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Blumfeld era un antiguo empleado, el señor Ottomar nunca rechazaba de manera directa sus propuestas. Sin embargo, apenas escuchaba sus peticiones, hablaba con otras personas, hacía concesiones a medias y al cabo de algunos días lo olvidaba todo. En verdad, aquello era ofensivo, no precisamente para Blumfeld, que no es caprichoso y puede prescindir del honor y la gratitud por muy hermosos que sean. Pase lo que pase, aguantará en su puesto mientras sea posible. De todas maneras, tiene razón y, aunque a veces tarde en ocurrir, su solicitud, deberá ser reconocida. Así, finalmente, le dieron a dos escribientes, pero, ¡qué par escribientes! Tal parecía que Ottomar hubiera querido mostrar claramente su desprecio hacia la sección, dándole a los escribientes en vez de negarlos. Quizá había alentado las esperanzas de Blumfeld durante tanto tiempo porque tuvo que buscar a dos escribientes de esas características y, como era natural, debió aguardar mucho para encontrarlos. Ya Blumfeld no podía quejarse pues era obvio lo que responderían, había solicitado un escribiente y le daban dos. Ottomar había preparado todo con suma habilidad. No obstante, Blumfeld se quejó, no porque esperase alguna ayuda, sino porque le obligaban las dificultades que pasaba. No fue una queja abierta, sino de pasada, durante un momento favorable, y, no obstante, en breve, se difundió, entre los maledicientes colegas, el rumor de que alguien le había preguntado a Ottomar si era posible que, después de haber recibido tan extraordinaria ayuda, Blumfeld continuara quejándose. Ottomar habría dicho que sí. Era cierto, Blumfeld continuaba quejándose, pero con razón. Finalmente, él lo había comprendido, y su intención era darle a Blumfeld, poco a poco, un escribiente por cada costurera, es decir, unos sesenta en total, y si fueran pocos le daría más y más, sin parar, hasta llenar el manicomio que, desde hacía años, venía creándose en la sección de Blumfeld. Tales opiniones eran propias de Ottomar, cuya manera de hablar había sido, sin duda, bien imitada, pero Blumfeld no creía que Ottomar se hubiera expresado así de él. Todo era una invención de los holgazanes de las oficinas del primer piso. Blumfeld no se molestó, y ojalá hubiese podido no molestarse con la presencia de los escribientes. Estaban allí y era imposible deshacerse de aquellos muchachos pálidos, débiles. Por sus documentos debían haber rebasado ya la edad escolar, pero, en realidad, no lo parecían. Incluso no se podía pensar en confiárselos a un maestro, pues era muy visible su dependencia de los cuidados de una madre. No sabían moverse correctamente y, sobre todo al principio, se fatigaban por estar en pie mucho tiempo. En cuanto se dejaba de vigilarles, se doblaban de debilidad y se mantenían parados en un rincón, torcidos y agobiados. Era imposible pedirles nada. Blumfeld quiso hacerles comprender que si cedían así, constantemente, a la comodidad, toda la vida serían unos inválidos. Cuando, uno de ellos debió llevar algo cerca de allí, corrió agitadamente, chocó contra el pupitre y se hirió en la rodilla. En el cuarto estaban muchas costureras y sobre el pupitre se amontonaban las mercancías, el escribiente lloraba y Blumfeld, dejándolo todo, lo condujo a la oficina para vendarlo. A veces, aquel celo de ambos era sólo superficial. Como verdaderos niños, querían destacarse, pero, por lo general, querían engañar al superior. Cierta vez, en el periodo de mayor trabajo, el sudoroso Blumfeld los descubrió, al pasar junto a ellos, escondidos entre los fardos de mercadería, intercambiando sellos de correo. Su primera reacción fue querer golpearles en la cabeza con los puños, único castigo posible ante semejante conducta, pero eran niños y él no podía matarles a golpes. Y así seguía sufriendo por ellos. Al principio, en momentos en que la distribución de la mercadería, exigía mucho esfuerzo y vigilancia, creyó que los escribientes les prestarían ayuda inmediata. Pensó que, parado en medio de la habitación, detrás del escritorio, lo supervisaría todo con la mirada y atendería las entradas, pero su control, aunque riguroso, no bastaría ante tanto ajetreo, y se vería completado por la actividad de los escribientes, que cumpliendo sus órdenes, irían de aquí para allí, distribuyéndolo todo. Entonces ellos, al ir adquiriendo mayor experiencia, no estarían sujetos a sus órdenes en cada detalle y, al fin, aprenderían por sí mismos a diferenciar a las costureras por sus necesidades de material. Esas esperanzas no se realizaron, y en poco tiempo Blumfeld comprobó que no podía permitirles hablar con las costureras. Al principio, mostraban aversión o miedo a algunas costureras a las cuales ni siquiera se acercaban, mientras que, con frecuencia, iban hasta la puerta para salirles al encuentro a otras, a las cuales les tenían cariño. A esas les llevaban cuanto deseaban y aun cuando estuvieran autorizadas a recibirlo, se lo ponían en la mano con una especie de gesto confidencial. Para esas favoritas guardaban, en un estante vacío, múltiples recortes, sobras sin valor y chucherías todavía utilizables. Felices, las saludaban desde lejos, a espaldas de Blumfeld, y a cambio recibían bombones. No demoró mucho Blumfeld en acabar con tales irregularidades y, al llegar las costureras, empujaba hacia el cobertizo a los escribientes que tomaban aquello como una gran injusticia. Entonces le llevaban la contra, rabiosos rompían las plumas, y a veces, aunque sin atreverse a levantar la cabeza, golpeaban fuertemente contra los cristales para llamar la atención de las costureras sobre el mal trato que, a su juicio, les daba Blumfeld.

      Sin comprender el daño que hacen, casi siempre llegan tarde a la oficina. Blumfeld, su jefe, desde su más temprana juventud consideró, como algo muy claro, que era un deber llegar al menos media hora antes por la mañana y eso no por exceso de celo, ni por exagerada conciencia del deber, sino por un cierto sentido de la decencia. Ahora, con frecuencia, Blumfeld debe esperar más de una hora la llegada de los escribientes. Por lo general, se encuentra en la sala, parado detrás del escritorio, y mastica los panecillos del desayuno y revisa las cuentas en los libritos de las costureras. De inmediato, sin pensar en nada más, se sumerge en el trabajo. Entonces, súbitamente, se sobresalta al extremo de que la pluma le tiembla en la mano. Uno de los escribientes acaba de entrar como una tromba, como si fuera a caer jadeante y con una mano se sujeta de lo primero que encuentra a su alcance, y con la otra, se oprime el pecho. Todo eso no es más que parte de la excusa que se dispone a dar por haber llegado tarde. Tan ridícula resulta que Blumfeld no puede tomarla en consideración, pues de hacerlo, tendría que castigarlo como merece. Se limita a mirarle durante un instante, extiende la mano, señalándole el cobertizo, y vuelve a sumergirse en su trabajo. Se pudiera creer, entonces, que el escribiente, al ver la bondad de su jefe, se apresuraría a ocupar su lugar. Nada de eso, no se apresura, bailotea, camina de puntillas, colocando un pie delante del otro. ¿Pretende burlarse de Blumfeld? Tampoco. Otra vez, todo es esa mezcla de miedo y de autosatisfacción, contra la cual no hay recurso que sirva. ¿Cómo es posible entonces que Blumfeld, que hoy ha llegado desacostumbradamente tarde a la oficina, tras larga espera, sin deseo de revisar los libritos, vea, entre nubes de polvo levantadas por la escoba del criado, llegar a los dos escribientes muy orondos? Estrechamente abrazados, al parecer se cuentan cosas en extremo importantes cuya única relación con el negocio será seguramente que se trata de algo prohibido. Cuando se aproximan a la puerta de cristales, sus pasos se hacen más lentos. Por fin uno de ellos toma el picaporte, pero no lo empuja hacia abajo. Aún, tienen algo que contarse; hablan y ríen.

      —¡Abran a nuestros señores! —le grita Blumfeld al criado, alzando las manos. Sin embargo cuando entran, ya no quiere enojarse, y sin responder a su saludo va hacia el escritorio. Empieza a sacar cuentas, y a veces levanta la cabeza para ver lo que ellos hacen. Por lo visto, uno está muy cansado y se restriega los ojos. Al colgar su abrigo de la percha, ha aprovechado la oportunidad para mantenerse apoyado, un poco mas, contra la pared. En la calle estuvo animado, pero la proximidad del trabajo lo ha fatigado. El otro siente deseos de trabajar, aunque sólo en ciertas cosas. Así, siempre ha querido barrer, trabajo éste que no le corresponde, pues el barrer es sólo del criado. En realidad, no hay razón para que BIumfeld se oponga a que el escribiente barra, no lo hará peor que el criado, pero si quiere barrer debe venir más temprano, antes de que el criado comience la limpieza; no debe gastar su tiempo en eso cuando su única obligación son las tareas de oficina. Ahora bien, si el chico es incapaz de cualquier reflexión, el criado, un viejo cegato a quien el jefe sólo tolera en una sección como la de Blumfeld, y que sobrevive gracias a la misericordia de Dios y del jefe, pudiera, al menos, ser complaciente y por un instante permitirle la escoba al chico, quien torpe como es, perdería enseguida las ganas y lo perseguiría con la escoba para obligarle a barrer de nuevo. Sin embargo, al parecer, el criado tiene en mucho su responsabilidad de barrer. Se nota al aproximarse el chico, pues, con sus manos temblorosas, hace por agarrar mejor la escoba, prefiriendo quedarse inmóvil y dejar de barrer para poder concentrar toda la atención en la posesión del adminículo. El escribiente

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