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quiere el bien que no ve. Todos necesitan guías. […] He aquí la necesidad de un legislador. (1985, p. 183, énfasis agregado)

      En Rousseau encontramos, pues, el típico temor al pueblo, la típica desconfianza en su juicio, sus capacidades, en últimas, en la necesidad de una especie de tutelaje. Esto es lo que ha llevado al rechazo de la democracia y a la legitimación del aristocratismo, del gobierno de los mejores. De hecho, sabemos que Rousseau consideró la democracia como impracticable. Él optó por la aristocracia como su forma favorita de gobierno, si bien sostuvo que la monarquía o la democracia, por ejemplo, podrían ser adecuadas, pero dependían de condiciones específicas, entre ellas, la extensión del territorio y el número de pobladores, así como su riqueza. En este caso —refiriéndose a las formas clásicas de gobierno, y de cuál sea la mejor— no hay en Rousseau fórmulas ni sentencias definitivas.

      Esa desconfianza en el pueblo —que recuerda a Nietzsche (2000a) cuando decía, con Voltaire: «Cuando el populacho quiere razonar todo está perdido», en el capítulo «Ojeada sobre el Estado» de Humano demasiado humano— hace necesario un legislador, el cual debe ser una especie de hombre cualificado, especial, una especie de vidente que sabe lo que el pueblo requiere; debe ser una especie de Dios: «Para dar leyes a los hombres harían faltas dioses» (1985, p. 184). Rousseau está pensando en Solón, Licurgo o Moisés, por ejemplo. El legislador también es «en todos los aspectos un hombre extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su genio, no menos debe serlo por su función» (p. 184). Aquí es necesario recordar nuevamente que el legislador no es un representante del pueblo, pues la soberanía no puede ser representada; es, por decirlo así, un funcionario de la voluntad general, su voz misma, que no puede legislar para intereses particulares, sino buscando el bien común, el bien general que solo la voluntad, lógicamente, querrá darse a sí misma.

      Por otro lado, si bien la legislación corresponde al pueblo, y si la ley es general y abstracta (como se asumió después en todas las legislaciones occidentales), es claro que la aplicación de la ley sí recae sobre objetos particulares, sobre asuntos determinados, por eso se necesita el poder ejecutivo. El gobierno, dice Rousseau, es:

      […] cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política […] No es más que una delegación, un empleo en el cual simples oficiales del soberano ejercen en su nombre el poder de que los ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y retirar cuando le plazca […] Llamo, pues, gobierno o administración suprema, al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o al cuerpo encargado de esta administración. (1985, p. 198)

      En Rousseau, pues, el soberano es el pueblo, no el rey o el príncipe. Por eso la soberanía nunca sale del pueblo ni es representada; solo puede ser delegada, pero siempre retomada por la voluntad general, por el pueblo mismo. Esto es lo que mutatis mutandis ya se encontraba en la teoría del jesuita Francisco Suárez, quien, de hecho, a mi parecer, tenía una concepción mucho más realista del contrato —eso sí sustrayéndole su carácter teológico—, cuando concebía al individuo siempre dentro de la comunidad, y cuando sostenía que el pueblo, la comunidad política, siempre conservaba el poder, y podía recuperarlo frente a un gobierno que le impusiera leyes injustas, gravosas o que se hubiera convertido en tiranía. Esta teoría tuvo mucha influencia en la Independencia de América Latina a partir de 1808, cuando la soberanía —debido a la invasión de España por Napoleón— es retomada por el pueblo, reapropiada, recuperada, pues nunca había sido alienada totalmente a España (Dussel, 2007).

      Para finalizar esta parte, es preciso decir que hemos abordado los conceptos de voluntad general y soberanía (que, como se vio, terminan confundiéndose), y se ha hecho mención sucintamente a otros temas necesarios para pasar al siguiente apartado donde abordaremos los aspectos totalitarios del pensamiento contractualista de Rousseau.

      2. Rousseau: ¿un pensamiento totalitario?

      Para rastrear el tinte totalitario del pensamiento político de Rousseau, específicamente el contenido en El contrato social, voy a partir de la caracterización que se ha hecho de la voluntad general y de la soberanía. Para ello es preciso decir lo siguiente.

      En estricto sentido, la voluntad general fue el concepto de Rousseau que más influencia tuvo en Occidente. Eso es claro también en los siglos posteriores. La pregunta es ¿por qué? La respuesta es sencilla. El pensamiento de Rousseau atizó la Revolución francesa y se convirtió en tema de debate de los autores de la época, entre ellos, los federalistas norteamericanos y los próceres de la Independencia latinoamericana. En ambos casos, la teoría empoderó al pueblo y se convirtió en un arma de este contra el Antiguo Régimen, esto es, contra el feudalismo aún reinante y contra las monarquías, ya fuera la francesa, la inglesa o el imperio monárquico español. Rousseau fue el abuelo de las revoluciones, su inspirador. De esa manera se dio comienzo a la era burguesa, esa que Hegel describió primero y magistralmente en su Filosofía del derecho.

      La voluntad general de Rousseau es la misma soberanía popular presente en el constitucionalismo occidental de hoy. Esa soberanía es, en realidad, la inversión de la teología política tal como lo observaron el tristemente célebre constitucionalista del nacionalsocialismo Carl Schmitt y su mentor, el devoto pensador español Donoso Cortés. Y es esa inversión porque sencillamente la soberanía se desplaza del rey, legitimado divinamente, al pueblo, legitimado secularmente. Como ha dicho el citado Chevallier: de «el Estado soy yo» de Luis XIV se ha pasado a «el Estado somos nosotros», esto es, podríamos decir, del absolutismo monárquico al absolutismo del pueblo, pero, al fin y al cabo, a un absolutismo que nos puede recordar de nuevo a Thomas Hobbes. En este sentido tiene razón el filósofo italiano Antonio Negri cuando en Imperio, su primer libro exitoso mundialmente, sostuvo: «Como modelo de soberanía, el “absoluto republicano” de Rousseau no es realmente diferente del Dios en la tierra de Hobbes, el absoluto monárquico» (Negri y Hardt, 2001, p. 116). Aquí ya estamos entrando en el terreno que nos compete en este escrito. Ya podemos decir: la soberanía de Rousseau es totalitaria. Veamos por qué.

      Frente a la ilusoria creencia rousseauniana de que la voluntad general o la soberanía es inalienable, lo que hemos visto en la práctica constitucional y en las experiencias democráticas posteriores es la imposibilidad práctica de la democracia directa. Más bien, a partir de ese postulado, el de Rousseau, se han intentado mecanismos de participación democrática que han resultado en una mezcla de democracia directa y democracia representativa. Basta pensar en los mecanismos de participación ciudadana como el referendo o el plebiscito, los cuales no son totalmente formas directas sino mediadas por el poder judicial, el ejecutivo y los parlamentos mismos.

      Hay que decir que tanto la democracia directa pregonada por Rousseau como la representativa, donde la voluntad general es representada, terminaron en el totalitarismo, ya fuera abierto o disimulado. En el primer caso, en el de la democracia directa de Rousseau, se acudió a los plebiscitos como formas de perpetuar populismos, dictaduras o gobiernos autoritarios. Eso fue lo que dio origen a la conocida expresión bonapartismo para recordar a Napoleón III en Francia. Esa democracia directa se ha convertido en la dictadura del pueblo sobre las minorías, sobre las diferencias. En el segundo caso, el de las democracias representativas liberales, que luego evolucionaron hacia democracias sociales, la historia no ha sido diferente.

      Las democracias sociales encarnadas en el estado de bienestar llegaron también al autoritarismo, a un mayor control y disciplina de la sociedad; se convirtieron en sociedades panópticas que combinaron individualización y totalización del sujeto mismo bajo el Estado, interviniendo, además, en todas las esferas de la vida, tal como sostuvo Foucault. Con el pensador francés podemos leer este gradual aumento del control desde la modernidad misma; por ejemplo, en el siglo XVIII con la gubernamentalidad como control de la vida de las poblaciones, unida a la anatomopolítica y a los discursos sobre el hombre de las ciencias humanas. La biopolítica, como política de la vida, de hecho, llegó a convertirse en tanatopolítica, esto es, en su contrario, en una política de la muerte, tal como lo ha mostrado Roberto Esposito (2007) partiendo de los análisis de Michel Foucault.

      Norberto Bobbio llega, por otros medios, a describir cierto tipo de dictadura: la de los técnicos; en pocas palabras, la «esclavitud

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