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EE. UU.TOMA NOTA».

      Desde hacía tiempo me interesaban mucho las noticias internacionales, sobre todo de nuestra política exterior, de manera que, cuando veía alguna al respecto, leía el artículo con detenimiento. Me daba la sensación de que estaba así mejor informado de lo que pasaba en el mundo. Creo que esa visión global me ayudaba mucho a tener una perspectiva personal con criterio de lo que hacía nuestro Gobierno. Para mí era un factor decisivo en la votación a las presidenciales; estar informado es la mejor manera de responsabilizarse con el voto que uno deposita en las urnas.

      Al leer ese artículo, supuse que algo importante se estaba cociendo en Guatemala. Si era verdad que el presidente de Guatemala había comprado armamento de origen europeo, concretamente de Checoslovaquia, eso le traería consecuencias. Parecía ser que la CIA ya se encontraba en conocimiento de la compra de armas checas, y desde la salida del embarque siguió al «Alfhen», el buque que las transportaba. El 15 de mayo de 1954 la embarcación llegó a Puerto Barrios y el armamento fue descargado y trasladado hacia vagones ferroviarios custodiados por personal militar para poder ser transportado en tren a la ciudad.

      Terminado mi desayuno, marché a la oficina. Estaba más que impaciente.A las doce menos un minuto tocaron a la puerta de mi despacho. Cuando abrí, encontré a una preciosa y elegante mujer de unos cuarenta años. En eso era experto. Con solo ver la estampa de un hombre o una mujer, incluso por primera vez, me hacía un pronóstico de la edad y casi siempre acertaba. Manías que tiene uno, o quizá deformación profesional.

      —Soy Dorothy Kilgallen.

      —Adelante. ¿Me permite? —Quise recogerle la estola que llevaba sobre los hombros.

      —No es necesario. Muy amable.

      (Pausa y cambio de hoja).

      Con un gesto educado y ofreciéndole paso, le abrí la puerta de mi despacho y acerqué una de las sillas para que se sentara. Observé que su mirada fotografiaba aquel lugar, y no tuve ninguna duda de que le gustó.

      —Usted dirá.

      —Necesito la ayuda de un buen profesional.

      —Dígame de qué se trata.

      —¿Su nombre es…?

      —William, William Stowe —le dije con cierta indiferencia. No quería estar tan pendiente de sus gestos. Quería darle a su problema la naturalidad que un detective experto sin duda daría.

      —Señor Stowe, ¿no es usted muy joven para ser detective?

      —Entiendo que le pueda llamar la atención, no es la primera vez que me ocurre. Pero no estamos aquí para hablar de la edad, ¿verdad?

      Creo que eso le impactó. Mi forma de hablarle mirándola fijamente a los ojos dio resultado.

      —Quiero que haga el seguimiento de esta persona —me dijo al tiempo que abría un sobre del que sacó fotografías y recortes de periódicos.

      Recuerdo que me quedé mirando el rostro de la mujer a la que tenía que seguir y de quien tenía que informar.

      —¿Durante cuánto tiempo? Porque, según veo, se mueve por todos los lados.

      —Al menos seis meses. ¿Puede hacerlo?

      —Sí. La cuestión…

      —Sé lo que le debo pagar. Estoy acostumbrada a tratar con detectives privados. ¿Sabe quién soy? —me interrumpió.

      —No. La verdad es que no hace mucho que me he trasladado a Nueva York. —No quise que me cogiese en un renuncio y le dije la verdad.

      —Soy columnista de La voz de Broadway y participo de forma permanente en el concurso televisivo ¿Cuál es mi línea? Sigo todos los importantes juicios de este país, además de otras cosas.

      —¿Como esto?

      —Como esto —me respondió con cierta gallardía.

      (Pausa y cambio de hoja).

      —¿Pero por qué yo?

      —Pues porque los otros dos detectives con quienes también trabajo están ya comprometidos con otros personajes. Además, me parece ideal que sea de fuera. ¿De dónde es usted?

      —De Atlanta.

      —¿De la misma ciudad?

      —Sí.

      —¿Hace mucho que vino a Nueva York? —me preguntó.

      —Cuatro años.

      —Estupendo. Prepare el contrato y hágamelo llegar a esta dirección. Cuando dé la aprobación puede comenzar su trabajo. Por supuesto, los gastos son pagados aparte, siempre que sean justificados.

      —Se lo llevaré personalmente. Muchas gracias, señora Dorothy.

      —¡Ah, se me olvidaba! Cada mes necesitaría un informe de sus movimientos: los lugares que ha visitado y las personas con quien ha estado Alice Darr, ¿entiende?

      —Por supuesto.

      La acompañé hasta la salida. Me despedí con agradecimiento, pero en ese momento me lanzó una pregunta que no venía a cuento:

      —SeñorWilliam, ¿qué edad tiene? —Me quedé asombrado. Ninguna mujer me había hecho esa pregunta.

      —Treinta —le mentí. Por entonces tenía veintiocho años.

      —Aparenta más mayor. Le hacía unos treinta y seis, o treinta y ocho años.

      —No sé si eso es bueno o malo, pero viniendo de usted, lo tomaré como un halago.

      Cuando se marchó, me quedé con las ganas de preguntarle su edad, pero eso hubiese sido un grave error. A una dama nunca se le debe hacer esa pregunta. Y en mi caso aún menos, porque me hubiera jugado medio año de trabajo.

      Esa misma mañana busqué una imprenta y encargué tarjetas, sobres y cartas con mi membrete y dirección. Tenía que hacer el contrato y no sería de recibo hacerlo sobre un papel en blanco. De manera que a los tres días recogí mi encargo y me puse a redactar un contrato sencillo pero muy claro. Para mí lo fundamental estaba en lo referente al cobro…

      (Pausa y cambio de hoja).

      Anoté que mis incentivos ascendían a 1500 dólares al mes, gastos aparte. Firmé tres ejemplares, los doblé y los metí en un sobre que no cerré, y el viernes día 21 marché a la dirección que me había anotado: el 300 Oeste de la calle 57 y el 595 de la Octava Avenida. Cuando llegué, comprobé que el edificio era propiedad del magnate de los medios de comunicación William Randolph Hearts, quien, por cierto, había muerto hacía tres años. Era un edificio de seis plantas de piedra artificial roja, precioso. Al entrar en recepción, pregunté por la señora Dorothy Kilgallen.

      —¿De parte de quién?

      —De William Stowe.

      —Espere un momento, por favor.

      Aguardé mientras contemplaba toda la decoración. Estaba realizada con mucho gusto. No entiendo mucho sobre arte, pero me parecía que su arquitectura estaba entre líneas modernas y clásicas. Me gustó.

      Una recepcionista me avisó de que en diez minutos me recibiría, así que me senté y esperé. Pasados quince minutos me llamaron.

      —Suba a la tercera planta, saliendo del elevador a la izquierda. Allí pregunte a la secretaria.

      —Muchas gracias, señorita.

      Cogí uno de los elevadores, y tal como me dijeron, cuando estuve delante de una mujer tan guapa como seca, me dijo que esperase en el salón de visitas. ¡Cinco minutos más! Hasta pensé que me estaba tomando el pelo o que quería comprobar mi carácter. Pero la espera merecía la pena; era mi primer trabajo, y de los buenos. Encendí un cigarrillo y aspiré una enorme bocanada de humo, que después fui exhalando poco a poco por la nariz, saboreando el aroma del tabaco. Entonces llegó Dorothy, como recién salida de la peluquería, con elegancia y personalidad,

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