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sido antípodas de los inculcados por sus pastores y libros sagrados; madre fecunda, hasta el punto de que justo a él, tan muerto, lo ha engendrado como hijo suyo y así hijo de Dios.

      Debido precisamente a su pasado y a la conciencia duradera de sus errores y debilidades –lúcida compañera suya hasta la muerte, sin angustiarlo, empero–, toda la actitud eclesial de Agustín estaba, por adelantado, instintivamente armada contra la aspiración donatista de una Iglesia cuyos miembros fuesen todos sin mancilla. Antes de haber existido donatista alguno, él hubiera sido y, de hecho, era antidonatista. A título personal, en efecto, y en nombre de todos los pecadores y necesitados de una oportunidad nueva en la vida, ha reclamado la necesidad y, por tanto, quizá el derecho a un hogar en que ser acogido, amado y rehecho.

      Pelagianismo

      Del nombre de Pelagio[14] se deriva el de la corriente teológica patrocinada por él y sus seguidores, especialmente Celestio[15] y Juliano[16]. Todos ellos se negaban a atribuir a la gratuita esplendidez divina –al amor de Dios hacia los hombres, siempre desmesurado y anterior a todo mérito de ellos– cualquier movimiento de la voluntad humana hacia él. El pelagianismo, simultáneamente doctrina y actitud, alimentadas ambas con obstinada reciprocidad de ida y vuelta ininterrumpida, amargó la vejez de Agustín. Y ¿cómo podría haber sucedido otramente, siendo así que tanto su comprensión de la doctrina bíblica y eclesial al respecto, cuanto su experiencia propia y ajena, le habían suministrado abundantísimos y muy convincentes documentos en sentido contrario? Durante los dieciocho años últimos de su vida, desde el 412 hasta el 430, el obispo de Hipona, cada vez más consciente de la insuficiencia humana para llegar hasta el Señor del Amor, como no abra él personalmente las puertas de su misericordiosa benevolencia, se empleó a fondo contra el pelagianismo. Enseñanza, de fundamentos teóricos sólidos al parecer, arropados y avalados por prácticas ascéticas loables y por conductas virtuosas. Postura, de más cabezas que la Medusa de siete y cuya vitalidad en ambientes piadosos continúa fabricando víctimas de la intransigencia moral.

      El lector de las Confesiones, sobre todo si es cristiano, se sorprenderá gozosamente al escuchar el sonoro mentís que su autor da a esa herejía, al menos una docena de años antes de enfrentársele con la totalidad de sus recursos teológicos y dialécticos. Todo paso que el pecador Agustín –como él y con él, cualquier hombre– da hacia Dios se debe a la iniciativa y empresa –curativa, iluminante, robustecedora–, que el Padre de Jesús ha puesto en marcha en favor de la humanidad toda, a la que recupera gracias a la mediación de su Hijo y a la recreación operada en la comunidad eclesial por el Espíritu Santo.

      5. Las Confesiones dentro de los escritos

       de san Agustín

      En el enorme y luminoso conjunto literario de este maestro de la Iglesia, por la que él se ha dejado adoctrinar hasta su muerte, las Confesiones ocupan un lugar único: como ninguna otra de las suyas, esta obra deja al descubierto el corazón de su autor, ese que, atravesado por una flecha, muchos cuadros dejan ver en la mano del santo escritor. Ahora bien, las Confesiones en modo alguno son un bloque errático en medio del piélago de sus escritos innumerables, que contienen más de cinco millones de palabras: todos llevan dentro, en mayor o menor medida, la palpitación característica de aquellas; repiten idéntica alabanza estrepitosa al amor de Dios hacia la humanidad, inefable por gratuito y previo a todo mérito humano. Eso explica que el Medievo las entendiera enteramente como parte de un todo mayor y más importante, y que, sólo cuando se desvaneció el sentido de esa totalidad, pretendido por Agustín, cayeran poco a poco en el olvido las obras principales, y que los libros de las Confesiones, quedando en solitario, sacados de su contexto, pudieran ser erigidos en enseña del moderno subjetivismo religioso.

      Muerto en el 395 el obispo Valerio, que lo había ordenado presbítero, hacía poco que Agustín había asumido el ministerio episcopal en Hipona. Está muy solicitado, consumido por asuntos. Apremiado, busca cualquier gota de tiempo para realizar su trabajo teológico, arde por considerar la ley del Señor[17]. Trabaja en muchos escritos simultáneamente, maduran ya en su espíritu los planes definitivos mayores. Los esboza. En su producción ejercita una mano; emplea la otra en responder a quienes le piden solución a problemas administrativos y doctrinales, y en reconducir hacia la Iglesia a quienes se obstinan en negar validez y racionalidad a la fe por ella predicada desde hace, entonces, cuatro siglos. Hasta su muerte nunca trabajará sino en medio de este zumbido adverso, y las moscas medrarán tanto, que una considerable parte de la obra llevará la forma de la apologética contra las herejías.

      Las Confesiones están ciertamente sembradas ya de sustancia teológica tan abundante y variada, que se reconoce en ellas la urgencia que su autor siente por desarrollar en las obras mayores, que ya le rondan por la cabeza, los temas aquí reconocibles en embrión. Sólo pueden valorarse adecuadamente las Confesiones, cuando se ve esparcida en ellas la semilla que poco después germinará gracias a los escritos principales, frecuentemente dictados y modificados durante decenios. Son estos, si prescindimos de obras menores y de los sermones, sobre todo: los libros Sobre la Trinidad, Sobre la ciudad de Dios, los estudios Sobre el Génesis, las Explicaciones de los salmos y los Tratados sobre Juan, sea su evangelio, sea la primera de las cartas que llevan su nombre.

      La Trinidad

      Mientras ultima las Confesiones, Agustín tiene ya comenzada su obra dogmática mayor, Sobre la Trinidad, escrita entre el 399 y el 419. Quien antes de llegar aquí ha leído lo escrito arriba acerca de la forma de las Confesiones conoce ya su estructura ternaria y al interlocutor trinitario de ellas. Dirigidas al Dios Trino y Uno, que precisamente en cuanto tal crea el mundo[18], hablan al hombre y a él, que, por ser imagen de ese Dios, lleva en sí el sello de quien es su arquetipo, plural y uno a la vez[19]. Ahora bien, recibida del Dios indiviso y tripersonal cuya hechura es, esta condición trinitaria del ser humano –existente, conocedor y amante: múltiple, pues, en posibilidades y funciones; sujeto único, empero– fascinó a Agustín de forma que en los libros Sobre la Trinidad hizo extensas variaciones sobre ella. Puede afirmarse que el descubrimiento de la estructura del ser humano –no monolítica sino dialogal, no maciza sino porosa; por eso, no autosuficiente y sí abierta al amor– fue el fruto dulce de su amarga historia anterior, revivida en sus Confesiones.

      La ciudad de Dios

      Parece que la experiencia de haber sido creado como pueblo por Yavé, cuando este lo sacó de Egipto, condujo a Israel hasta el descubrimiento del Dios creador. No es improbable que asimismo la lucha entre sus dos voluntades[20], sentida violentamente, analizada con agudeza y descrita con maestría por Agustín en las Confesiones, haya sido el punto de partida de la interpretación que de la historia universal ha hecho él como historia de salvación, y que ha expuesto en su segunda obra importante, Sobre la ciudad de Dios, escrita entre el 413 y el 426. Desde el inicio del mundo hasta que el Dios santo separe el bien y el mal realizados en él y con sus materiales por los hombres, la historia entera es la lucha de dos ciudades, Jerusalén y Babilonia, cuya oposición incancelable atraviesa todo: reino de la gracia y reino del pecado, eternidad divina y temporalidad humana, Iglesia y sociedad civil.

      Los libros Sobre la ciudad de Dios no comenzarán a aparecer sino unos quince años después de las Confesiones, pero su germen ya anida en el corazón y la mente del autor[21]. En efecto, de Babilonia, como símbolo de su alejamiento de Dios y oposición a él, escribe Agustín en II, 8; de la ciudad de Dios, sin nombrarla, en XI, 3; XII, 12.20; XIII, 9.14; y de esta, con el nombre de Jerusalén, en IX, 37; X, 56; XII, 23 y XIII, 10. Por otra parte, nunca ha de olvidarse que la Iglesia ha acompañado el desarrollo todo de Agustín –desde que él aplazó el bautismo[22] hasta su recepción[23]–, ni que, como imagen auténtica de ella, en este camino siempre le ha estado cercana Mónica, ni que él ha hecho desembocar en un libro sobre la Iglesia, meta de la creación recreada, el último de los trece de la obra que aquí interesa más. Por eso, puede afirmarse que, cuando la escribe, ya obispo, entiende su existencia entera como eclesial. Es decir, reconoce a la Iglesia como matriz de su condición cristiana y pastoral; en consecuencia, agradecido le administra lealmente la palabra y el sacramento y le brinda sus saberes y su conducta ejemplar; con ella, finalmente, y como hijo suyo espera ver culminada su vida en la Jerusalén celeste. Esta presencia de la Iglesia en la existencia de Agustín autoriza a escribir

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