Скачать книгу

que se pusieron cuando oyeron que su papá lo invitaba a quedarse a cenar; lo tristes que se quedaron cuando él contestó que le era imposible y lo felices que volvieron a sentirse cuando, apremiado por las otras invitaciones que le hacían los señores Musgrove, prometió ir a cenar con ellos al día siguiente. ¡Al día siguiente! Y lo prometió de un modo cautivador, como si interpretase con acierto el motivo de aquellas atenciones. En suma, que había mirado y hablado de todo con una gracia tan deliciosa que las niñas Musgrove podían asegurarles que las dos estaban locas por él. Y se marcharon tan alborozadas como enamoradas, y, en apariencia, más preocupadas por el capitán Wentworth que por el pequeño Carlitos.

      La misma escena y los mismos arrebatos se repitieron cuando las dos muchachas volvieron con su padre al caer de la tarde, para saber cómo seguía el niño. El señor Musgrove, disipada su primera inquietud por su heredero, confirmó las alabanzas al capitán y manifestó su esperanza de que no hubiera necesidad de aplazar la invitación que le habían hecho, lamentando únicamente que los de la quinta de seguro no querrían dejar al niño para asistir también a la cena.

      -¡Oh, no! ¡Nada de dejar al chico!

      El padre y la madre estaban demasiado afectados por la seria y reciente alarma para poder ni siquiera considerarlo una posibilidad. Y Ana, con la alegría de volver a librarse, no pudo menos que añadir sus calurosas protestas a las de ellos.

      Sin embargo, Carlos Musgrove manifestó más tarde deseo de ir. El chico iba tan bien y él tenía tantas ganas de que le presentaran al capitán Wentworth, que tal vez iría a reunirse con ellos por la tarde; no quería cenar fuera de casa, pero podía ir a dar un paseo de media hora. Al oír esto, su mujer puso el grito en el cielo:

      -¡Ah, no, Carlos, de ningún modo! No podría soportar que te fueses. ¿Qué sería de mí si sucediera algo?

      El niño pasó una buena noche y al día siguiente ya estaba mucho mejor. Era cuestión de tiempo el cerciorarse si se le había lesionado la espina dorsal, pero el doctor Robinson no encontraba nada que pudiese dar lugar a alarma, y por consiguiente Carlos Musgrove empezó a pensar que no había ninguna necesidad de seguir confinado. El niño tenía que quedarse en cama y distraerse lo más quietamente posible, pero el padre ¿qué tenía que hacer allí? Era cosa de mujeres, y le parecía muy absurdo que él, que en nada podía ayudar en la casa, tuviese que permanecer recluido en ella. Su padre estaba deseoso de presentarle al capitán Wentworth y como no había ninguna razón de peso en contra de ello, tenía que ir. Todo acabó en que al volver de su cacería, Carlos Musgrove declaró pública y audazmente que pensaba vestirse acto seguido e ir a cenar a la otra casa.

      -El chico no puede estar mejor -dijo- y por lo tanto le acabo de decir a mi padre que iré y él ha opinado que hago muy bien. Estando tu hermana contigo, amor mío, no tengo ningún temor. Que tú no te separes del niño, santo y bueno; pero ya ves que yo no sirvo aquí de nada. Si pasara algo, que Ana vaya a buscarme.

      Las esposas y los maridos por lo general entienden cuándo son vanas las oposiciones. María supo por el modo de hablar de Carlos, que éste estaba absolutamente resuelto a irse y que sería inútil contrariarlo. Por lo tanto no dijo nada hasta que se hubo marchado, pero tan pronto estuvo a solas con Ana, exclamó:

      -¡Vamos! Ya nos dejaron solas para que nos las arreglemos con este pobre enfermito y en toda la tarde no vendrá nadie a vemos. Ya sabía yo que esto pasaría. ¡Siempre me ocurre lo mismo! En cuanto sucede algo desagradable puedes estar segura de que van a esfumarse, y Carlos no es mejor que los demás. ¡Qué fresco! Hace falta no tener entrañas para abandonar de este modo a su pobre hijito y decir, encima, que no le pasa nada. ¿Cómo sabe que no le pasa nada o que no puede sobrevenir un cambio repentino dentro de media hora? Nunca creí que Carlos fuera tan desalmado. Ahí lo tienes, largándose a divertirse y yo, como soy la pobre madre, no tengo derecho a moverme. Pues por cierto que yo soy la menos capaz de atender al chico. El hecho de que sea su madre es una razón para que no se pongan mis sentimientos a prueba. No puedo resistirlo. Ya viste qué nerviosa me puse ayer.

      -Pero no fue más que el efecto de tu súbita alarma, de la impresión. Ya no volverás a ponerte nerviosa. Estoy casi segura de que no ocurrirá nada que nos inquiete. He comprendido muy bien las instrucciones del doctor Robinson y no tengo ningún temor. No me extraña la actitud de tu marido. Cuidar a los chicos no es cosa de hombres; no es asunto de su incumbencia. Un niño enfermo debe estar siempre al cuidado de su madre, sus propios sentimientos se lo imponen.

      -Creo que quiero a mis hijos como la que más, pero no que sea más útil yo a la cabecera que Carlos, porque no puedo estar todo el tiempo regañando y contrariando a una pobre criatura cuando está enferma; ya has visto esta mañana: bastaba que le dijera que se estuviese quieto para que empezara a agitarse. Yo no puedo soportar estas cosas.

      -Pero, ¿estarías tranquila si te pasaras toda la tarde lejos del pobre niño?

      -Sí; ya viste que su padre lo está; ¿por qué entonces yo no? ¡Jemima es tan diligente! Nos podría enviar información acerca del estado del chico a cada hora. Carlos podía haber dicho a su padre que iríamos todos. Carlitos ya no me inquieta tanto; lo mismo que a él. Ayer estaba asustadísima, pero las cosas han cambiado mucho hoy día.

      -Está bien entonces; si no crees que es demasiado tarde para avisar que irás, anda con tu marido. Yo cuidaré a Carlitos. Los señores Musgrove no se ofenderán si yo me quedo con el niño.

      -¿Lo dices en serio? -exclamó María con los ojos brillantes-. ¡Hermana, ¡has tenido la mejor idea!, ¡magnífica! Puedes esta segura que finalmente es lo mismo si voy que si no voy, ya que nada soluciono quedándome aquí, ¿estás de acuerdo? Lo único que haría sería cansarme. Tú, que no sientes como una madre, eres la más indicada para quedarte. Tú logras que Carlitos obedezca; a ti siempre te hace caso. Es mejor que dejarlo solo con Jemima. ¡Por supuesto que iré! Pudiendo, conviene mucho más que vaya yo que Carlos, porque está muy interesado en que conozca al capitán Wentworth, y ya sé que a ti no te importa quedarte sola. ¡Has tenido una idea excelente, Ana! Voy a decírselo a Carlos y estaré lista en un minuto. Ya sabes que puedes mandarnos recado en cualquier momento si pasara algo, aunque te puedo asegurar que nada desagradable sucederá. Si no estuviera tranquila del todo respecto de mi hijito querido, no iría; no lo dudes.

      Un momento después, Maria llamaba al tocador de Carlos, y Ana, que subía por las escaleras detrás de ella, llegó a tiempo para oír toda la conversación, que empezó con María, hablando con gran excitación:

      -¡Quiero ir contigo, Carlos, porque no hago más falta en casa que tú! Si estuviera más tiempo encerrada con el niño, no podría convencerlo de hacer lo que debe hacer. Ana se quedará con él; ha decidido permanecer en casa y ocuparse del chico. Ella misma me lo ha propuesto; de modo que puedo ir contigo. Y será mucho mejor, pues no he comido en la otra casa desde el martes.

      -Ana es muy amable -contestó el marido- y me encantaría llevarte; pero me parece un poco duro dejarla sola en casa haciendo de niñera de nuestro hijo enfermo.

      Ana acudió a defender su propia causa y su sinceridad no tardó en ser suficiente para convencer a Carlos, convicción que al fin y al cabo era muy agradable, pues no tenía grandes escrúpulos en dejarla comer sola. No obstante, todavía le dijo que fuese a pasar con ellos la tarde cuando ya no hubiese que hacerle nada al chico hasta el día siguiente, y la animó afectuosamente para que lo dejase ir a recogerla; pero no hubo manera de persuadir a Ana, en vista de lo cual poco rato después tuvo el gusto de ver partir a los dos contentos como unas pascuas. Iban a divertirse, pensaba Ana, por muy extrañamente tramada que semejante diversión pudiese parecer. En cuanto a ella, se quedó con una sensación de bienestar que tal vez nunca antes había experimentado. Sabía que el niño la necesitaba; y ¿qué le importaba que Federico Wentworth no estuviese más que a una milla de distancia enamorando a las demás?

      Le habría gustado saber qué sentiría el capitán al encontrarse con ella. Puede que lo dejase indiferente, si la indiferencia cabía en semejantes circunstancias. Sentiría indiferencia o desdén. Si hubiese deseado volver a verla, no habría esperado hasta entonces; habría hecho lo que Ana no podía menos que creer que ella habría hecho en su lugar, desde mucho tiempo atrás, cuando

Скачать книгу