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Aunque algunas autoridades peninsulares en Indias hayan puesto reparos y hasta desalentado las uniones de hispanos con nativas, es sabido que otras las alentaron, especialmente si se trataba de mujeres pertenecientes a la nobleza incaica y a las élites locales; inclusive ciertos españoles, acicateados por la idea de contraer un “buen” matrimonio desde el punto de vista económico, de linaje o de la necesidad de crear vínculos y redes de alianzas, entre otras consideraciones, terminaron casándose con mujeres indias que antes fueron sus mancebas o que eran viudas (Ares Queija, 2004, pp. 17-22). Finalmente, pese a los obstáculos de determinadas instancias de poder que, contradictoriamente, colisionaban con las disposiciones de otras, poco pudo hacerse para evitar los matrimonios entre peninsulares e indias, puesto que Madrid mantuvo su posición. En el siglo XVII, las presiones por evitar estos enlaces provinieron, no tanto de los funcionarios indianos, sino de las élites indígenas que pretendían impedir que los españoles se avecindaran en sus pueblos. La Iglesia dispuso, en este caso, castigar a los caciques que obstruyeran tales matrimonios. De lo expuesto se desprende que tanto Iglesia como Estado no se opusieron al matrimonio entre peninsulares e indígenas, aunque esta actitud resultara poco coherente con la idea de construir dos repúblicas, la de indios y la de españoles, teóricamente separadas (Mörner, 1969, pp. 45-46; Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 230-232).

      En el caso de los matrimonios entre indios, también se insistió, tanto por parte del Estado como de la Iglesia, en la necesidad de contar con el libre y mutuo consentimiento de los futuros contrayentes, librándolos de la amenaza representada por algunos españoles que, como los encomenderos, afectaban su libertad matrimonial al pretender casar a las indias con indios de su propia encomienda. Pero la amenaza podía provenir también de los propios padres o de los caciques, que buscaban casar a sus jóvenes sin consultar su voluntad. Múltiples disposiciones, tanto civiles como eclesiásticas, intentaron desde temprano que los nativos no fueran forzados, a la vez que, en un evidente afán de acomodo y flexibilización, se adaptaban algunos aspectos del matrimonio, como los trámites previos y los impedimentos, destinados a adecuar las formas de convivencia preexistentes al matrimonio católico (Kluger, 2003, pp. 103-108; Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 233-244).

      El matrimonio entre indios y negros constituyó un ámbito que los funcionarios reales intentaron frustrar, pues, a diferencia de otras uniones interraciales que podían ser obstaculizadas por presiones sociales, aquellas eran consideradas perjudiciales. Por una parte, era inaceptable la mezcla de la sangre limpia de los indios con la estigmatizada de los negros esclavos; de otra parte, con la mezcla se reducía gradualmente la cantidad de indios que potencialmente podían tributar, además de la consideración política de que la prole surgida de esa unión era díscola y resentida. Aunque desde el Estado se dictaron medidas destinadas a evitar el trato de unos y otros, y a desalentar las posibles uniones de ambos grupos, estas no llegaron a cumplirse, hecho que se debió, en buena medida, a la actitud de la Iglesia coherente con sus propuestas de libertad matrimonial (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 244-250; Mörner, 1969, pp. 46-47).

      Los enlaces matrimoniales entre negros fueron fomentados desde los inicios de la presencia española en América por funcionarios civiles y eclesiásticos, tanto por razones económicas como por la creencia de que el matrimonio los haría más dóciles. Unos y otros, además, buscaban preservar la libertad de elección conyugal de los negros esclavos, lo que significó, muchas veces, el tener que enfrentar las lógicas presiones de los propietarios. Indudablemente, la condición esclava fue un obstáculo al libre consentimiento de los contrayentes y, en la práctica, no era infrecuente que primaran los intereses de los dueños. Aunque la legislación no impedía los matrimonios entre esclavos y libertos si la parte libre conocía de la condición de la otra, fue innegable que estos enlaces también acarrearon problemas, pues, a la previsible oposición del amo, se sumaba el hecho de que el esclavo seguía siéndolo, del mismo modo que los hijos de esclavas heredaban tal condición (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 250-257).

      Llegados a este punto, convendría hacer algunas precisiones. En principio, la regulación jurídica del matrimonio representó un ideal que tanto la Corona española como la Iglesia de Trento pretendieron alcanzar en la Península y en los dominios americanos, no solo porque las tierras del Nuevo Mundo se encontraban pobladas de idólatras, quienes debían ser instruidos en la fe católica y en las costumbres e instituciones civilizadas, entre las cuales el matrimonio resultaba fundamental, sino también porque la propia España no era, ciertamente, un ejemplo de idoneidad y respeto al sacramento matrimonial. Los españoles arribaron a América con una serie de pautas sociales y culturales sobre la formación y conformación de la familia que continuaron reproduciendo, mal que bien, a lo largo de toda la época colonial. Si bien prevalecía un régimen en donde el matrimonio era casi universal para las mujeres, al lado de este se presentaron otros patrones de unión como el amancebamiento, la barraganía y los enlaces clandestinos (Esteinou, 2005, pp. 119-120)9. Considérese, asimismo, que algunas costumbres institucionalizadas, como los esponsales o matrimonio de futuro, ritual de naturaleza íntima en el que los novios se prometían matrimonio, eran fuente de numerosos conflictos familiares en Europa, incluyendo la península ibérica, porque estos no necesariamente eran cumplidos, y contribuían, si había habido relaciones sexuales de por medio (y no era extraño que ello hubiera sucedido), a la reproducción de la ilegitimidad10. A su vez, delitos como la bigamia y el adulterio, obviamente perseguidos por la Inquisición y los tribunales eclesiásticos, no eran tan excepcionales, como tampoco lo fueron ciertas prácticas inherentes al orden patriarcal que regía las relaciones familiares europeas, de las que España no era una excepción. En este sentido, los procesos judiciales ventilados en los juzgados eclesiásticos europeos dan cuenta de numerosos casos de nulidad matrimonial y separación de cónyuges que tenían como principal ingrediente causal la violencia de pareja o sevicia, la cual ciertamente podría extrapolarse a las relaciones concubinarias o de amancebamiento (Wiesner-Hanks, 2001, pp. 105 y ss.; Matthews Grieco, 2000, pp. 100 y ss.). La violencia conyugal fue el factor más insistentemente repetido en las causas judiciales, sobre todo en las eclesiásticas, aunque, como se verá más adelante, esta rara vez se presentaba aislada y normalmente estaba concatenada con el adulterio, el abandono, el alcoholismo, entre otros elementos visibles o subrepticios.

      Por otra parte, ciertas prácticas y tradiciones indígenas sexuales y matrimoniales incompatibles con el modelo de familia promovido por la Iglesia, especialmente después de Trento, no fueron tan fáciles de desarraigar, ya sea por la resistencia de los indios o por la permisividad e indolencia de quienes debían velar por su aplicación. La poliginia de las élites o la costumbre, respecto del poblador común, de regular los matrimonios mediante normas que prescindían de la voluntad de los contrayentes y trasladaban la responsabilidad de la elección a los padres o autoridades, constituyen buenos ejemplos de estas prácticas (Lavrin, 1991b, pp. 16-17; Gonzalbo Aizpuru, 2000, pp. 8-10)11. Piénsese al respecto, asimismo, y con referencia al caso del Perú, en los cultos nativistas de la segunda mitad del siglo XVI y las subsiguientes campañas de extirpación de idolatrías, en la persistencia del servinakuy y en el hecho de que, al parecer, recién en el siglo XVII se instituyó el catolicismo, aunque diversas expresiones de este presenten características sincréticas (Marzal, 1988a, 1988b)12.

      Lo expuesto hasta aquí debe servir para obtener algunas conclusiones. Cabe preguntarse, por ejemplo, cuál fue el grado de aceptación que tuvieron los modelos de matrimonio y familia que pretendieron implantar en América la Iglesia y el Estado desde el siglo XVI. Es probable que la respuesta no pueda ser contundente y definitiva. Es más, es factible que no haya una sola respuesta, si se considera la variedad de situaciones culturales, socioeconómicas, étnicas y temporales implicadas en el devenir del continente y sus particularidades regionales.

      Un buen punto de partida para intentar abordar esta interrogante es el de la ilegitimidad13, puesto que esta estaba bastante extendida. Partiendo de esta premisa, es indudable que numerosas criaturas nacidas al margen del matrimonio eran fruto de relaciones ilegítimas, sean estas de amancebamiento o clandestinas y, en menor medida, consecuencia de encuentros sexuales con prostitutas o religiosos. Los vástagos de estas uniones, los denominados hijos naturales, si bien podían ser legitimados, respondían a una realidad indeseable para la Iglesia y el Estado, como lo prueban las numerosas disposiciones civiles y eclesiásticas que intentaron enfrentar el problema de la ilegitimidad

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