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el uso correctivo de la fuerza. En realidad, tales límites no se podían fijar y tácitamente se dejaba al arbitrio del marido la decisión del castigo. Algunos clérigos, inclusive, parecían tener conciencia del problema instalado por esta ambigüedad. Fray Jaime de Corella y fray Alonso de Herrera no dudaban de la autoridad del varón en la dirección del hogar, así como de su derecho para “castigar” a su esposa, pero insistían en el carácter contractual y místico del matrimonio, destacando la dinámica recíproca de la relación marital basada, según Corella, en la justicia y en la razón; en tanto, para Herrera, se sustentaba en los lazos amorosos provenientes del misterio de que marido y mujer se funden “en una sola carne”. Los sacerdotes estaban al tanto de los naturales roces y dificultades que podían surgir en el devenir del matrimonio y entendían que estos debían resolverse pacíficamente, dialogando. El posible “castigo” del esposo hacia su mujer debía ser eventual, contar con una causa razonable, ser moderado y tener una finalidad correctiva. De otra forma era injusto y abusivo, y constituía, según Corella, un pecado mortal. Este último autor, incluso, estaba enterado de las corrientes de pensamiento contrarias al uso de la violencia en el matrimonio y lo demuestra citando al jurista francés André Tiraqueau (Tiraquel), “quien afirma que el marido no deberá golpear a su mujer en ninguna circunstancia” (Boyer, 1991, pp. 276-278, 306). Por el contrario, otros religiosos como fray Francisco de Osuna hasta llegaron a proporcionar indicaciones sobre los casos y modos en que se debía administrar el castigo físico a la esposa. Osuna señalaba que si esta era porfiada y desobediente, “y no bastan un par de puñadas para hacerla andar derecha”, no había inconveniente, después que todos en la casa estuviesen acostados y cerrada la puerta del dormitorio, “dalle con su cordón darle [sic] media o una docena hasta que amansase” (Gil Ambrona, 2008, pp. 234-235).

      Dejar al juicio del esposo la decisión del castigo constituía, además de una evidente muestra de patriarcalismo, un verdadero peligro, pues suponía, desde la lógica de género, no solo una innegable asimetría, “sino una forma eufemizada [sic] de violencia o violencia simbólica”, dado que en la relación marido-mujer “el intercambio de protección por obediencia impone la autoridad del protector y la obligación moral de sumisión (nominalmente, no incondicional) del protegido y, a partir de ello, el reconocimiento de algo que la subjetividad de la mujer podría considerar como arbitrario” (León Galarza, 1997, p. 45). En todo caso, la salida a estos inconvenientes consistía en recurrir en primera instancia al párroco, quien debía aconsejar a la pareja para que los conflictos conyugales no derivasen en un problema mayor. Si estos persistían, quedaba la opción del tribunal eclesiástico. La parte considerada afectada, generalmente la mujer, podía interponer una demanda y exponer su caso ante el juez con el propósito de conseguir una mejor relación con su cónyuge. Si la situación problemática persistía, quedaba el recurso final del divorcio o la anulación, lo que, en última instancia, significaba contar con dinero, testigos, disponibilidad de tiempo, un buen abogado y mucha paciencia.

      Es interesante acotar una última observación al respecto. Las desavenencias maritales que alcanzaban proporciones significativas debían, en principio, resolverse en el interior del hogar. Los tribunales de justicia, tanto el civil como el eclesiástico, no intervenían de oficio, salvo excepciones, por ejemplo, el asesinato de uno de los cónyuges en la vía pública. La explicación: se trataba de asuntos que eran considerados privados. Esto significaba que la esposa o el marido supuestamente afectado tenía que tomar la iniciativa en la defensa de sus derechos62.

      De lo expuesto, se pueden extraer algunas conclusiones. En primer lugar, “la legitimidad del castigo es explícita y se encontraba refrendada en la teoría y práctica del contrato conyugal” (León Galarza, 1997, p. 47). No son claros, por otra parte, los límites entre el “castigo” correctivo, moderado, razonable y eventual, y la sevicia sin ambages; en todo caso, dependía del arbitrio del marido el criterio para su aplicación. En tercer lugar, “la propia teología y el derecho canónico contenían intersticios conceptuales en los que germinan el derecho de la mujer a la defensa de la vida y la noción del castigo excesivo o sevicia como violencia ilegítima” (León Galarza, 1997, pp. 47-48). Por último, los ideales del honor inmersos en el sistema social impulsaron a los patriarcas a esperar y exigir obediencia y docilidad; la inobservancia de estos imperativos justificó la aplicación “correctiva” de la violencia, pues en una sociedad como la limeña tardo-colonial —fuertemente estratificada sobre pautas estamentales de privilegio, desigualdad y jerarquía—, el honor, “junto a los conceptos de dominio y sumisión, de preeminencia y subordinación, constituirán la base de las relaciones establecidas en la escala social entre señor y vasallo, maestro y aprendiz, padre e hijos, marido y esposa, etc.” (Franco Rubio, 2013, p. 132).

      A lo largo de la investigación, se ha hecho referencia constante —explícita e implícitamente— al honor. No podía ser de otra forma, pues este fue un componente intrínseco y sustancial de las relaciones humanas en el marco de las comunidades urbanas coloniales de Hispanoamérica, de manera que estuvo presente, por ejemplo, en el seno de las relaciones intrafamiliares, en las alianzas matrimoniales, en la educación diferenciada de hombres y mujeres, y en el espacio público, en relación con las instituciones de poder, con el trabajo, con los espacios de socialización recreativa, etcétera.

      El tema no es nuevo y ha ameritado un conjunto relativamente abundante de material historiográfico que se vio inicialmente inspirado por los trabajos de la antropología social anglosajona, la cual, desde mediados del siglo pasado, abordó la cuestión del honor en el marco de las diversas sociedades mediterráneas63. La aplicación del concepto a la realidad colonial hispanoamericana tuvo un éxito considerable, producto del cual se generó un conjunto de obras que sirvieron para ampliar el horizonte historiográfico hacia terrenos, si no ignotos, insuficientemente estudiados64.

      Habría que empezar afirmando que el honor es un concepto inasible porque “es un sentimiento demasiado íntimo para someterse a definición: debe sentirse” y, por ende, constituye un error el considerar al honor “como un concepto constante y único más que como un campo conceptual dentro del cual la gente encuentra la manera de expresar su amor propio o su estima por los demás” (Peristiany y Pitt-Rivers, 1993, pp. 19-20). En ese sentido, tal vez sean útiles las apreciaciones que proporciona Elizabeth Cohen, quien define el honor como un “complejo de valores y comportamientos”, cuyo significado y praxis varían, pues al interior de las culturas, y entre ellas, debe diferenciarse entre regiones, entre lo rural y lo urbano, entre lo popular y lo propio de las élites, entre lo masculino y lo femenino, entre épocas. El honor “rara vez es absoluto, sino que más bien está sujeto a negociación” y, por más clara que se muestre su cultura en el trabajo del investigador, “su aplicación en la práctica social está plagada de ambigüedad” (citado por Twinam, 2009, p. 62).

      Algunos de los autores que estudiaron tempranamente el honor, influidos por los iniciales trabajos de la antropología social británica, emplearon el múltiple concepto de honor dividiéndolo en dos grandes categorías: honor-precedencia y honor-virtud (Pitt-Rivers, 1968, 1979). Al primero lo relacionaron con las élites, quienes se atribuían de manera excluyente una condición honorable que negaban a los grupos subalternos, y al segundo, con la totalidad del orden social, entendiéndolo como código de conducta ética personal conforme a la reputación inherente a la jerarquía social del individuo.

      El honor-precedencia estaba ligado al ordenamiento jerárquico de la sociedad. Era una medida de posición social que clasificaba a las personas según el mayor o menor grado de honor, diferenciándolas de quienes, supuestamente, no lo tenían. En la cabeza del orden corporativo estaba Dios, luego venía el rey, la Iglesia y así sucesivamente, en una gradiente hacia abajo, hasta las personas que carecían de él. En la sociedad colonial hispanoamericana, el honor nacido de la conquista de las Indias otorgaba primacía a quienes “ganaron” la tierra y a sus descendientes, muchos de ellos posteriormente ennoblecidos y con privilegios especiales que, finalmente, definían su estatus por una combinación de factores entre los que se encontraban, además de la nobleza y el origen, la fama, la ocupación, la legitimidad, la raza, la riqueza y la propiedad, entre otras consideraciones65. La preservación

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