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subjetividades. Para Bobbio eso fue posible gracias a la participación que se le dio al ciudadano en las democracias modernas y a la necesidad de intervenir en la sociedad, lo cual implicó más intervención del Estado, mayor planificación y conocimiento en las distintas áreas de intervención. La participación ciudadana elevó las demandas al Estado, y este tuvo que responder con una burocracia experta, profesional y técnica que tomaba decisiones y hacía proyectos y planes sin contar con los ciudadanos que, por lo demás, no entendían mucho de los complejos temas de las agendas de los gobiernos. Bobbio, en su libro El futuro de la democracia, fue consciente de que la complejidad de la sociedad creaba una dictadura de los técnicos, donde no todos podían decidir, lo cual contrariaba los supuestos que Rousseau le había dado a la voluntad general (Bobbio, 2005). En estricto sentido, esa es la dictadura anónima sobre la sociedad que impera hoy bajo el esquema neoliberal, donde el sujeto está sometido al sistema, pero no tiene ni idea de por qué ni de las decisiones que los gobiernos o los poderes transnacionales les imponen.

      Es decir, del estado de bienestar, que para algunos ya era dictatorial por regular cada vez más aspectos de la vida, se ha pasado al totalismo del mercado, a la dictadura de la economía, esa nueva teología de las sociedades actuales. Es claro que todo esto corresponde a la evolución interna misma del liberalismo económico y de la democracia liberal, y es cierto también que se opone al deseo de libertad e igualdad que siempre animó al pensamiento de Rousseau, pero también es evidente que en este proceso evolutivo la voluntad general ya no es la que decide; todo lo contrario, deciden sobre ella, como ocurre actualmente en la propia Europa. Así, pasamos de una soberanía inalienable a una soberanía diluida por la globalización o secuestrada por el poder económico. Esta sería una especie de totalitarismo atenuado que se disfraza de democracia.

      Si pasamos a la segunda característica de la soberanía, esto es, a su indivisibilidad, el asunto se complica aún más. Esa característica le ha permitido a Rousseau oponerse a la teoría de la división de poderes y al gobierno mixto. En realidad, contra Rousseau, y como se vio después en la evolución del constitucionalismo europeo, la división de poderes no es incompatible con la soberanía del Estado. Los tres poderes que teorizó profundamente Montesquieu no implican un fraccionamiento del Estado; más bien, siguen el principio expuesto ya por Jhon Locke de que el poder controla el poder. Esa fue la forma como el liberalismo buscó limitar el poder del monarca en Inglaterra, y que sin duda vio claramente el autor de Del espíritu de las leyes. Los tres poderes clásicos están para que se controlen unos a otros, para que colaboren armónicamente en el cumplimiento del deber del Estado, esto es, en sus múltiples funciones. No se trata de que se obstruyan, sino de que trabajen armónicamente en pro del bienestar social, del mantenimiento mismo de la vida en sociedad. Lo que hay que advertir, más bien, es que el pensamiento de Rousseau en este punto ha dado pie a que se materialice la sentencia de ese genio de la política y la sociología que fue Alexis de Tocqueville, en su clásico La democracia en América, según la cual: «La tiranía de los legisladores es, actualmente, y lo será todavía durante muchos años, el peligro más temible. El del poder ejecutivo llegará a su vez, pero en un periodo más lejano» (Tocqueville, 1985, p. 122).

      En efecto, el ejecutivo, en los sistemas presidenciales, en las dictaduras, los totalitarismos, etc., ha hecho su propia tiranía. No hay duda de que Hitler y Stalin fueron tiranos. Es obvio que los teóricos griegos —que rechazaron, como los medievales y los modernos, la peor forma de gobierno, esto es, la tiranía— no alcanzaban a imaginar los alcances de un tirano en las condiciones actuales, pero las figuras se corresponden. Y lo que precisamente han querido hacer los Stalin y los Hitler, cuando creen que han encarnado la soberanía popular misma, esto es, que son el pueblo mismo, ha sido imponer un poder sobre los otros, es decir, han buscado minar la división de poderes y evitar todos los controles que los parlamentos y el poder judicial ejercen en contra suyo. Por esa razón, los tiranos del totalitarismo del siglo XX quisieron burlar el derecho e imponer el propio, buscaron ponerse por encima del derecho o por fuera de este, lo cual se materializó en la sentencia de Schmitt de que soberano es el que dice «el estado de excepción». En conclusión, la crítica de Rousseau a la división de poderes, basado en la presunta indivisibilidad de la soberanía, es proclive al totalitarismo, y así lo ha demostrado la experiencia histórica.

      Si revisamos la tercera característica de la soberanía de Rousseau, también vemos su compatibilidad con el totalitarismo. La infalibilidad de la soberanía tiene varias consecuencias. No olvidemos que es en esta misma parte de El contrato social donde Rousseau se opone a los partidos. De donde podemos decir que en el pensamiento del ginebrino no hay cabida para lo que en ciencia política se ha llamado el «sistema de partidos». Como la voluntad general es una, indivisible, no admite partidos que representen los diversos intereses de la sociedad, de los distintos grupos y de los movimientos. Así se evita la desintegración de la voluntad general. En pocas palabras, en Rousseau no hay cabida para el pluralismo y la diversidad; es más, desde Rousseau no podríamos leer temas tan importantes para las sociedades actuales como el multiculturalismo o la interculturalidad. Esto implica que Rousseau piensa en una voluntad general homogenizada, portadora de una sola forma de ver el mundo, de una sola cosmovisión, de una sola verdad. Por eso su interés en evitar las fracciones, las facciones, los partidos políticos. Como lo ha mostrado el sociólogo de la política Maurice Duverger (1976) en su libro justamente titulado Los partidos políticos:

      El pluralismo democrático lleva a deformar el interés general, por una lucha entre intereses particulares, a sacrificar el interés del pueblo entero a las disputas entre los objetivos especiales de tales o cuales fracciones […] conocemos la desconfianza de los hombres de 1789 respecto a los cuerpos intermediarios; no es dudoso que no habrían admitido el pluralismo de los partidos. (p. 287)

      La inexistencia de partidos en una comunidad política lleva al partido único. Y el partido único en los sistemas totalitarios, ya sea el del nazismo o el soviético, han representado la intransigencia ideológica, el dogmatismo y el fanatismo. Y por paradójico que suene para los demócratas seguidores de Rousseau, el partido único está fundamentado teóricamente en el autor de El contrato social. Rousseau es el teórico del unanimismo político, una especie de dogmatismo y fanatismo ideológico que atesora la verdad. Podríamos decir, sin exagerar, que en Rousseau la comunidad política crea una dictadura de la verdad misma. De tal manera que solo hay espacio para una verdad, la de la voluntad general, la del pueblo, una verdad que siempre tiene la razón y que no admite la oposición, pues esta siempre estará equivocada. No olvidemos que la voluntad general siempre es recta y justa; por lo tanto, los demás, las minorías, no tienen verdad y justicia en sus demandas. En Rousseau se materializa lo que el ya citado Tocqueville llamó «la dictadura de la mayoría».

      El hecho de que la soberanía popular sea absoluta lleva en verdad, al totalitarismo del Estado o, más bien, de aquellos que en la práctica han querido ser el pueblo mismo, la nación misma. Tal es el caso de Hitler. Cuando el líder se convierte en el Estado, cuando cree representar los intereses generales, se ha producido una usurpación de la voluntad general. Los partidos comunistas han sido expertos en identificarse con el pueblo; los líderes políticos también. En este caso, el legislador de Rousseau —al cual hicimos mención arriba— se ha convertido en lo que el pensador colombiano Darío Botero Uribe (2001) llama, en El poder de la filosofía y la filosofía del poder, el hombrepueblo. Nos dice el filósofo colombiano:

      Los jacobinos en la Revolución francesa —Robespierre— y los bolcheviques en la Revolución de Octubre —Lenin y Stalin— representan el hombrepueblo, una traslación semántica desde el sujeto colectivo al sujeto individual. Solo cuando se absolutiza al pueblo, el líder es el pueblo y el sujeto colectivo es negado, jamás se le consulta. Esa transmutación de sentido del individuo a la colectividad y de la colectividad al individuo, por extraño que parezca, es un juego usual en el mundo político. (p. 156)

      En realidad, partiendo del propio Rousseau, podemos decir que, en la práctica, los legisladores con quienes soñó (Moisés, Licurgo, Solón) se convirtieron en los Hitler, Stalin, Lenin, Robespierre y otros tantos tiranuelos más. Ellos, que representaban la soberanía popular misma, la voluntad general, terminaron acumulando un poder omnímodo, pletórico y absoluto. Y por fuera de lo absoluto no hay nada. Ya conocemos sus consecuencias… Y un poder absoluto no admite la limitación del poder.

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