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esto que la pasión no tiene cabida en el matrimonio? ¿Que el sentimiento no cuenta?

      Tal vez, simplemente, es que la pasión y el sentimiento no son suficientes por sí solos para justificar una relación tan compleja como el matrimonio.

      En la historia que es el matrimonio, cada uno de los dos es el único testigo auténtico de la vida del otro. Le conoce como nadie más, hasta en los repliegues secretos de su ser. Le conoce y le ve también en esos momentos que él mismo no es capaz de ver. En el matrimonio vemos, cada día, al otro en acción, en todo tipo de situación, en la relación consigo mismo y con el mundo. Podemos observarle como “de espaldas”, es decir, conocer esos aspectos de los que él no es consciente. Le vemos envejecer, le vemos sufrir, le vemos en sus momentos alegres y tristes, cuando está desanimado o confiado. Le admiramos, le detestamos, le amamos, le rechazamos. En todo caso, la verdad es que, cuando la relación es auténtica, el paso del tiempo va a hacerle más valioso e importante, a pesar de las dificultades.

      Pero, para que esto llegue a suceder, es necesario volver a definir el matrimonio como lo que es: una relación pensada para perdurar, sin fecha de finalización. Esta característica hace que sea, en el plano afectivo y psicológico, un vínculo muy específico, muy distinto de otras formas de relación, que puedan ser también intensas y significativas, y que no tengan como presupuesto compartido el compromiso recíproco por la continuidad y la duración.

      En el caso de los creyentes, este aspecto del matrimonio adquiere una evidencia todavía mayor, porque se fundamenta explícitamente en la promesa libremente otorgada de un vínculo “para siempre”. Aunque todo amor humano contiene la aspiración a la eternidad, el cristiano cree que el sacramento puede actuar para hacer que sea indisoluble. En este sentido, la indisolubilidad es un evento: mediante la intención sincera y la promesa de amor entre un hombre y una mujer, limitados y frágiles, el sacramento da origen a un cuerpo nuevo, inédito e indivisible, en el que la vocación personal de cada uno encontrará la mejor vía para llegar a su plenitud.

      También para quien no se identifica como creyente, la duración del matrimonio representa el objetivo al que apuntar: solo cuando el horizonte en el que nos situamos es “para siempre”, la relación entre el hombre y la mujer adquiere el sabor especial de las grandes aventuras, aquellas en las que se despliegan la imaginación y el valor, y que nos obligan a confrontarnos constantemente con nosotros mismos. El matrimonio “para siempre” es el desafío relacional más alto, porque pone en juego todo el amplio espectro de nuestras emociones y de nuestras capacidades: nos pone indefensos ante la otra persona, sin posibilidad de engaño.

      La puesta en escena es esa multiplicación generosa e imprevisible de la vida, que se reconoce como el fruto de aquellas historias que solo la muerte ha interrumpido.

      Desde el punto de vista psicológico, lo específico del matrimonio en cuanto relación es que tiene el proyecto de perdurar, y que este es un elemento constante e “invariable” del matrimonio mismo, independientemente del contexto. De esta característica dependen algunas dificultades que se encuentran en la relación y que, por ello, se consideran fisiológicas. A ellas se añaden hoy nuevas dificultades, que dependen de la actual situación sociocultural, hostil a la idea del matrimonio en cuanto vínculo estable.

      La pareja de hoy en día ya no se encuentra en el cauce de reglas “fuertes” y compartidas socialmente. No puede darse nada por descontado: ni la diferencia entre masculinidad y feminidad, ni la atribución de tareas y de roles, ni el proyecto de generación.

      Además, hay ciertos “modos de sentir” ampliamente difundidos que condicionan, aunque sea inconscientemente, nuestra posición hacia los proyectos afectivos. Entre ellos, está, por ejemplo, nuestro modo de considerar el amor, con una interpretación muy idealizada, que destaca su componente emotiva, en detrimento del realismo en los proyectos. Está además la convicción difundida de que la salud de una relación se manifiesta en la ausencia de conflictos, más que en la capacidad de mantener una sana conflictividad, controlada y constructiva, que es necesaria a la confrontación.

      A esto se suma la idea de que la relación de pareja debe ser una respuesta a la necesidad de felicidad personal que cada uno tiene. Cuando la relación se vuelve difícil o decepciona nuestras expectativas, la consecuencia es la decisión de interrumpirla para buscar en nuevas relaciones lo necesario para sentirnos bien.

      De este modo, se hace coincidir el concepto de felicidad, por un lado (en las relaciones afectivas), con el del bienestar subjetivo; por otro lado (en el entorno laboral) con el de la “autorrealización”, que se identifica con el éxito y la visibilidad personales. En cualquiera de los dos campos, nos exponemos continuamente a la comparación desigual entre nuestras altas expectativas y lo que la vida nos puede regalar concretamente.

      El proyecto de que el vínculo de amor permanezca “para siempre” tiene, como consecuencia igualmente específica, la necesidad de desarrollar algunas competencias, que son necesarias para afrontar las situaciones de crisis que algún día habrán de llegar, pero sin que destruyan la relación misma. Esto exige que el hombre y la mujer acojan el matrimonio como un largo camino, que contiene el desafío de un crecimiento personal y como pareja. Para que la relación pueda ser portadora de felicidad, van a ser necesarios muchos momentos de renegociación y cambios personales, porque la decisión inicial solo es el primer acto de una aventura, larga e interesante.

      La relación de pareja tiene una naturaleza dinámica. Quienes la han estudiado en profundidad observan que en el matrimonio hay, desde el principio, una alternancia de fases específicas, que se denominan de idealización, desilusión y reestructuración. Sus características y la sucesión entre ellas se hacen especialmente evidentes en el primer periodo de la historia de una pareja. Pero cada una de estas fases, aunque con ciertas diferencias, vuelve a repetirse con el tiempo, durante todo el ciclo de la vida.

      Es muy importante entender el matrimonio como un proceso dinámico. No es correcto pensar en la relación de pareja como una realidad estable y definida de una vez para siempre. Los cambios en las condiciones de la vida con el paso del tiempo, y la evolución personal de cada uno, hacen necesarias las adaptaciones recíprocas y continuas. El desafío de fondo consiste en encontrar y mantener la fisionomía y la identidad de esa relación, en un cambio que permite la evolución vital sana de cada uno, en el respeto al otro.

      Precisamente por este motivo, la aparición de momentos críticos no se puede considerar como un hecho excepcional, ni indica tampoco necesariamente que se presente una disfunción o una patología de la pareja misma. En cambio, cada crisis sirve para indicar que hay que hacer algún cambio, y que hemos de ser capaces de cuestionar el vínculo, para reorganizarlo según los nuevos equilibrios. Así podremos introducir los cambios que sean necesarios para que la relación siga siendo estable y vital al mismo tiempo.

      La salud psíquica de la pareja exige que seamos capaces de mantener una relación lo suficientemente flexible como para permitir que cada uno siga siendo él mismo, en plenitud, en el contexto de una relación de gran intimidad. Esto supone que, en una relación, cada uno de los dos cónyuges debe tener la posibilidad de desarrollar su personalidad de la mejor forma, con sus características, sus dones, su vocación personal. Pero no por ello puede perder de vista el contacto y el intercambio con el otro. Es necesario mantener en relación vital la parte más profunda y personal de ese hombre y de esa mujer, sabiendo que cada uno de los dos, a su vez, busca constantemente el equilibrio entre la continuidad y el cambio. Es un reto realmente difícil.

      Aunque a primera vista, los comentarios que estamos haciendo puedan parecer bastante teóricos, en realidad se aplican a la infinita variedad de las decisiones prácticas, grandes y pequeñas, de la vida cotidiana: el reparto de tareas (¿quién cocina? ¿quién limpia? ¿quién hace la compra?); la definición de los ritmos vitales, entre trabajo y familia (¿qué espacio se debe dar a la familia y cuál a la profesión?); la gestión económica (¿en qué cuenta corriente? ¿dónde domiciliamos el sueldo? ¿cómo decidimos sobre los gastos? ¿mío / tuyo / nuestro?). Solo son algunos de los ejemplos más comunes entre las muchas cosas que hay que acordar, definir y compartir. Las decisiones no son solo concretas, sino que también están dotadas de un alto valor simbólico. Así, mediante estas y otras decisiones que pueden ser pequeñas

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