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décimo, el hombre busca a Dios porque de él tiene necesidad, en el decimotercero Dios busca al hombre sin que este le haga falta alguna. Las criaturas, cada una y su conjunto, son diferentes de Dios pues son mudables, mientras él es eterno: esta enseñanza del libro undécimo la matiza el duodécimo afirmando que, efectivamente, lo creado no es igual a Dios, pero, si no fuese algo semejante a él, no sería ni existiría. Por otra parte en el libro décimo Agustín se considera, según la enseñanza paulina, salvado en esperanza, y en el decimotercero afirma que la ciudad de Dios, peregrina aún, está ya también salvada en esperanza. En el libro undécimo Agustín manifiesta sentir el tiempo como imagen de la actividad creadora de Dios, que es eterna, y en el duodécimo presenta el lugar de la creación frente al tiempo como medida de su proximidad a Dios.

      Por último, las imágenes paulinas del hombre interior y exterior –las cuales, presentes en el libro décimo, significan a quien, partícipe ya del Espíritu de Jesús, cede aún a estímulos todavía no cristianos– se convierten dos libros más adelante en las del cielo del cielo y de la materia informe, que se leen en el Génesis al comienzo del relato de la creación: así nos muestra Agustín su persona y la de cualquier cristiano, en trance continuo de cristianizarse. Y si el libro undécimo invita a cada ser humano a ampliar las dimensiones de su corazón mediante la continua revisión de los valores a que responde y a la incesante limpieza de las actitudes que alimenta, el decimotercero habla de la Iglesia peregrina, dispuesta a acoger en su amplio seno a todo hombre que quiera caminar apoyándose en el bordón que ella le presta.

      Otros contenidos de estos libros postreros de las Confesiones prueban también su ceñido enlace: el análisis agustiniano de la memoria en el décimo es necesario para comprender el que sobre el tiempo se lee en el undécimo; lo escrito al respecto en este ayuda a entender el pensamiento de Agustín sobre el cielo del cielo y la materia informe, expresado en el duodécimo y que, a su vez, contribuye a asimilar mejor la enseñanza del escritor, en el decimotercero, sobre la actividad de Dios en el tiempo y su descanso en la eternidad.

      7. La conversión al Dios vivo, clave

       de interpretación de las Confesiones

      El libro que, sin enmudecerlas, cierra las Confesiones explica simbólicamente lo que, según el Génesis, Dios ha llevado a cabo en seis días. Cada cuadro representa no una etapa sino un aspecto del camino ofrecido a cada ser humano para que llegue a ser imagen y semejanza de su Padre creador. En cambio, son unas palabras de Agustín las que sí indican las fases a través de las cuales la actividad creadora de Dios consigue que el hombre se desarrolle hasta que logra su meta: «Vive fluctuando en su oscuridad. Le queda convertirse a aquel por quien ha sido hecho, y vivir más y más cabe la fuente de la vida, y en su luz ver la luz y terminar de ser hecho, ser iluminado y que lo hagan feliz»[35]. Las expresiones finales –«terminar de ser hecho, ser iluminado y que lo hagan feliz»– se refieren evidentemente a la culminación que acontecerá tras la muerte. Las afirmaciones que las preceden –«Vive fluctuando en su oscuridad. Le queda convertirse a aquel por quien ha sido hecho, y vivir más y más cabe la fuente de la vida, y en su luz ver la luz»– indican las etapas del progreso del individuo durante su peregrinación terrena: desde la tiniebla a la luz, previa la conversión, que da acceso al manantial de la vida.

      Presupuesto para un final feliz

      Puesto que todo ser viene de Dios, el hombre nunca puede alejarse tanto de él que deje de llevar en sí, de cierta manera, la imagen del creador, aunque deformada. De hecho, Agustín reconoce en I, 31 que, pese a sus pecados numerosos, continúa siendo huella de la unidad por entero secreta, a la que debe el ser, pues sigue amando la salud y el bienestar, la verdad y la amistad. Según XIII, 32 la semejanza del hombre con Dios indica la adultez espiritual del primero, el cual ya no está remitido a modelos externos, sino que ha aprendido a encontrar la verdad en su interior y a escucharla.

      Porque el mal carece de entidad en sí mismo y existe sólo en relación al bien del que está privado, por eso, cuando uno vuelve las espaldas a Dios, pone su corazón no en algo malo en sí sino en un bien inferior al creador, y de tanto peor calidad cuanto menos participa en la vida y proyectos de quien es el Ser por antonomasia y fontal. En consecuencia, al reencuentro con él conducen dos carriles paralelos e imprescindibles: el alejamiento –no necesariamente físico, local; sí ponderativo y sapiencial– respecto a todo lo que, aun siendo hechura y objeto del amor de Dios, no es Dios, y la orientación del corazón hacia quien es origen y meta de todo lo que él ha creado. Este es el viaje venturoso descrito en el relato de lo acontecido a Agustín y Mónica en Ostia, según IX, 23-26. Así pues, cuando el hombre conoce y busca un bien superior, ha dado el primer paso hacia su nuevo abrazo con Dios: «convertirse a aquel por quien ha sido hecho». Paso simbolizado, según Agustín, en el relato bíblico de la creación mediante la separación de mar y tierra y mediante la aparición de la tierra sedienta. Reencuentro representado en la literatura religiosa universal bajo la imagen del ascenso, con la que el lector de estas páginas se ha familiarizado al informarse sobre el contenido del libro décimo de las Confesiones.

      Mapa del viaje

      El hombre «vive fluctuando en su oscuridad. Le queda convertirse a aquel por quien ha sido hecho, y vivir más y más cabe la fuente de la vida, y en su luz ver la luz y terminar de ser hecho, ser iluminado y que lo hagan feliz». En cinco momentos del himno al Creador y a la bondad de lo creado, que resuena al principio del libro del Génesis y cuyo comentario recogen las Confesiones, ve su autor las etapas de la regeneración que el Dios Salvador regala al hombre, expresadas pocas líneas arriba. Así en XIII, 9 el abismo tenebroso, para cuya iluminación Dios crea la luz el día primero, simboliza la oscuridad de la condición humana, despistada por bienes inferiores, distraída de quien por amarla es su bien. En XIII, 19-21 la tierra seca creada el día tercero simboliza, por su estéril sequedad, la necesidad de conversión; por su consiguiente sed, el deseo que en el corazón humano surge de volverse «a aquel por quien ha sido hecho». Tanto la tierra que en XIII, 24 da frutos el día tercero, cuanto los animales creados el día quinto son imagen de quien vive «más y más cabe la fuente de la vida» y, naturalmente, por eso es fértil. Los dos faroles grandes –el sol y la luna–, encendidos el día cuarto, simbolizan en XIII, 22 al hombre que, por ser compasivo y generoso, obra como Dios y así se acredita como imagen suya. De él se puede afirmar sin mentir que en la luz de Dios ve la luz y, por eso, la refleja y con ella ilumina a cuantos con él tratan. En verdad es un iluminado: alguien a quien la experiencia religiosa, lejos de entontecer, alienar o ensoberbecer, transforma en fanal de luz, vida, regocijo y esperanza.

      La etapa final de este camino es en XIII, 50-52 el sábado: en quien, realizando las obras que el Creador le ha dado llevar a cabo, ha llegado hasta este, Dios descansa, tras haberlas efectuado mediante esa persona antes entenebrecida, luego convertida, fecunda, iluminada y ahora definitivamente feliz. Así se cumple lo escrito por Agustín y se cierra el círculo abierto por él al comienzo de sus Confesiones: «Nos has hecho para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti». Con una variante, empero: el hombre reposa en Dios, porque este descansa en él. Se trata no de premios ni de contratos cumplidos, sino de vidas compartidas en el esfuerzo, el logro y el descanso.

      El abismo tenebroso

      Para significar la distancia entre Dios y el hombre, insalvable si el primero no se acerca al otro, utiliza Agustín las imágenes del abismo y de las profundidades marinas. Del «mar inmenso y tenebroso» habla I, 25; de un «abismo absolutamente descomunal», en I, 28; del «abismo del fondo», cárcel de su corazón, en II, 9. En III, 20 y IV, 20 se ve respectivamente –y así se autorretrata– «en el barro del abismo y en las tinieblas de la falsedad, en marcha hacia el abismo». «Andaba yo entre tinieblas... y había llegado al abismo del mar», confiesa en 6, 1. De ahí lo sacará el Salvador tendiéndole la mano de los neoplatónicos y, sobre todo, de Pablo. Sobre esta etapa primera, e históricamente necesaria, del reencuentro entre Dios y el hombre, conviene tener en cuenta al leer las Confesiones, que los libros segundo, sexto y décimo están intensa e íntimamente vinculados por tratarse en ellos de temática común: el pecado, la sensualidad –símbolo de los cuales es el abismo tenebroso– y la cuestión de la felicidad del hombre, sin respuesta hasta el final del libro decimotercero, según se ha visto en el párrafo

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