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sigue pareciéndose a una gran finca, donde el político es el capataz, el patrón, y los ciudadanos son los aparceros o dependientes, que solo tienen opciones de movilización verticalmente por medio del mimetismo social y el sistema de lealtades preestablecidas o heredadas de los caciques políticos regionales.

      En su ensayo «Estratificación social, cultura y violencia en Colombia», Rafael Gutiérrez Girardot ha expresado bien las consecuencias sociales de este tipo de cultura:

      Una república democrática como gran mentira, una aristocracia de recién venidos, muchos de los cuales ostentaban como pergaminos el engaño y la pedantería […] una educación para semialfabetizar, una estratificación social degradante para la mayoría de los colombianos, una cultura tímida y producida en la oscuridad de los dogmas reinantes, en suma, un simulacro de realidad que desconoce la realidad inmediata de la población engañada y paciente. (Gutiérrez, 2011, p. 123)

      ¿Qué produce una sociedad señorial o parroquial como la descrita? Produce inevitablemente exclusión, falta de expectativas y frustración social, caldo de la violencia en Colombia. No hay que olvidar que fue la exclusión política y social provocada por el modelo pactista de privilegios entre liberales y conservadores durante el Frente Nacional el que originó las dos guerrillas más poderosas de Colombia, en la actualidad una desmovilizada, las Farc-EP, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo, y la otra cada vez más empoderada, el ELN, Ejército de Liberación Nacional. Ese «pacto de élites», como lo llama Darío Villamizar en Las guerrillas en Colombia: una historia desde los orígenes hasta los confines, generó que los enunciados «partidistas liberales-conservadores desaparecieran de los programas y plataformas políticas de aquellos grupos guerrilleros que continuarán o que emergerían a partir de 1959, para dar paso a contenidos revolucionarios, reivindicativos, sociales y de liberación nacional» (Villamizar, 2017, 187). Así pues, fue la república señorial, de cuño católico, vertical y excluyente, la que originó esa violencia guerrillera, que incubó en las siguientes décadas otras violencias, entre ellas, la paramilitar. De ahí se alimentaron el narcotráfico, el terrorismo, los desplazamientos, los secuestros y un largo etcétera. Es el «círculo dantesco» de la violencia en Colombia, como lo llamó el pensador colombiano Darío Botero Uribe (2001), y el comportamiento o práctica producto de esa «cultura de la violencia» según el cual como «todo está corrompido», hay «necesidad de amoldarse a la corrupción» (p. 336).

      Perspectivas

      La cultura política debe entenderse también como una «forma de conciencia social» que «informa la manera de comprender y practicar la vida política de la comunidad» (Palacios, 2004, p. 329). Por eso, el reto en Colombia es, por medio de los procesos educativos, de la enseñanza de la Constitución como manda el artículo 41 de la carta, de una labor pedagógica de los intelectuales orgánicos y de una avanzada desde la universidad y los colectivos sociales, etc., crear una cultura crítica, reflexiva y evaluativa. Esto es, una cultura política que enfatice la ética de lo público, el papel de las instituciones, la labor que cumplen, la labor del político como mediador o representante, el activismo permanente del ciudadano que utilice los canales de la democracia participativa, entre otras medidas. Solo así se derrota y se supera la cultura súbdita y parroquial imperante aún en el escenario político colombiano.

      En el anterior sentido, es necesario tener en cuenta, con Robert Dahl (1999), que:

      Las perspectivas de una democracia estable en un país se ven potenciadas si sus ciudadanos y líderes defienden con fuerza las ideas, valores y prácticas democráticas. El apoyo más fiable se produce cuando estos valores y predisposiciones están arraigados en la cultura del país y se trasmiten, en gran parte, de una generación a otra. En otras palabras, si el país posee una cultura política democrática. (p. 178, énfasis agregado)

      Así, mientras no exista cultura política, la sociedad colombiana seguirá reproduciendo la corrupción, el engaño, la estafa y la simulación políticas; mientras no se luche contra las formas de ignorancia que promueve el sistema político mismo para mantener sus privilegios, se seguirán reproduciendo maneras verticales, miméticas, oportunistas, paternalistas, encomenderas y coloniales de la política como actividad, lo que perpetuará la desigualdad, el oportunismo, la resignación y la indiferencia que caracterizan la sociedad colombiana.

      Sería oportuno terminar este artículo diciendo lo siguiente: puede afirmarse, a pesar de las muchas discusiones al respecto, y de la aparente contradicción, la existencia de una cultura de la violencia en Colombia. Eso es patente en la reproducción de los odios, su movilización, el resentimiento arraigado, las prácticas cotidianas, etc., de tal manera que una cultura política participativa y crítica debe acompañarse por un arduo trabajo de cultura de la paz que rearticule el tejido social y fomente el valor constitucional de la convivencia, faro de la filosofía política que alumbra al Estado colombiano. Finalmente, no está de más recordar este sexteto de recomendaciones, hechas en la década de los noventa del siglo pasado, justo cuando se llevaban las negociaciones con las Farc-EP en el Caguán, que sirven de insumo para la superación del conflicto en Colombia:

      1. El papel de la sociedad civil debe consistir en primer término en no permitir que cualquier arreglo o pacto redunde en beneficio del sistema gamonal-clientelista-corrupto.

      2. Evitar que un presunto acuerdo político signifique la consolidación de la descomposición social y la intolerancia.

      3. Que se busque una solución viable a la cuestión social, especialmente reconocer el derecho de los campesinos a la propiedad de la tierra y, en consecuencia, realizar una reforma agraria integral con formas cooperativas, sociales, comunitarias y personales de tenencia de la tierra.

      4. Admitir que la paz no es el resultado de ningún acuerdo sino la construcción de un ambiente social de tolerancia, de respeto al distinto y de justicia social.

      5. Desvalorizar el lenguaje agresivo de ambas partes y favorecer una cultura crítica que analice los problemas con objetividad.

      6. Que se propenda hacia la creación las bases de una sociedad democrática, especialmente, los desarrollos de la cultura que favorezcan la integración social, la superación de la discriminación y la educación para todos con niveles de calidad adecuados. (Botero, 2001, pp. 347-348, énfasis agregados).

      Como puede verse, muchos de estos aspectos que están en el acuerdo de La Habana van marchando, pero muchos otros están en construcción, y otros, en claro peligro de perderse. Es deber de la ciudadanía, por medio de la participación, como recomendaba ese genio de las letras que es José Saramago, luchar porque lo pactado se cumpla y se materialice, para así hacer realidad la utopía de la paz en Colombia.

      Actividad

      Lea el texto y tome notas personales sobre los distintos conceptos.

      Investigue qué son las cátedras de paz que se vienen implementando en algunas regiones del país.

      Reflexione sobre cómo las cátedras de paz pueden contribuir al incremento de la cultura política en la universidad.

      Escriba un ensayo de 1500 palabras sobre la importancia de la cultura política para la democracia.

      Tema 2. Contrato social y paz mundial

      Objetivos: a) abordar el concepto de contrato social y su relación, desde el punto de vista de Kant, con los tratados entre Estados y b) determinar la importancia de concebir la paz como una idea regulativa para el accionar de los gobiernos y los pueblos.

      Texto

      Immanuel Kant y el derecho internacional

      Presentación

      El texto La paz perpetua de Immanuel Kant, de 1795, esto es, más de 200 años atrás, por paradójico que parezca, solo nos muestra la pervivencia del filósofo alemán entre nosotros o, en pocas palabras, su inmortalidad. Decía Miguel de Unamuno, al referirse al hambre de inmortalidad humana:

      Si al morírseme el cuerpo que me sustenta, y al que llamo mío para

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