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bien, seleccionar lo que va a ocurrir en los momentos iniciales, cuando uno tiene aún cierto control sobre lo que está pasando. Ese momento es breve y es preciso aprovecharlo. Y aquí lo mejor es intentar una variedad de estímulos y tener la capacidad de evaluación para saber cuáles llegan y cuáles no. A partir de ahí, generar los acentos es muchas veces cuestión de experiencia y de dejar que el momento los desarrolle.

      La pregunta de Ana

      El código compartido

      El humor es esencialmente un código compartido. Si no entendemos el chiste, no nos hace gracia, y siempre que no entendemos el chiste es porque no compartimos el código, no porque el chiste no sea bueno. La ciencia también es un código compartido. Nuestros espectáculos tratan de que ese código compartido sea más amplio y sea compartido por más gente, por eso es tan importante —¡y tan difícil! — evaluar el punto de partida de un público al que normalmente no conocemos de nada. El humor viene entonces en nuestra ayuda. La otra característica fundamental del humor es que es agente de resolución de conflictos, y en todo espectáculo de comunicación científica para “público general” hay conflicto. Siempre. Hay confrontación porque está el peligro de intimidar, de hacer sentir ignorante, de aburrir, de ser demasiado superficial o repetido. Venga el humor en nuestra ayuda; allá donde notemos conflicto (y eso lo podemos prever hasta cierto punto) vengan chistes suaves, amables, de esos que quitan hierro al asunto; venga la ironía que me hace soportar mejor una explicación que ya conozco, un término que no tengo ni idea qué demonios será… En fin, venga el humor que me hace formar parte de lo que ahí está sucediendo.

      El micrófono (menos mal que no estaba) abierto

      Aquella tarde en Salas de los Infantes salí con tres kilos menos y varios años más. Fueron sólo quince segundos. Cuando volví a salir al escenario a hacer mi monólogo lancé una mirada a la señora pintada. Seguía ahí, igual de pintada y en primera fila, no se movió en todo el espectáculo. Esa mujer me enseñó, sin saberlo, más que los aplausos de los otros trescientos noventa y nueve asistentes al espectáculo. Y desde luego nos regaló unas risas inesperadas en la cena que siguió, contando la anécdota de esos quince segundos de sudor frío.

      2 Cuentero, matemático, teólogo, youtuber y estrella de la televisión española. Lo descubrimos inicialmente por su monólogo “Los teoremas son para siempre”, con el que ganó el FameLab de España en 2011 y donde conoció a otros científicos monologuistas con los que conformó Big Van Ciencia. Además de todo esto, es un amoroso esposo, padre de tres hijos, escritor y profesor universitario; hoy en día nos seguimos preguntando cómo lo hace (y subrepticiamente buscamos anuncios en internet para saber si está contratando dobles o escritores fantasma). Ha ganado muchísimas carreras de atletismo y, por buenas fuentes, sabemos que en ciertos círculos lo denominan “el keniano blanco”. Y además de guapo (opinión unánime de los autores), es un fiestero inveterado.

      3 “Nuestro” significa “de Big Van”, el grupo de monologuistas científicos con quien llevo unos cuantos años haciendo espectáculos que mezclan ciencia y humor.

      4 Sobre este tema les recomiendo Los trucos del actor de Yoshi Oida (editorial Alba, 2010). Que no se quede este artículo sin referencias bibliográficas, por favor.

      5 “¡Dignidad!” es el grito de guerra de Héctor Urién, uno de los cuenteros y formadores de cuenteros de referencia, que ha concentrado sus estrategias en el precioso libro El arte de contar bien una historia (editorial Alienta, 2020).

      La commedia è finita… pero la ciencia sigue. Diálogos entre escenarios, laboratorios y aulas

      De la unión de la pólvora y el libro

      puede brotar la rosa más pura.

      Raúl González Tuñón, La luna con gatillo

      Adorable puente

      se ha formado entre los dos.

      Gustavo Cerati, Puente

      De casamenteros, tablas y laboratorios

      ¿Pero es que de verdad pueden juntarse al teatro y a la ciencia en un mismo cuarto, cerrar la puerta con candado, tirar la llave al río más cercano y regresar al cabo de unos meses para encontrar la rosa más pura? ¿Se trata de una criatura compuesta por brazos, cabeza, sexo y órganos de procedencia diversa que, gracias a la fuerza del rayo, cobra una vida bífida, bicéfala, bígama? ¿O es sólo una ilusión forzada, una pizarra llena de ecuaciones ininteligibles, un interregno soso y abstracto en el que ya no podemos reconocer a una u otra parte?

      Veamos: de un lado está la ciencia, el superpoder de conocer a la naturaleza e incidir sobre ella; del otro está el teatro, las declamaciones que simulan la vida para, quizá, comprenderla mejor; y en el medio estamos nosotros, los casamenteros, celestinos que buscamos lo mejor de ambos mundos, el denominador común que nos sacuda la existencia y nos cambie las percepciones y las miradas.

      A primera vista, sí, funciona. Al menos allí están las decenas de piezas teatrales que toman a la ciencia (o a su mano de obra esclava, los científicos) como protagonista, con mayor o menor grado de éxito —posiblemente bastante menor que el alcanzado en la literatura o en el cine. Más allá de imponer ejemplos en la Grecia clásica, en el eterno bardo del Globe o en el mefistofélico Doctor Fausto, lo cierto es que el esplendor de este matrimonio debió esperar hasta el siglo veinte. Curiosa época, si consideramos el clásico paradigma de “las dos culturas”, que terminan de separarse justamente en esa centuria. Es razonable pensar que alguien medianamente educado en el siglo dieciocho o el diecinueve estaría más o menos al tanto de las novedades científicas que ocurrían en su mundo (pensemos en un Lavoisier o un Darwin, cuyos descubrimientos sacudieron a la sociedad que los rodeaba). Sin embargo, el cambio de era trajo consigo a la física moderna, más adelante a la biología molecular y, ya entrado el siglo, la inteligencia artificial y sus profecías: todos son ejemplos que dejan a la mayoría de los mortales afuera. ¿Será que el teatro es un intento por reconciliarnos, por sentirnos parte de lo que está sucediendo en laboratorios, cuadernos y pizarrones? Es cierto: algo sucede y nos estremece cuando nos enfrentamos como espectadores a esa pequeña vida de los escenarios, que nos acerca a sus historias, a sus personajes, a sus ideas. Y quizá sea que ese teatro nos permite sentirnos parte de

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