Скачать книгу

esas que me separaban del hombre con quien estaba tratando de llevar a buen término un diálogo comercial, el único posible. Sabía que, por acción u omisión, él era uno de los eternos responsables de la siempre desgraciada situación local. Razón de más para odiarlo, para echarlo. Lástima que los responsables de las desgracias son siempre los dueños del dinero. Tratando de no irritarme, le pedí detalles de lo ocurrido. Antes de responder pegó una calada larga al cigarrillo tragando el humo con fruición y como una de aquellas viejas locomotoras a leña de las películas dio la impresión de sentirse mejor, pronto para seguir a toda máquina.

      —En los últimos tiempos la noté rara, como concentrada, retraída. Ella es de un natural alegre, le gusta salir, ir de compras, frecuentar los locales de moda. El viernes a la mañana fue al centro y no volvió.

      Comprendí que se refería a una amante, los hombres casados conservadores tienden, cuando hablan con desconocidos, a situar a sus esposas en un entorno doméstico, quizás porque imaginan que así las convierten en buenas mujeres a los ojos de los demás.

      —¿Están casados? —pregunté por las dudas.

      La pregunta lo sorprendió. Quizá en su medio natural nadie osaba hacerle preguntas íntimas y directas.

      —Compartimos relación. Dejémoslo ahí.

      Lo miré con cara de pocos amigos. Las relaciones sentimentales suelen ser determinantes en cualquier investigación y es bueno clarificarlas de antemano.

      —Al menos voy a necesitar una foto y un nombre.

      —Debo aclararle antes de empezar que mi posición es bastante delicada. Llevo, por así decirlo, negocios importantes con clientes de renombre. La discreción es un requisito fundamental.

      Suspiré antes de manosear el abrecartas hasta casi pincharme un dedo con la punta. Estaba tentado de mandarlo al diablo. No lo hacía porque veía en él la solución, el pago de las facturas. Mala cosa cuando deben dejarse de lado los principios, mal día.

      —¿Es bella?

      —Mucho.

      Sus rasgos duros adquirieron una súbita blandura, sus mejillas se llenaron de rubor. Pareció darse cuenta y reaccionó de inmediato.

      —Su pregunta es irrelevante. No veo la necesidad de entrar en ese terreno.

      —Señor Monroe —comencé a decir despacio, tratando de refrenar mi ira—; vamos a aclararnos. Usted irrumpe en mi despacho recomendado por un buen amigo. Lleva una mujer perdida bajo el brazo y trata de contratarme para encontrarla. Pido detalles con el fin de facilitar la búsqueda. Cosas simples como un nombre, una cara, características físicas de la persona buscada y la relación que tiene con usted. No me importa para nada si esa mujer suya es famosa, rica, fea, ama de casa, amante o un pendón verbenero.

      Monroe se puso de pie como impulsado por un resorte.

      —Esto es intolerable, exijo una rectificación.

      Su actitud me pareció cómica, propia de un actor. Un hombre tan serio, tan bien puesto, debería controlarse.

      —Perdone por lo de pendón verbenero. Es que viví en España durante un tiempo y se me pegaron los dichos. Seré cuidadoso de ahora en adelante. Trataré de remitirme a las expresiones locales.

      Se lo lancé como una provocación, seguro de verlo desaparecer de mi vista maldiciendo. No se movió. Pasaron unos segundos largos y tensos: uno trataba de pensar rápido, el otro sospechaba la estampida del dinero solución. Al final, una foto y un nombre en una tarjeta fueron depositados sobre la mesa.

      —Conste que le doy el encargo basado en la recomendación. No apruebo su actitud y mucho menos sus comentarios. ¿Cuánto debo adelantarle?

      El abultado fajo de billetes saliendo de su bolsillo hizo agua mi boca. De entre el líquido escapó una cifra abusiva.

      Felipe Monroe retiró del montón una buena parte, la arrojó entre ambos y acomodándose las solapas del traje se dirigió lleno de dignidad camino de la puerta.

      —Espero noticias suyas muy pronto —amenazó antes de dar el portazo.

      El cigarrillo encendido, olvidado por el nerviosismo del momento, se había ido consumiendo despacio en la ranura del cenicero. Empujé la colilla apagada dentro de la parte cóncava y tiré el contenido a la papelera al costado del escritorio. Después giré en mi silla, apoyé los pies en el alféizar y me incliné hacia delante tratando de sopesar la situación actual de la ciudad allá abajo. Seguía sin cambios. No acababa de decidirme entre servirme otro café, contar el dinero o abrir la ventana para que se fueran el olor a tabaco y perfume caro dejados por mi cliente. Opté por no hacer nada, me quedé tranquilo en mi pequeño territorio mirando pasar al tiempo.

      2

      La primera intención cuando surge el encargo de buscar a una improbable mujer perdida, es tomar el atajo. Por lo menos fue la mía. Decidí hacer algunas averiguaciones, un par de consultas para cubrir el expediente y si te he visto no me acuerdo. A fin de cuentas, el dinero aportado como adelanto por el señor Monroe me resolvía las deudas perentorias dándome un buen respiro y esa era la parte importante del asunto. «Lo siento jefe, la joven se ha marchado en busca de pasturas más verdes. Un nuevo amante, joven, bien parecido. Usted, un hombre de mundo, sabe cómo son estas cosas». Pero había un problema: mis padres y la escuela no me habían enseñado a estafar al prójimo sino a ganar el dinero con el sudor de la frente, una máxima que, mirando alrededor, no parecía haber triunfado, aunque en mi caso, un clásico, generaba complejo de culpa. Necesitaba, por lo menos, sudar un poco para justificarme.

      Primero que nada debía encontrar a Ferrutti, un amigo al que su trabajo de relaciones públicas en una conocida discoteca, combinado con la venta de vinos lo convertía en una enciclopedia humana de la fauna que se movía por la ciudad. Al anochecer era costumbre ubicarlo en un bar situado cerca de su casa.

      —Escuché que me andabas buscando —dijo apenas verme aparecer.

      —Las noticias corren rápido.

      —Y, es una ciudad chica.

      De mi bolsillo salió la foto que me había dado Monroe.

      —Quiero encontrar a esta mujer.

      Los ojos de Ferrutti, ocupado en su vestimenta, pasaron sin interés por encima de la imagen en su camino hacia los bajos del pantalón. El momento de encuentro con el papel satinado fue fugaz, sin embargo algo dejó, porque la mirada, antes desinteresada, volvió rápida y ávida al apenas adivinado rostro de la mujer fotografiada. De la boca abierta al asombro escapó una exclamación: «¡Pero si es Ana Amanso!». Las manos adelantaron a los ojos, ya despreocupados de la ropa, atrapando la foto como si se tratara de un trofeo perseguido y de pronto encontrado. En unos segundos la avidez se convirtió en una dulzura terminada en sospecha:

      —¿Le pasó algo? —preguntó asustado.

      El local donde estábamos, un rincón mal iluminado de un barrio decadente, daba, sin quererlo, una pátina de patetismo a los sentimientos arrancados a la nostalgia, una tristeza de amores nunca conseguidos, de tiempo dilapidado en una búsqueda tan absurda como la mía. Lo miré sorprendido. Me resultaba curioso haber estado a punto de perder el dinero de Monroe luchando por conseguir ese nombre de mujer pronunciado después por él, y quien sabe por cuantos más, con total naturalidad.

      —Que yo sepa, nada. La anda buscando un tipo. Y paga bien para que la encuentren.

      —¡Un tipo!

      La exclamación arrancó de un Ferrutti súbitamente dolido, cuya atención de ojos húmedos comenzó a deambular por el trozo oscuro de calle pegado a la ventana. La reacción de mi amigo dejaba claro que era otro de los tantos ejemplares con ideas raras sobre las mujeres.

      —Uno no quiere darme su nombre, el otro se asombra de que ande con un tipo. A lo mejor se creen que es Juana de Arco.

      La cabeza de Ferrutti volvió de su paseo por entre las sombras acarreando un semblante

Скачать книгу