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de modo que los valores, deseos, proyectos, se hacen verdaderos cuando los acuerpamos, cuando se encarnan y se hacen piel de nuestra piel. Es entonces cuando el cuerpo se convierte en revelación, no solo de nuestros valores, sino del Dios que nos sustenta1.

      Jesús de Nazaret, no solo reveló a Dios en su cuerpo y a través de él, sino que se comprometió con los cuerpos sufrientes y excluidos para devolverles la salud y recuperar su dignidad arrebatada, vinculando además el futuro absoluto de la humanidad al modo de situarnos en la historia ante las personas, pueblos y culturas más explotadas y violentadas en sus cuerpos (Mt 25,42-46). El cuerpo de Jesús fue la expresión de la libertad y de la compasión de Dios por los caminos. Las autoridades sociales y religiosas de su tiempo pensaron que no podían controlar esa libertad que emanaba y percibieron su cuerpo como amenazante, porque con él se solidarizaba y se ponía en el lugar de los cuerpos de las mujeres y los hombres más excluidos y malditos, poniéndoles en pie y empoderándoles.

      El cuerpo es también la sede de los sentidos. Solo podemos relacionarnos y encontrarnos con nosotros mismos, con los demás y con Dios a través del cuerpo que somos y a través de la puerta de los sentidos. Nuestros sentidos son los captadores de la realidad, por eso nuestro modo de sentir la realidad es fundamental en nuestro modo de procesarla intelectual y afectivamente e implicarnos en ella. Por ello ser discípulas y compañeras de Jesús pasa por que nuestra sensibilidad quede impregnada, afectada por la suya. La Buena Noticia del Evangelio de Jesús se hace corporeidad y nos llega en el cuerpo a cuerpo de Jesús con las personas y colectivos más excluidos de su sociedad y del templo. Por eso es importante aproximarnos a la figura de Jesús desde su corporeidad y su sensibilidad, ya que ser compañeras y discípulas de Jesús hoy nos lo jugamos en sentir y con-sentir como él, en la puesta a punto de nuestra sensibilidad. Es decir, en ver, oír, tocar y gustar al modo de Jesús, y no en los aparatos ideológicos con los que a veces tendemos a defendernos o justificarnos. Por eso voy a hacer un pequeño recorrido por los sentidos en Jesús.

      Ver y escuchar como Jesús

      La mirada de Jesús tiene una dimensión de profundidad y de relacionalidad. Capta lo que está en lo hondo del corazón humano y, por eso, hace posible una relación con las personas que les abre caminos y horizontes insospechados, como le sucede a Natanael (Jn 1,47-51), a Leví (Mc 2,1314) o a la mujer pecadora (Jn 8,1-11). Es una mirada que convoca. Jesús ve a las personas no de manera neutra e impersonal, sino que establece con ellas un vínculo de relación y amistad, como cuando mira a Marta y María (Lc 10,38) o a Simón y Andrés y les llama (Mc 1,16-20). Su mirada es también contemplativa y crítica, por eso capta lo pequeño, lo que va más allá de los primeros planos, y descubre las potencialidades que hay en cada persona y en la realidad. La mirada de Jesús es capacitadora. No da nada ni a nadie por perdido, como cuando mira a Zaqueo (Lc 19,1ss), el lento emerger de los brotes de la higuera (Lc 21,29-33), el diezmo de la viuda frente al de los ricos (Lc 21,1-4) o el sufrimiento de la viuda de Naín (Lc 7,11-17). Pero la mirada de Jesús no es rutinaria ni naturaliza el sufrimiento o la injusticia, sino que le resultan intolerables. De ahí su actitud de denuncia frente a ella y su empeño en colocarla en el centro de la sociedad y el templo para visibilizarla (Mc 3,1-6).

       “La mirada de Jesús es también universal, no excluye a nadie, aunque está ubicada desde una perspectiva concreta (...), los excluidos y excluidas de la sociedad y el templo”.

      La mirada de Jesús es también universal, no excluye a nadie, aunque está ubicada desde una perspectiva concreta, un ángulo de visión determinado, los excluidos y excluidas de la sociedad y el templo: mujeres, ciegos, niños, enfermos, tullidos, muchedumbre hambrienta, etc. Desde ellos mira y comprende las situación de los demás, analiza la realidad, el sistema, la religión. Una mirada afectada y cuyo afectarse le lleva a movilizarse. Por eso la mirada de Jesús es también una mirada invertida, porque donde los dirigentes judíos ven pecadores y enfermos que había que excluir de la comunidad, Jesús ve hijos del Abba invitados a sentarse en el banquete del Reino (Mc 2,13-17; 7,31-37). Esta mirada escandaliza a los fariseos y a la gente de orden de su pueblo que todo lo juzga desde la ley y la ideología. Porque la ley y la ideología incapacitan la mirada, la endurecen, como vemos en tantos textos donde denuncia el embotamiento de los discípulos (Mc 8,17-21) o la ceguera de los fariseos y letrados (Mt 23,23-25).

      La mirada de Jesús es una mirada siempre atenta, «vigilante», que urge a estar en vela, en atención suma al paso de Dios por la vida, una mirada contemplativa en la acción (Mc 13,35-37; 14,38) y así es también su escucha. Jesús está atento a la realidad, a los encuentros con las personas, los acontecimientos, las coyunturas y pasa todo ello por el corazón en diálogo con su Abba. Estos tiempos de intimidad son el espacio donde Jesús va clarificando y decidiendo su actuar. Se trata de momentos privilegiados donde va descubriendo el sentido de su libertad como una libertad relacional, una libertad para y no un fin en sí misma, una libertad que se entrega (Jn 12,25).

      Para Jesús escuchar es obedecer: ob-audire. Escuchar significa literalmente escuchar al que está enfrente de mí, oír atentamente. Para Jesús obedecer no se identifica solo con los síes, sino también con los noes. La obediencia de Jesús, su escucha atenta al Dios afectado por el sufrimiento y las esperanzas de los empobrecidos y empobrecidas, está cargada de noes. Es en consecuencia una obediencia disidente, que se posiciona existencialmente, con gestos y palabras, frente a los mecanismos que impiden que el Reino sea. Por eso, obedecer y escuchar a Dios tiene siempre una dimensión conflictiva, de riesgo para quien la vive, y conflictuante para el sistema. Por eso ser discípulas y compañeras de Jesús hoy pasa por ser también mujeres de noes, porque los síes de Jesús estuvieron cargados de noes:

      ▚ No a una imagen de Dios y del culto en cuyo nombre los pobres y excluidos de Israel se sentían sin derecho a Dios ni a su salvación (Mc 3,1-6; 12,38-40).

      ▚ No al poder que daba primacía a la moral sexual frente al derecho a la vida de la persona que la infringía (Jn 8,11).

      ▚ No al poder económico (Lc 11,21-26), a la dictadura de los mercados.

      ▚ No al poder patriarcal que invisibilizaba a las mujeres y a los niños, negándoles su dignidad como personas (Mc 10,42-45).

      ▚ No a la complicidad con la injusticia (Lc 11,37-52).

      ▚ No a participar en juegos manipulativos entre el Estado y el templo (Mc 12,13-17).

      ▚ No a la idolatría del dios dinero, del dios poder, del dios prestigio (Mt 4,8-11).

      Y todo ello porque hay que escuchar-obedecer a Dios y no a los hombres (He 5,29) y desde un profundo a la voluntad y al envío del Abba: «He venido para que tengan vida y vida en abundancia» (Jn 10,10). La escucha, la obediencia de Jesús es desobediencia al sistema. Su obediencia le lleva a la cruz, y la cruz, no lo olvidemos, tiene en el contexto histórico de Jesús un significado político, no moral ni sacrificial, que es en lo que la hemos convertido.

      Tocar como Jesús

      Haciendo un recorrido por el evangelio de Marcos descubrimos la centralidad de las manos y el sentido del tacto en la práctica liberadora de Jesús. Manos que al tocar y dejarse tocar sanan, liberan, devuelven dignidades. Manos que se manchan y quedan pringadas, salpicadas, por la realidad de aquellos y aquellas a quienes tocan y por quienes son tocadas. No olvidemos que en el contexto socio-cultural y religioso de Jesús los pecadores, los enfermos, las mujeres eran considerados malditos de Dios y entrar en contacto con ellos suponía quedar contaminados, hacerse impuros, quedar excluidos de la salvación. Jesús con sus relaciones trastoca, subvierte este orden. A través de sus manos ofrece relaciones que buscan y generan reciprocidad, relaciones que superan la verticalidad, la dialéctica del amo y el esclavo, la lógica del patriarcado, las relaciones donante/receptor que humillan a la gente, aun sin pretenderlo. Las relaciones de Jesús con las personas, especialmente con las más discriminadas de Israel, por su situación socio-económica, por su enfermedad-pecado, por su sexo, etc., generan liberación y no dependencia ni humillación.

      Quizás la clave está en

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