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las mujeres en la Hispanoamérica colonial fue el resultado de una combinación de medidas restrictivas y protectoras. El análisis que al respecto efectuó Arrom (1988) sobre la base, principalmente, de lo estipulado en las Siete Partidas y las numerosas recopilaciones de las Leyes de Indias, resulta interesante e invita a la reflexión. Señala la autora que los manuales legales españoles, haciendo eco de lo expuesto en las Partidas, precisaban que los hombres eran capaces de ejercer todo tipo de funciones y obligaciones, salvo excepciones, mientras que las mujeres eran incapaces de muchas de ellas, por lo que disfrutaban de protección al ser consideradas más débiles (Arrom, 1988, pp. 73-74; Ots Capdequí, 1986, pp. 95-96; Kluger, 2003, p. 32).

      Pese a estas diferencias sustentadas en la presunta debilidad física de las mujeres, tanto ellas como los hombres compartían una situación jurídica similar, al menos hasta los 25 años, edad en la que ambos llegaban legalmente a la adultez. Como menores, unos y otros se encontraban bajo la autoridad del padre o tutor y requerían de permiso para litigar en los juzgados y celebrar contratos, así como para casarse. El alcanzar la mayoría de edad, salvo específica declaración previa de emancipación otorgada por el padre o por el tribunal, no significaba necesariamente la independencia para los hijos e hijas solteros, que seguían sometidos a la patria potestad. El matrimonio era motivo de emancipación, aunque si los hijos eran menores, no gozaban de todos los derechos de los adultos. Hombres y mujeres emancipados bajo cualquier circunstancia quedaban liberados de la tutela paterna al alcanzar la mayoría de edad32. El regalismo borbónico dieciochesco, interesado en reposicionar a la familia barroca en decadencia y reforzar el patriarcado, alteraría la situación al promulgar en 1776 la Pragmática Sanción para evitar el abuso de contraer matrimonios desiguales, en la que establecía la necesidad de consentimiento paterno para los esponsales y matrimonios de los hijos e hijas de familia menores de 25 años, en atención a los frecuentes desarreglos en que estos incurrían, incluyendo el “abuso” relativo a la celebración de matrimonios desiguales (Konetzke, 1962, vol. III, pp. 406-413)33.

      Estas similitudes en la situación legal de los varones y las mujeres terminaban con el arribo a la adultez, pues estas, a diferencia de los hombres, estaban excluidas de las actividades directivas o de gobierno, entre otras restricciones afines. Estas limitaciones se explicaban y justificaban en términos de propiedad y tradición, pues, como afirmaban las Partidas, “no es propio ni honorable para una mujer asumir tareas masculinas y mezclarse públicamente con hombres para discutir casos ajenos, y segundo, que en la antigüedad los sabios lo prohibieron” (Arrom, 1988, p. 78). Había excepciones ciertamente, tales como poder representar a los ancianos judicialmente si estos no tuviesen a nadie más, o ser tutoras de sus propios hijos o nietos. Estas restricciones, sin embargo, no impedían que las mujeres adultas tengan derecho a manejar sus propios asuntos legales y participar en actividades públicas, como comprar y vender, arrendar, donar propiedades, prestar dinero, administrar propiedades, iniciar litigios o aparecer como testigos; por lo tanto, las acciones legales de una mujer tenían la misma validez que las de un hombre (Arrom, 1988, pp. 78-79)34.

      Las disposiciones restrictivas que afectaban a las mujeres, no obstante, venían acompañadas de otras más bien proteccionistas. Algunas de estas, al aceptar la debilidad económica de las mujeres, exigían a los padres, cuando se pudiera, que dotaran a sus hijas. La dote pertenecía a las mujeres y, aunque era administrada por los maridos, les otorgaba a ellas cierto grado de independencia económica durante el matrimonio y la viudez; incluso se revertía a la mujer en determinadas circunstancias, por ejemplo, si podía demostrar que el esposo la administraba mal o en casos de divorcio. Por otra parte, era frecuente, especialmente en los sectores altos y medios, que el varón entregase a su novia uno o más presentes, las denominadas arras, que también le pertenecían a la mujer y la protegían económicamente (Lavrin, 1985b, pp. 48-52; Gonzalbo Aizpuru, 1996; Hünefeldt, 1996)35. Asimismo, las leyes de la herencia, al igual que a los varones, aseguraban a las hijas legítimas y a las viudas una porción del patrimonio de los padres o esposos.

      En el terreno de la maternidad y la reputación, existían también normas que, al reconocer la vulnerabilidad sexual de las mujeres, las protegían. Si en el caso de los esponsales, por ejemplo, un hombre incumplía con su promesa de matrimonio, podía ser obligado a cumplirla o, en su defecto, debía compensar económicamente a la contraparte, aunque en el siglo XVIII, con la Real Pragmática de 1776, los esponsales válidos solo eran aquellos que contaran con la anuencia de los padres (Konetzke, 1962). Las madres solteras podían recurrir a los juzgados civiles y exigir que el padre de los párvulos cumpla con la mantención de estos. Por otra parte, las sanciones por seducción y violación eran sumamente duras, y los parientes varones de la mujer afectada podían, incluso, matar al agresor, pues el honor familiar estaba en juego36. En realidad, el tema del honor subyace a todo este enmarañado legal.

      La ley, sin embargo, reconocía que no todas las mujeres merecían protección al establecer distingos entre mujeres “decentes” (doncellas, monjas, casadas y viudas, todas supuestamente “honestas”) y “no decentes”, por ejemplo, las prostitutas o las mujeres de dudosa reputación. Estas últimas, dada su vileza, carecían del derecho a reclamar por el mantenimiento de los hijos, y la seducción, estupro o agravio que pudieran sufrir no merecía castigo, a menos que hubiera habido violencia física (Arrom, 1988, p. 82)37.

      El caso de las mujeres casadas merece una atención especial, pues estaban sometidas a un conjunto adicional de restricciones. Como la ley obligaba al marido a mantener, proteger y dirigir a la esposa y a los hijos en el matrimonio, la mujer le debía obediencia total y, en realidad, se encontraba bajo su tutela. Los maridos controlaban la mayoría de los bienes y transacciones legales de sus esposas, y, como representantes legales de ellas, no requerían de su autorización para actuar en su nombre. Por el contrario, ellas sí requerían del permiso de sus maridos para realizar cualquier acto legal como contratos, donaciones o para iniciar algún juicio (Lavrin, 1985b, pp. 43-44; Quijada y Bustamante, 2000, p. 650).

      Si bien las mujeres casadas podían tener propiedades, el esposo controlaba la mayor parte de estas, a excepción de los denominados bienes parafernales (joyas, ropa y bienes obtenidos por herencia o donación). El control de las propiedades por parte del marido incluía lo recibido por ellas como parte de la dote, aunque, como quedó dicho anteriormente, ellas conservaran la propiedad. Las arras, del mismo modo, también eran controladas por los maridos38.

      Por otra parte, los maridos eran quienes ejercían la patria potestad sobre los hijos habidos en el matrimonio y ello incluía, además de la tutela, ciertos privilegios, como disfrutar del usufructo de las propiedades de su prole. Aunque los hijos nacidos en el matrimonio eran de ambos padres, no se requería del consentimiento materno para cuando alguno de ellos pretendiera casarse. Eso significaba que solo se necesitaba del consentimiento del padre, quien, además, era el único que podía legitimar a un hijo39. No es un error afirmar que la Iglesia era partidaria del libre consentimiento para contraer nupcias, pero las Partidas autorizaban al padre el poder desheredar a una hija si esta se casaba sin su asentimiento, situación que se vio reforzada aún más con la Pragmática Sanción de 1776, que incluía también a los hijos varones. Aun cuando las madres participaban también de la crianza, cuidado y educación de los hijos, carecían de los derechos de patria potestad que sí tenían los progenitores varones; es decir, las madres eran responsables legalmente de su prole y eso implicaba mantener, educar y dejar una herencia a los hijos; tenían obligaciones, pero no gozaban de los privilegios de la patria potestad que eran concedidos al padre (Arrom, 1988, pp. 88-90)40.

      Es cierto que la Iglesia, a diferencia del Estado, presentaba un modelo de matrimonio más igualitario porque planteaba que los dos esposos eran iguales y tenían los mismos derechos y obligaciones, por lo que debían ayudarse mutuamente y compartir la responsabilidad de los hijos. Sin embargo, el patriarcado cristiano tomista consideraba al varón como cabeza del grupo familiar, y tanto la esposa como los hijos estaban sometidos a su autoridad; a él le competía la protección y gobierno de la familia, de manera que tenía la potestad para dar órdenes, aunque no de manera arbitraria. La autoridad del varón se justificaba por el orden de

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