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por robarlas, y prueba de ello es que apenas cogidas, las arrojé; mi banquete consistió meramente en mi fechoría, pues me gozaba en la maldad. Porque si algo de aquellas peras entró en mi boca, su condimento no fue otro que el sabor del delito.

      Ahora me pregunto, Dios mío, por qué motivo pude deleitarme en aquel hurto. Las peras en sí no eran muy atractivas. No había en ellas el brillo de la equidad y de la prudencia; pero ni siquiera algo que pudiera ser pasto de la memoria, de los sentidos, de la vida vegetativa. No eran hermosas como lo son las estrellas en el esplendor de sus giros; ni como lo son la tierra y el mar, llenos como están de seres vivientes que vienen a reemplazar a los que van feneciendo; y ni siquiera tenían la hermosura aparente y oscura con que nos engañan los vicios.

      [13] La soberbia remeda a la excelencia, siendo así que sólo tú eres excelso; y la ambición busca los honores y la gloria, cuando sólo tú eres glorioso y merecedor de eternas alabanzas. Los poderosos de la tierra gustan de hacerse temer por el rigor; pero, ¿quién sino tú, Dios único, merece ser temido? ¿Quién, qué, cuándo y dónde pudo jamás substraerse a tu potestad? Los amantes se complacen en las delicias de la lascivia; pero, ¿qué hay más deleitable que tu amor?, ¿qué puede ser más amado que tu salvífica verdad, incomparable en su hermosura y esplendor? La curiosidad gusta interesarse por la ciencia, cuando tú eres el único que todo lo sabe. La ignorancia misma y la estupidez se cubren con el manto de la simplicidad y de la inocencia porque nada hay más simple ni más inocente que tú, cuyas obras son siempre enemigas del mal. La pereza pretende apetecer la quietud; pero, ¿qué quietud cierta se puede encontrar fuera de ti? La lujuria quiere pasar por abundancia y saciedad; pero eres tú la indeficiente abundancia de suavidades incorruptibles. La prodigalidad pretende hacerse pasar por desprendimiento; pero tú eres el generoso dador de todos los bienes. La avaricia ambiciona poseer muchas cosas, pero tú lo tienes todo. La envidia pleitea por la superioridad; pero, ¿qué hay que sea superior a ti? La ira busca vengarse; pero, ¿qué venganza puede ser tan justa como las tuyas? El temor es enemigo de lo nuevo y lo repentino que sobreviene con peligro de perder las cosas que se aman y se quieren conservar; pero, ¿qué cosa hay más insólita y repentina que tú; o quién podrá nunca separar de ti lo que tú amas? ¿Y dónde hay fuera de ti seguridad verdadera? La tristeza se consume en el dolor por las cosas perdidas en que se gozaba la codicia y no quería que le fueran quitadas; pero a ti nada se te puede quitar.

      [14] Entonces, fornica el alma cuando se aparta de ti y busca allá afuera lo que no puede encontrar con pureza y sin mezcla sino cuando vuelve a ti. Y burdamente remedan tu soberanía los que de ti se apartan y se rebelan contra ti; pero aun en eso proclaman que tú eres el creador de la naturaleza toda, y que no hay realmente manera de cortar los lazos que nos ligan a ti.

      ¿Qué fue pues lo que yo amé en aquel hurto en que de manera viciosa y perversa quise imitar a mi Señor? ¿Soñé que con el uso de una falaz libertad me colocaba imaginariamente por encima de una ley que en la realidad me domina, haciendo impunemente, en un remedo ridículo de tu omnipotencia lo que no me era permitido?

      Aquí tienes pues a ese siervo que huyó de su Señor en pos de una sombra. ¡Cuánta podredumbre, qué monstruosidad de vida, y qué profundidades de muerte! ¿Cómo pudo complacerse su albedrío en lo que no le era lícito por el solo motivo de que no lo era?

      Capítulo 7

      [15] ¿Cómo pagar a mi Señor el que mi memoria recuerde todo esto sin que mi alma sienta temor? Te pagaré con paga de amor y de agradecimiento. Confesaré tu Nombre, pues tantas obras malas y abominables me has perdonado. Fue obra de tu gracia y de tu misericordia el que hayas derretido como hielo la masa de mis pecados; y a tu gracia también soy deudor de no haber cometido muchos otros; pues ¿de qué obra mala no habría sido capaz uno que pecaba por gusto?

      Pero todo me lo has perdonado: lo malo que hice con voluntad, y lo malo que pude hacer, y por tu providencia no hice. ¿Quién podría, conociendo su innata debilidad, atribuir su castidad y su inocencia a sus propias fuerzas? Ese te amaría menos, como si le fuera menos necesaria esa misericordia tuya con que condenas los pecados de quienes se convierten a ti.

      Ahora: si hay alguno que llamado por ti escuchó tu voz y pudo evitar los delitos que ahora recuerdo y confieso y que él puede leer aquí, no se burle de mí, que estando enfermo fui curado por el mismo médico a quien él le debe el no haberse enfermado; o por mejor decir, haberse enfermado menos que yo. Ese debe amarte tanto como yo, o más todavía; viendo que quien me libró a mí de tamañas dolencias de pecado es el mismo que lo ha librado a él de padecerlas.

      Capítulo 8

      [16] Y ¿qué fruto saqué yo, miserable, de aquellas acciones que ahora, cuando las recuerdo, me hacen enrojecer, especialmente de aquel hurto en el que amé el hurto mismo y no otra cosa, siendo así que él era nada y yo más que el mismo hurto, miserable? Y, no obstante, yo solo no lo hubiera hecho. Tal recuerdo que era entonces la disposición de mi ánimo. Amé, pues, en aquella ocasión la compañía de aquellos con los cuales hurté. No amé, pues, entonces nada, sino el hurto mismo. Nada dije, y dije bien, pues el hurto no es nada.

      ¿Y qué es el hurto en realidad? ¿Quién habrá que me lo enseñe sino Aquel que ilumina mi corazón y disipa sus sombras? ¿Qué es, pues, lo que me induce a estas averiguaciones, a estas discusiones, a estas consideraciones? Si en aquel lance amara yo las peras que robé y deseara gozarlas, pudiera también yo solo (si ello bastara) cometer aquella iniquidad por la cual llegara a aquel placer mío sin que aquella fricción con el ánimo de mis cómplices irritara el prurito de mi codicia. Pero como en aquellas peras yo no hallaba deleite, el deleite residía en la maldad misma, acrecentada por la complicidad de los que conmigo pecaban.

      Capítulo 9

      [17] ¿Qué clase de afecto era pues aquel? Ciertamente era pésimo, y yo muy miserable porque lo tenía. ¿Pero qué era? Pues por algo dice la Escritura: ¿Quién entenderá los pecados? (Sal 18,13). Risa nos daba; como un cosquilleo del corazón, de que así pudiéramos engañar a quienes no nos juzgaban capaces de cosas semejantes, ni querían que las hiciéramos.

      Pero, ¿por qué razón me gustaba hacer esas fechorías junto con otros? ¿Acaso porque no es fácil reír cuando no se tienen compañeros? Y sin embargo, en ciertas ocasiones la risa vence al hombre más solitario: cuando algo se le presenta, al sentido o a la imaginación como muy ridículo. Lo cierto es que tales cosas no las habría yo hecho de estar completamente solo. Este es, Señor, el vivo recuerdo de mi memoria en tu presencia: de haber andado solo no habría cometido tal hurto, ya que no me interesaba la cosa robada sino el hurto mismo, y no habría de cierto hallado gusto en ello sin una compañía.

      ¡Oh enemiga amistad, seducción incomprensible de la mente! ¡Avidez de dañar por burla y por juego, cuando no hay en ello ganancia alguna ni deseo de venganza de satisfacer! Es, simplemente, el momento en que se dice: «Vamos a hacerlo»; y si alguna vergüenza se tiene es la de no hacer algo vergonzoso.

      Capítulo 10

      [18] ¿Quién podrá desatar este nudo tan tortuoso e intrincado? Feo es, y no quiero verlo, ni siquiera poner en él los ojos. Pero te quiero a ti, que eres justicia e inocencia, hermosa y decorosa luz, saciedad insaciable para los hombres honestos. En ti hay descanso y vida imperturbable. El que entra en ti entra en el gozo de su Señor (Mt 25,21), nada temerá, y se hallará muy bien en el Sumo Bien. Me derramé y vagué lejos de ti, mi Dios, muy alejado de tu estabilidad, en mi adolescencia. Me convertí para mí mismo en un desierto inculto y lleno de miseria.

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