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Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona
Читать онлайн.Название Las Confesiones
Год выпуска 0
isbn 9788428563536
Автор произведения Agustín santo obispo de Hipona
Жанр Философия
Серия Biblioteca de clásicos cristianos
Издательство Bookwire
La lengua yo no la conocía, y sin embargo se me amenazaba con penas y rigores como si la conociera bien. Tampoco conocía yo en mi infancia la lengua latina; pero con la sola atención la fui conociendo, sin miedo ni fatiga, y hasta con halagos de parte de mis nodrizas, y con afectuosas burlas y juegos alegres que inspiraban mi ignorancia. La aprendí pues sin presiones, movido solamente por la urgencia que yo mismo sentía de hacerme comprender. Iba poco a poco aprendiendo las palabras, no de quien me las enseñara, sino de quienes hablaban delante de mí; y yo por mi parte ardía por hacerles conocer mis pensamientos.
Por donde se ve que para aprender tiene mayor eficacia la natural curiosidad que no una temerosa coacción. Pero tú, Señor, tienes establecida una ley: la de que semejantes coacciones pongan un freno beneficioso al libre flujo de la espontaneidad. Desde la férula de los maestros hasta las pruebas terribles del martirio, es tu ley que todo se vea mezclado de saludables amarguras, con las que nos llamas hacia ti en expiación de las pestilentes alegrías que de ti nos alejan.
Capítulo 15
[24] Escucha, Señor, mi súplica para que mi alma no se quiebre bajo tu disciplina, ni desmaye en confesar las misericordias con las que me sacaste de mis pésimos caminos. Seas tú siempre para mí una dulzura más fuerte que todas las mundanas seducciones que antes me arrastraban. Haz que te ame con hondura y estreche tu mano con todas las fuerzas de mi corazón, y así me vea libre hasta el fin de todas las tentaciones. Sírvate pues, Dios y Señor mío, cuanto de útil aprendí siendo niño; y sírvate cuanto hablo, escribo, leo o pongo en números. Porque cuando aprendía yo vanidades, tú me dabas disciplina y me perdonabas el pecaminoso placer que en ellas tenía. Es cierto que en ellas aprendí muchas cosas que me han sido de utilidad; pero eran cosas que también pueden aprenderse sin vanidad alguna. Este camino es el mejor, y ojalá todos los niños caminaran por esta senda segura.
Capítulo 16
[25] ¡Maldito seas, oh río de las costumbres humanas, pues nadie te puede resistir! ¿Cuándo te secarás? ¿Hasta cuándo seguirás arrastrando a los pobres hijos de Eva hacia mares inmensos y tormentosos en los que apenas pueden navegar los que se suben a un leño? ¿No he leído yo acaso en ti que Júpiter truena en el cielo pero es adúltero sobre la tierra? Ambas cosas son incompatibles, pero él las hizo; y con la alcahuetería de truenos falsos dio autoridad a quienes lo imitaran en un adulterio verdadero. ¿Y cuál de aquellos maestros más insignes soportaría sin impaciencia que un hombre de su misma condición dijese que Homero en sus ficciones transfería a los dioses los vicios humanos en vez de traspasar a los hombres cualidades divinas? Aunque mayor verdad habría en decir que él en sus ficciones atribuía cualidades divinas a hombres viciosos; con lo cual los vicios quedaban cohonestados, y quien los tuviera podía pensar que imitaba no a hombres depravados sino a celestes deidades.
[26] Y sin embargo, ¡oh río infernal!, en tus ondas se revuelven los hijos de los hombres en pos de la ganancia; y en mucho se tiene el que las leyendas homéricas se representen en el Foro, bajo el amparo de leyes que les conceden crecidos estipendios. Y haces, oh río, sonar tus piedras, diciendo: «Aquí se aprende el arte de la palabra, aquí se adquiere la elocuencia tan necesaria para explicar las cosas y persuadir los ánimos».
En efecto: no conoceríamos palabras tales como lluvia de oro, regazo, engaño y templos del cielo si no fuera porque Terencio las usa cuando nos presenta a un joven disoluto que quiere cometer un estupro siguiendo el ejemplo de Júpiter. Porque vio en una pared una pintura sobre el tema de cómo cierta vez Júpiter embarazó a la doncella Dánae penetrando en su seno bajo la forma de una lluvia de oro.
Y ved cómo se excita la concupiscencia de ese joven con semejante ejemplo, que le viene de un dios: «¡Y qué dios!», dice. «Pues nada menos que aquel que hace retumbar con sus truenos la bóveda del cielo». Y se dice: «¿No voy yo, simple hombre, a hacer lo que veo en un dios?». «¡Claro que sí! Y ya lo he hecho con toda mi voluntad».
Y no es que con estas selectas palabras se expresen mejor semejantes torpezas; sino más bien, que bajo el amparo de esas palabras las torpezas se cometen con más desahogo. No tengo objeciones contra las palabras mismas, que son como vasos escogidos y preciosos; pero sí las tengo contra el vino de error que en ellos nos daban a beber maestros ebrios, que todavía nos amenazaban si nos negábamos a beber. Y no teníamos un juez a quien apelar.
Y sin embargo, Dios y Señor mío, en quien reposa ya segura mi memoria, yo aprendía tales vanidades con gusto; y, mísero de mí, encontraba en ellas placer. Por eso decían de mí que era un niño que prometía mucho para el futuro.
Capítulo 17
[27] Permíteme, Señor decir algo sobre mi ingenio, dádiva tuya y de los devaneos en que lo desperdiciaba. Me proponían algo que inquietaba mucho mi alma. Querían que por amor a la alabanza y miedo a ser enfrentado y golpeado repitiera las palabras de Juno, iracunda y dolida por no poder alejar de Italia al rey de los teucros (Virgilio, Eneida 1,38). Pues nunca había oído yo que Juno hubiese dicho tales cosas. Pero nos forzaban a seguir como vagabundos los vestigios de aquellas ficciones poéticas y a decir en prosa suelta lo que los poetas decían en verso. Y el que lo hacía mejor entre nosotros y era más alabado era el que según la dignidad del personaje que fingía con mayor vehemencia y propiedad de lenguaje expresaba el dolor o la cólera de su personaje.
Pero, ¿de qué me servía todo aquello, Dios mío y vida mía? ¿Y por qué era yo, cuando recitaba, más alabado que otros coetáneos míos y compañeros de estudios? ¿No era todo ello viento y humo? ¿No había por ventura otros temas en que se pudieran ejercitar mi lengua y mi ingenio? Los había. Tus alabanzas, Señor, tus alabanzas como están en la Santa Escritura, habrían sostenido el gajo débil de mi corazón; y no habría yo quedado como presa innoble de los pájaros de rapiña en medio de aquellas vanidades.
Capítulo 18
[28] No es pues maravilla si llevado por tanta vanidad me descarriaba yo lejos de ti, mi Dios. Para mi norma y gobierno se me proponían hombres que eran reprendidos por decir con algún barbarismo o solecismo algún hecho suyo no malo, pero eran alabados y glorificados cuando ponían en palabras adecuadas y con buena ornamentación sus peores concupiscencias.
Y tú, Señor, ¡ves todo esto y te callas! ¡Tú, que eres veraz, generoso y muy misericordioso! (Sal 102,8). Pero no vas a seguir por siempre callado. Ahora mismo has sacado del terrible abismo a un alma que te busca y tiene sed de deleitarse en ti; un alma que te dice: He buscado, Señor, tu rostro, y lo habré siempre de buscar (Sal 26,8). Porque yo anduve lejos de tu rostro, llevado por una tenebrosa pasión. Porque nadie se aleja de ti o retorna a ti con pasos corporales por los caminos del mundo. ¿Acaso aquel hijo menor tuyo que huyó de ti, para disipar en una región lejana cuanto le habías dado, tuvo en el momento de partir necesidad de caballos, carros o naves? ¿Necesitó acaso alas para volar, o presurosas rodillas? Tú fuiste para él un dulce padre cuando le diste lo que te pidió para poder marcharse; pero mucho más dulce todavía cuando a su regreso lo recibiste pobre y derrumbado. El que vive en un afecto deshonesto vive en las tinieblas lejos de tu rostro.
[29] Mira pues, Señor, con paciencia lo que tienes ante los ojos. ¡Con cuánto cuidado observan los hijos de los hombres las reglas que sobre el sonido de letras y sílabas recibieron de sus maestros, al paso que descuidan las leyes que tú les pones para su eterna salvación! Así sucede que quien es conocedor de las leyes de la gramática no soportará que alguien diga «ombre» por «hombre», suprimiendo la aspiración de la primera sílaba; pero en cambio tendrá por cosa ligera, de nada, si siendo hombre él mismo, odia a los demás hombres contra tu mandamiento.
Como si le fuera posible a alguien causarle a otro un daño mayor que el que se causa a sí mismo con el odio que le tiene; como si pudiera causarle a otro una devastación mayor que la que a sí mismo se causa siendo su enemigo. Y por cierto no hay cultura literaria que nos sea más íntima que la conciencia misma, en la cual llevamos escrito que no se debe hacer a otro lo que nosotros mismos