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      —Vamos a ver… —deslicé como corto prólogo de las importantes palabras que vertería a continuación—. El señor Monroe se presenta en mi despacho con la intención de contratarme para que busque a su amiga. Tan luego a mí, que no me dedico a este tipo de trabajo específico. Ahora se agrega el robo. ¿Por qué no acude a la policía? —Una pregunta clave, de manual. Me sentí orgulloso de la variedad de mis facetas.

      —No podemos ni queremos. Nuestra única intención es que la señorita Amanso devuelva lo que se llevó. Ir a la policía significaría meterse en problemas legales y escándalos que nuestro cliente no puede asumir. Un detective conocido o una agencia serían fácilmente reconocibles. Buscamos discreción total y creo que con usted podemos tenerla.

      Una explicación también de manual. Se veía que los dos habíamos leído mucho, el policial clásico no nos era ajeno.

      —Su tarea es sencilla. La busca, la localiza y cobra los honorarios y la comisión. Así de simple —remató como si hubiera encontrado la piedra filosofal.

      Alto, me dije. No des la impresión de estar suplicando el dinero de rodillas, resistite a morder el fácil anzuelo de la comisión; tenés que mantenerte a la expectativa, impertérrito. Eso hice. Augusto, por el contrario, parecía morirse de ganas de ponerme al tanto.

      —¿Un diez por ciento del dinero rescatado le parece bien? —cortó camino. Sin esperar respuesta habló despacio, calculando el efecto de sus palabras— Ella se ha llevado un millón de dólares.

      En caso de haber estado bebiendo me hubiera tirado la bebida encima. De repente, en un santiamén, mis problemas económicos se solucionaban a través de un trabajo sencillo, un juego de niños. «Para, para, muchacho. Es raro que te regalen tanta guita, acá hay gato encerrado», advirtió mi conciencia con razón, pero eso no se piensa frente al caramelo envenenado, se lamenta después, cuando vienen los dolores de estómago. «Vete, no te necesito», le grité a esa voz interior surgida inopinadamente y totalmente fuera de lugar. Sin darle tiempo a reaccionar resolví el tema:

      —¿Tiene idea del lugar al que se dirige esta señora?

      —Le perdimos la pista la semana pasada. Suponemos que cargando esa suma de dinero no va a quedarse aquí, en este medio tan chico.

      —Lo averiguaré —aseguré con una firmeza inconsciente.

      Unos golpecitos en la puerta preanunciaron su pronta apertura. La hoja cedió y por la tímida hendija asomó la figura antigua —blusa blanca con volados y anteojos de carey— de la secretaria fruncida.

      —Le esperan en la reunión —recordó a su jefe a través de voz y mirada de terciopelo. Para mí, que era una presencia inadecuada en un lugar tan fino, reservó la frialdad.

      Augusto sintió la llamada del trabajo de la misma forma que Tarzán siente la de la selva: se puso de pie como impulsado por un resorte, hinchó el pecho y se dispuso a la acción. Faltó el alarido, una lástima.

      —Manténganos al tanto —me ordenó a modo de puntapié final.

      Me apresuré a batirme en retirada, no fuera a ser que mi tardanza pusiera en peligro el dinero a cobrar. Al pasar junto al escritorio de recepción recibí la leve sonrisa compasiva dedicada a los inconscientes que se retiran de un lugar sin usar la salida correspondiente, en mi caso la puerta trasera y el ascensor de servicio. La secretaria, acostumbrada a la primera división, me recalcaba las diferencias y me hacía saber que me estaba perdonando la vida.

      En la calle me asaltaron las preguntas: ¿Por qué me contrataban? ¿Habrían averiguado mi precaria situación económica y querían ayudarme? ¿Sería por mi personalidad avasalladora? ¿Qué les aseguraba yo, qué podía garantizarles, cuál era mi papel?

      Sentado a la mesa de un bar en una calle cercana, saboreando una cerveza fresca, calmé mi calenturienta conciencia —reaparecida dando la lata, echándome en cara la rápida decisión— prometiéndole claridad en relación a los movimientos futuros: la buscaría hasta encontrarla y punto final. El dinero iba a ser mi única meta.

      Desde una cabina llamé a la agencia de viajes de un amigo. Durante la semana habían salido dos vuelos a Europa y uno a Estados Unidos. Aunque la lista de pasajeros era casi misión imposible él tenía un par de contactos. Anochecía. Sentí deseos de una piel en la yema de los dedos. Pese a nuestra aún cercana declaración de tregua, Amanda seguía siendo la primera de la lista, mi preferida. En un discreto segundo plano se situaban Silvia y Adela. ¿Jugarían ellas, igual que yo, con ases en la manga? Cabía la posibilidad. Las llamé a todas por orden de interés. Amanda no podía explicarse mis actitudes, mi falta de compromiso, quizá más adelante, cuando se calmara. Adela tenía una cena con amigas y otras excusas. Por último Silvia. ¡Bingo! A ella le agradaba la idea de una pizza y una película. Para la pizza tenía todos los ingredientes, la película podía alquilarla en el video de la esquina, algo liviano, nada intelectual, que sirviera de pretexto. Caminé despacio hasta mi casa, dejando que la suave brisa me acariciara la cara.

      Como primera medida eché la levadura fresca en una taza y le agregué azúcar y agua caliente. Después la metí en un lugar oscuro y tibio a leudar. Acabada la primera parte del rito culinario puse música, me serví una bebida acompañada de trozos de longaniza y galletas y me tiré en el sofá.

      La suave melodía y el sabor fuerte del fiambre me llevaron en andas hasta la casa de mi abuelo en el campo, un pequeño rancho repleto de maravillas, donde la felicidad parecía una meta alcanzable. En invierno las naranjas desbordaban las copas de los árboles. Era un gusto arrancar uno de aquellos maravillosos frutos y pelarlo despacio absorbiendo el perfume de las miles de gotitas que escapaban de los cortes del cuchillo en la cáscara. Durante la primavera las frutillas, en verano las fiestas en familia, el asado en la parrilla, la ensalada de frutas con ananá y los turrones en las fiestas. Mi abuelo se retiró para siempre de escena un martes de abril y la obra El pequeño mundo feliz cayó de la cartelera de forma irrevocable. No sé por qué lo bueno se termina acabando. Debíamos haber seguido disfrutando los que quedábamos, pero quizá fuera aquel hombre viejo el centro y el motor de ese disfrute y todo lo demás surgiera como consecuencia natural de su presencia.

      Finalizada la música y el ejercicio de nostalgia, abrí una lata de tomates, piqué bastante ajo y los mezclé; agregué orégano a discreción, un toque de tomillo, sal y aceite. Saqué la levadura fresca que desbordaba la taza, la eché sobre la harina en un bowl y trabajé la pasta hasta conseguir una masa suave que dejé reposar una media hora, aprovechada en juguetear con el olvidado saxo. Formé la pizza y la metí al horno diez minutos antes del sonido del timbre. Silvia apareció sonriente, acarreando su cuerpo rotundo y un recipiente de helado. Una noche perfecta. El mundo empezaba a ser un lugar casi recomendable.

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