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Después de la incomodidad y de la alegría irracional, ahora lo consumía el milagro de la presencia de Daisy. Se había dejado absorber por esa idea mucho tiempo, soñándola de principio a fin mientras esperaba apretando los dientes, por así decirlo, con un grado inimaginable de intensidad. Ahora, como reacción, empezaba a agotarse como un reloj con la cuerda pasada.

      Se recuperó al momento y nos abrió dos pesados y poderosos armarios que contenían sus muchos trajes, batines y corbatas, y sus camisas, apiladas como ladrillos por docenas.

      —Tengo en Inglaterra a alguien encargado de comprarme la ropa. Me manda una selección de prendas a principios de estación, en primavera y en otoño.

      Cogió un montón de camisas y empezó a lanzarlas, una a una, ante nosotros, camisas de hilo puro, de seda tupida, de franela fina, que se desdoblaban al caer y cubrían la mesa en una confusión multicolor. Mientras expresábamos nuestra admiración, Gatsby siguió sacando camisas y el suave y suntuoso montón fue cobrando altura: camisas a rayas y con arabescos y estampados de color coral, verde manzana, lavanda y naranja claro, con monogramas de un tono añil. De repente, entre ruidos ahogados, Daisy hundió la cara en las camisas y empezó a llorar sin consuelo.

      —Son unas camisas tan maravillosas —sollozó, y los pliegues, la tela, le apagaban la voz—. Lloro porque nunca había visto unas… unas camisas tan maravillosas.

      Después de la casa, teníamos que ver los jardines y la piscina, el hidroplano y las flores propias del verano, pero volvía a llover, así que nos quedamos mirando desde la ventana de Gatsby las aguas onduladas del estrecho.

      —Si no hubiera niebla, veríamos tu casa al otro lado de la bahía —dijo Gatsby—. Siempre tienes una luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero.

      Daisy lo cogió del brazo de pronto, pero Gatsby parecía absorto en lo que acababa de decir. Quizá se daba cuenta de que el sentido colosal de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparado con la distancia inmensa que lo había separado de Daisy, la luz verde parecía muy cerca de ella, casi la tocaba. Parecía tan cerca como una estrella lo está de la luna. Y ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. El número de objetos encantados había disminuido en uno.

      Empecé a pasear por la habitación, examinando las cosas, imprecisas en la semioscuridad. Me llamó la atención la gran foto de un hombre ya mayor y vestido para navegar en yate, que colgaba de la pared, sobre el escritorio.

      —¿Quién es?

      —¿Ése? Es mister Dan Cody, compañero.

      El nombre me resultó vagamente familiar.

      —Murió hace años. Fue mi mejor amigo.

      Había una foto pequeña de Gatsby, también vestido para navegar, encima del buró —Gatsby, desafiante, echaba la cabeza hacia atrás—, de cuando debía de tener dieciocho años, más o menos.

      —Me encanta —exclamó Daisy—. ¡El tupé! Nunca me habías dicho que tenías tupé, ni yate.

      —Mira —se apresuró a decir Gatsby—. Hay un montón de recortes de periódico… sobre ti.

      Uno junto al otro, de pie, se pusieron a verlos. Iba a pedirle que me enseñara los rubíes cuando sonó el teléfono y Gatsby descolgó.

      —Sí… De acuerdo, pero ahora no puedo hablar… No puedo hablar, compañero… Dije una ciudad pequeña. Pequeña… Él sabe lo que es una ciudad pequeña, ¿no? Si para él Detroit es una ciudad pequeña, no nos sirve…

      Colgó.

      —¡Ven, ven, deprisa! —gritó Daisy en la ventana.

      Seguía lloviendo, pero las sombras se habían dividido a occidente y había sobre el mar una oleada rosa y oro de nubes que parecían espuma.

      —¡Mira! —susurró Daisy, y calló unos segundos—. Me gustaría coger una de esas nubes rosa y subirte y empujarte.

      Intenté irme entonces, pero no querían ni oír hablar del asunto; quizá se sintieran mejor solos si estaba yo.

      —Ya sé lo que vamos a hacer —dijo Gatsby—. Klipspringer va a tocar el piano.

      Salió de la habitación gritando «Ewing» y volvió a los pocos minutos acompañado por un joven algo estropeado, aturdido, con gafas con la montura de concha y el pelo ralo y rubio. En aquel momento vestía una camisa deportiva, abierta en el cuello, zapatos con suela de goma y pantalones de dril de un color nebuloso.

      —¿Hemos interrumpido sus ejercicios? —preguntó Daisy, muy educada.

      —Estaba durmiendo —se quejó mister Klipspringer con un escalofrío de vergüenza—. Es decir, había estado durmiendo. Luego me levanté y…

      —Klipspringer toca el piano —dijo Gatsby, interrumpiéndolo—. ¿Verdad, compañero?

      —No lo toco bien. No…, casi ni sé tocarlo. Y llevo sin tocar…

      —Vamos abajo —lo cortó Gatsby.

      Giró un interruptor. Las ventanas grises desaparecieron cuando la casa se inundó de luz.

      En la sala de música Gatsby sólo encendió una lámpara, junto al piano. Acercó una cerilla temblorosa al cigarrillo de Daisy, y se sentó con ella en un sofá al fondo de la habitación, donde no había más luz que la que, procedente del vestíbulo, rebotaba en el suelo flamante.

      Cuando Klipspringer tocó El nido de amor giró en su taburete y, desolado, buscó a Gatsby en la penumbra.

      —Ya ven, tendría que ensayar más. Les había dicho que no sé tocar. Y tendría que ensa…

      —No hables tanto, compañero —ordenó Gatsby—. ¡Toca!

      De día,

      de noche,

      ¿no lo pasamos bien?

      Fuera soplaba fuerte el viento y había, muy débiles, truenos en el estrecho. En West Egg ya estaban encendidas todas las luces; los trenes eléctricos, que llegaban de Nueva York cargados de gente, corrían a casa a través de la lluvia. Era la hora en que se produce un cambio profundo en la humanidad y la atmósfera genera tensión.

      Hay una cosa segura, más segura que ninguna:

      los ricos hacen dinero y los pobres hacen… niños.

      En las horas muertas,

      entre rato y rato.

      Cuando fui a despedirme vi que la expresión de perplejidad había vuelto a la cara de Gatsby, como si acabara de sentir una duda levísima acerca de la calidad de su felicidad presente. ¡Casi cinco años! Incluso aquella tarde tuvo que haber algún momento en que Daisy no estuviera a la altura de sus sueños, no tanto por culpa de la propia Daisy, sino por la colosal vitalidad de su propia ilusión. Su ilusión iba más allá de Daisy, más allá de todo. Y a esa ilusión se había entregado Gatsby con una pasión creadora, aumentándola incesantemente, engalanándola con cualquier pluma que cogiera al vuelo. No hay fuego ni frío que pueda desafiar a lo que un hombre guarda entre los fantasmas de su corazón.

      Mientras yo lo observaba, se recompuso perceptiblemente. Su mano cogió la de Daisy, ella le dijo algo al oído y, al sentir su voz, Gatsby se volvió a mirarla, emocionado. Creo que aquella voz era lo que más lo subyugaba, con su calidez febril y vibrante, porque no cabía en un sueño: aquella voz era una canción inmortal.

      Se habían olvidado de mí, pero Daisy levantó la vista y me hizo una señal con la mano; Gatsby ya no tenía conciencia de quién era yo. Los miré una vez más y ellos me devolvieron la mirada, desde muy lejos, poseídos por la intensidad de la vida. Entonces salí de la habitación y bajé los escalones de mármol bajo la lluvia, dejándolos juntos.

      6

      Por aquel tiempo un periodista de Nueva York, joven y ambicioso, llegó una mañana a la puerta de Gatsby y le preguntó si tenía algo que

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