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los ojos manteniéndole la mirada por primera vez—. Yo…

      A través de un velo translúcido, el mundo se redujo a los ojos de aquella noble dama que la sostenía, que la mantenía anclada, como un barco en el puerto, a orillas de un mar infinito de aguas tranquilas y corrientes lúgubres. El cielo nocturno y la nieve relampagueante se fueron estrechando mientras la oscuridad de la pupila florecía y un rostro inocente comenzaba a perfilarse entre las sombras, como surgido de una tenebrosa niebla.

      PARTE I. LAYABA

      1. Torlwan, ninfa centauro

      La zona del camino que se abría ante ellas sufría un pequeño encharcamiento y las pisadas de Isola producían un sonido amortiguado y pastoso. El origen de aquel resbaladizo tramo estaba en unas viejas y musgosas rocas de aspecto suave, que parecían sudar, en el borde austral de la senda.

      A Alissa le gustaba el barro, su olor evocaba despreocupación, infancia. Hacía que afloraran recuerdos de una época en la que los monstruos eran algo extraño y exótico; las conjuras y las traiciones, vocablos lanzados por bardos y locos; y los mentalistas, brujos tenebrosos que podían hacer que los hombres se mataran con solo pensarlo. Un tiempo distante y feliz en el que todo era mucho más simple. Intentó sonreír, pero lo cierto era que últimamente no le resultaba demasiado sencillo. Además, en aquella época su mundo era mucho más pequeño y sus problemas proporcionalmente más grandes. Hacía algunos meses se había enfrentado a un hombre jaguar en la meseta de Sachia, y vencer en ese combate le había resultado más fácil que derrotar a Mati la Pecosa, hija de una tejedora de Calgaria, a los seis años, en la orilla de un riachuelo de Gradar. Y en Mati pensaba, tratando de que sus labios se curvaran, mientras las patas de Isola exprimían la tierra bajo sus herraduras.

      Habían pasado más de cuarenta noches desde su partida, desde que Trescúpulas, su hogar al borde del Abismo, desapareciera a su espalda en aquel brillante amanecer invernal, pero el animal, Isola, seguía avanzando con brío, con la fuerza de una buena yegua giunesa. La había comprado con las ganancias de sus primeros meses de trabajos para el gremio, pero se había enamorado de ella mucho antes. Al fin y al cabo, Alissa había estado presente en su nacimiento, cuando el sanguinolento animal abandonó el cuerpo de su madre, arrastrado al mundo por las manos de dos granjeros que le limpiaron la boca y la nariz antes de que pudiera dar su primer mordisco al aire. Aquel mismo día habló con el dueño, un giuno bonachón de amplio pecho, al que rogó que no se deshiciera del animal hasta que ella pudiera pagar su precio.

      Una suave brisa arrastraba el aroma a humedad, lo levantaba desde el oscuro y fértil suelo mientras los alargados e invernales brazos de las hayas chocaban entre ellos. Los ecos secos que producían las ramas trasladaron su mente, devolviéndola a un pasado más cercano, hasta una sesión de entrenamiento a la que había asistido en la villa de Alqeed semanas antes. Allí había visto por primera vez a aquel extraño búho mientras observaba a unos guerreros ghizlan tratar de romperse algún hueso con unas minúsculas espadas de madera, réplicas menos efectivas de las armas de acero que empleaban normalmente. Sentada sobre un muro de la plaza de aquel poblado, que aguantaba estoico en el borde occidental del desierto, con la mirada puesta en un enjuto joven de piel olivácea que hacía frente a dos atacantes con bastante destreza, vio al ave posarse a pocos pasos, altiva, mostrándole la espalda. De plumaje completamente gris, tenía una mancha negra en la espalda, trazada con carbón, que a la chica le recordó a un ojo. Lo consideró un buen augurio, pues aquel era el símbolo del gremio de mentalistas, de los psaiks. Su gremio, su casa.

      Después de aquello lo había visto casi a diario. Volaba junto a ella, la observaba con aquella mirada engreída, como si no quisiera mostrar atención. La chica incluso había intentado meterse bajo su plumaje, en su carne, en su cabeza. Pero allí no había pensamientos humanos o recuerdos, solo presente e instinto. Animal. Básico. Al final concluyó que pesaba sobre él alguna clase de embrujo sin esencia, sin olor: algo lo impelía a seguirla. Mantenerlo vigilado era su mejor opción por el momento. Pero era probable que tuviera que deshacerse de él en un futuro cercano, no le gustaba la posibilidad de que alguien observase todos sus pasos. Después de errar durante algunos años, Alissa se había forjado más de una enemistad.

      Mientras ella se apeaba y cogía las riendas de Isola para avanzar con más seguridad, el ave se posó en el suelo, a pocos pasos de distancia, sobre las raíces de una haya que quedaba a la derecha del camino. Alissa le dedicó una rápida mirada antes de seguir por el sendero real, la Ruta de los Suspiros, cuidándose de no resbalar, pero entonces el animal ululó con una fuerza inusitada e hizo que la psaik diera un respingo. El ave no había tenido interés en hablar hasta aquel momento, por lo que la mujer se detuvo al instante, a tiempo para ver como el búho giraba ligeramente la cabeza, sin dejar de horadarla con sus poderosos ojos de oro líquido. La joven se lo pensó un momento antes de dejar que su éter fluyera hasta el animal como una prolongación de su mente, sin embargo, cuando estaba a punto de alcanzarlo, la criatura agitó las alas y saltó para volver a posarse en el suelo, una cuerda más atrás.

      Alissa frunció el ceño. La había esquivado. Aquel animal era sensible a su poder, a su talento, y eso no era demasiado habitual. Una sorpresa tensa, cargada de desconfianza, se extendió por la parte baja de su espalda.

      Carraspeó un poco, notando el sabor del barro en las fosas nasales. Algo crujió cerca de ella, en el sotobosque, y fue entonces cuando se percató de que el búho no había escogido al azar su zona de descanso: se había posado sobre los restos de un sendero medio devorado por la maleza. Era más bien un agujero entre las zarzas abierto por un jabalí, o un tejón, aunque la psaik desconocía que clase de fauna habitaba aquella región.

      —¿Quieres que te siga? —le preguntó al animal sabiendo que no iba a recibir respuesta alguna, y su voz le resultó extraña en la quietud, un sonido que no casaba bien con la sosegada sinfonía de la floresta.

      El ave giró rápidamente la cabeza, ignorándola y centrando su atención en un trozo de rama que había caído a su izquierda con un tranquilo quejido. Cuando ella hizo el amago de proseguir su viaje, el búho gritó una vez más.

      Unos minutos después, tras dejar a Isola amarrada en un árbol, a una distancia prudente del camino, Alissa se abría paso por encima de las raíces de las hayas, que cada vez parecían más evidentes, como si trataran de abandonar el suelo y echarse a caminar. El búho avanzaba sirviéndose de cortos planeos, asegurándose de que conservaba a su seguidora cada vez que sus arrugadas patas alcanzaban la solidez.

      Alissa era consciente de que aquello no tenía mucho sentido, considerando la fama del lugar en el que se adentraba. El Bosque de los Suspiros no era un lugar precisamente bucólico si hacía caso de las leyendas. El camino real bordeaba el lado sur de aquel laberinto verde por un motivo esencial: eran muchas las historias que hablaban del Amharh Shia, de aquella tierra fértil en monstruos, maldiciones, y demonios vernáculos que se aprovechaban de viajeros incautos. De sus recuerdos, alientos y carnes.

      Mientras perseguía a aquel ojo oscuro por el bosque acudió a su mente una historia que había oído en una ocasión, cerca del Corte, en una villa llamada Coetra, en la falda del monte Faragelton. Era una parada obligatoria para los viajeros que recorrían el camino real, el sendero de Ríorrojo: un hermoso asentamiento douairo, orientado hacia el sur y gobernado por un aqzier de las florestas. No se trataba de uno de aquellos caciques del desierto, sino de un hombre bondadoso llamado Pombal Mozelos, que la había invitado a su casa para disfrutar de las fiestas en honor a Isvar. Allí había actuado una hermosa y robusta trovadora que, con la lira de Alissa, había entonado una preciosa canción compuesta de doce sonetos. Con un registro extrañamente grave, la poetisa había hablado de una mujer deforme que, repudiada por su familia, se había ido al Bosque de los Suspiros para hacer un trato con un hermoso dios arcano y conseguir la beldad que él poseía y otorgaba a voluntad. El vernáculo la hizo a su imagen y semejanza, por lo que la joven volvió a su hogar completamente transformada, mostrando una belleza hipnótica, proporcionada y atrayente. La actitud de los lugareños cambió radicalmente: se vio perseguida, acosada, forzada. No podía estar un segundo a solas, siempre tenía varios pretendientes en su puerta, hombres que ansiaban cortejarla, adueñarse

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