normal? —preguntó Tom.

      —Sí.

      —Entonces coja mi cupé y déjeme que conduzca su coche hasta la ciudad.

      A Gatsby no le gustó la sugerencia.

      —Creo que no tiene suficiente gasolina.

      —Hay de sobra —dijo Tom, impetuoso. Miró el indicador—. Y si se acaba, puedo parar en un drugstore. Hoy día puedes comprar cualquier cosa en un drugstore.

      Un silencio siguió a esta observación, aparentemente sin segundas intenciones. Daisy miró a Tom frunciendo las cejas, y una expresión indefinible, a la vez irremediablemente extraña y vagamente reconocible, como si yo sólo hubiera oído las palabras que la describían, pasó par la cara de Gatsby.

      —Vamos, Daisy —dijo Tom, empujándola hacia el coche de Gatsby—. Te llevaré en este carromato de circo.

      Abrió la puerta, pero Daisy eludió el círculo de su brazo.

      —Lleva

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