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familia ejerció un rol esencial “porque era la unidad social básica en la que descansaba toda la estructura”. La familia no era solo una metáfora del Estado corporativo, pues “el hombre era el representante del Estado en la familia, y gobernaba a su esposa y a sus hijos igual que él a su vez era gobernado por el rey” (Arrom, 1988, pp. 97-98)59. En este ordenamiento, los conflictos al interior de los grupos o “cuerpos” eran, en teoría, inaceptables, ya que el control efectivo de los distintos niveles jerárquicos “hacia abajo” exigía la desigualdad entre los esposos (Arrom, 1988, p. 98).

      Sin embargo, a pesar de que eran inaceptables, los conflictos existieron, pues el ideal representado por la ley no constituía la realidad per se. Además, el patriarcado cristiano estaba lejos de ser un sistema estático e implicaba también protestas, luchas y alianzas, en las que la autoridad era evaluada. Esto se debía a que había un ideal de reciprocidad entre gobernantes y gobernados que, ciertamente, no cuestionaba la autoridad patriarcal, pero “daba ciertas ventajas para juzgar la forma en que un patriarca ejercía su poder y una lógica para resistir a un autócrata cuando perdía la perspectiva de paz y de justicia” (Boyer, 1991, p. 274). Esto significa, por tanto, que la política de la familia tenía también una dimensión práctica y más directa, sustentada en el ejemplo transmitido a la vida cotidiana.

      En este sentido, la ideología patriarcal no otorgaba autoridad absoluta a los maridos dentro del matrimonio, sino que esta entrañaba un conjunto de derechos y obligaciones para ambos cónyuges, enmarcados dentro de una lógica asimétrica, pero recíproca. El vínculo gobernante-gobernado suponía una correspondencia autoridad-obediencia, pero condicionada al cumplimiento de las obligaciones inherentes de cada parte, lo que daba pie a que el más débil pueda juzgar y resistir a la autoridad injusta, aunque sin impugnar necesariamente el sistema. En la relación marital, el marido tenía el deber de sostener materialmente a su familia; abandonarla o descuidar su bienestar era ética y legalmente inaceptable. El respeto a su esposa como sujeto de la relación conyugal era, asimismo, una obligación, sin desmedro de la eventualidad de apelar a mecanismos “correctivos”, aunque moderada y racionalmente, pues era también su derecho; el uso de la violencia física era impropio, más aún si era excesiva. Los maridos, a su vez, debían observar una conducta sexual adecuada en su relación, evitando las prácticas inapropiadas. Por último, debía guardar fidelidad a la esposa; la infidelidad continua y pública era inadmisible (Lavrin, 1991b, pp. 36-37).

      El problema de la infidelidad amerita recordar y enfatizar un hecho ya discutido: la legislación civil colonial trató de manera desigual el adulterio femenino y el masculino, siendo el primero más castigado que el segundo. La explicación: la conducta sexual extraviada de un hombre no parecía peligrosa para el orden social, mas sí lo era la de la mujer, especialmente si estaba casada, pues sembraba la duda en el esposo respecto de la paternidad de sus hijos; por ello, los hombres sintieron el engaño como una afrenta inaceptable que afectaba su honor. En concreto, el hombre gozó de un margen amplio para quebrantar la obligación canónica de la mutua fidelidad (Potthast, 2010, p. 80) y hubo mayor tolerancia con la infidelidad masculina, pese a que el adulterio fue motivo de deshonor para ambos cónyuges y muchas mujeres así lo hicieron notar en los juzgados, especialmente si el amancebamiento del marido había sido público, escandaloso y constante.

      Tomando en cuenta lo expuesto, los conflictos conyugales relacionados con el incumplimiento o ruptura de las responsabilidades antedichas “eran objeto de reprobación, pues destruían el equilibrio, la relación asimétrica, pero recíproca que debía haber siempre entre marido y mujer” (Bustamante Otero, 2001, p. 120). Naturalmente, el ideal de reciprocidad podía ser interpretado por las mujeres casadas de una forma diferente a la de los hombres, y lo que para ellos podía ser un derecho irrefutable —por ejemplo “castigar” a su cónyuge—, para ellas, en cambio, podía ser un abuso, un exceso intolerable.

      En la esfera cotidiana del hogar, entonces, el patriarcado podía ser objeto de lucha y negociación en el que estaba en juego el poder. En este sentido, para las mujeres, víctimas usuales de los conflictos maritales, el recurrir a los juzgados “significaba cuestionar, poner en tela de juicio el poder masculino, objetar para equilibrar” y reorientar la relación con su esposo o, en su defecto, terminar con esta (Bustamante Otero, 2001, p. 120). Aunque los hombres casados acudieron en menor proporción a los juzgados para demandar a sus esposas, el mismo razonamiento puede ser aplicado, especialmente en el caso de quienes, no pudiendo controlar la conducta de sus parejas, vieron en los tribunales una oportunidad para reivindicar su lugar de autoridad.

      Al compás de las propuestas ilustradas que la dinastía borbónica pretendió implantar en el Imperio español, las décadas finales del siglo XVIII serían testigos de los afanes de la Corona por reforzar el patriarcado. Algunos de los procesos ya referidos conformarían el entorno o contexto en el que las reformas borbónicas destinadas a enfrentar estos problemas se aplicarían. Entre ellas, destacaría con nombre propio la Pragmática Sanción de 1776.

      Estas últimas reflexiones obligan a retomar un tema que ha estado presente en el discurrir de la investigación: el de la violencia conyugal. Desde la perspectiva de la legislación civil, no se asevera que el esposo pueda disciplinar o castigar físicamente a su esposa si esta no obedece o no cumple con lo que se espera de ella, como tampoco, obviamente, el que la esposa pueda hacer lo mismo con su marido. No obstante, los comentarios de los juristas sugieren que el uso de violencia por parte de los maridos era una acción legítima y legalmente posible si el castigo había sido correctivo y moderado, de manera que, en este caso, no cabía sanción penal alguna (Arrom, 1988, p. 93)60. En otras palabras, bajo determinadas circunstancias, el “castigo” de un esposo hacia su consorte constituía un derecho tácito, además de ser una acción avalada y legitimada por el discurso eclesiástico, pues las leyes seculares reflejaban el punto de vista eclesiástico al tolerar el ejercicio de la violencia física en caso de que este fuese justificado, racional y moderado.

      Parece indudable, entonces, el derecho del marido a “corregir” a su esposa bajo las condiciones antedichas. Este derecho se sustentó en la naturaleza del contrato matrimonial que, desde una lógica patriarcal, otorgaba autoridad al marido y lo responsabilizaba de los actos de su mujer, lo que le permitía apelar a la violencia correctiva cuando ella incumplía con los roles familiares y sociales que se le exigían.

      Estas consideraciones, sin embargo, merecen algunas atingencias, especialmente desde el lado de la teología moral. Se ha venido afirmando, y con razón, que la Iglesia, en cuanto al matrimonio, proponía una relación entre marido y mujer cuasi paritaria, es decir, ambas partes tenían derechos y obligaciones sustentados en la caridad, ergo, en el amor, la dilección, la amistad y la benevolencia, que expresan una relación afectiva. Debían ayudarse mutuamente y compartir la responsabilidad de la prole (Ortega Noriega, 2000, pp. 58-63)61. No obstante, la dirección del conyugio debía estar en manos del esposo por la desigualdad natural de la mujer, afincada en su supuesta fragilidad y en su mayor propensión al pecado, en su debilidad física e intelectual, y en su ubicación en la división sexual del trabajo. En consecuencia, la obligación de la mujer era obedecer al marido y debía ser controlada; de esta manera, se justificaba el derecho de este a “reprender” a su esposa. Es más, en el discurso teológico tomista, el varón, en el ejercicio de su autoridad, tenía potestad para oponerse a la voluntad de su esposa “y corregirla con palabras o azotes si fuera necesario” (Ortega Noriega, 2000, p. 58), pero nunca arbitrariamente. El fundamento moral y jurídico para justificar el maltrato se basó en la presunción de que la mujer presentaba una natural inclinación a incumplir con sus obligaciones, motivo más que suficiente para disciplinarla (Gonzalbo Aizpuru, 2009a, p. 293). Además, pese a la condena que desde la doctrina y la prédica recibió el uso de la violencia contra la mujer, plasmado en la exhortación a la mesura, fue insoslayable el influjo de la tradición clásica fundado en el ius corrigendi romano que llegó a la Edad Moderna: el derecho del marido de corregir a su consorte apelando a los golpes (Otis-Cour, 2000, p. 165). En suma, el uso de la violencia, bajo determinadas condiciones y circunstancias, fue una atribución inherente al ejercicio de la autoridad.

      Estas

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