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a ocho dimensiones o estrategias –podría haber tomar prestado el concepto de «hábitos» utilizado en su momento por Stephen Covey20–, que trascienden los conceptos de «competencias» o «habilidades». Ocho estrategias que van más allá del hacer para centrarse en el ser, y que trascienden a la cultura, nacionalidad, generación y cosmovisión, y están presentes –en dosis diversas y nunca todas a la vez– en los mejores y más plenos líderes –y seres humanos– que he conocido. No se trata de «dones», con los que uno tiene o no la suerte de nacer, sino de estrategias identificables y cultivables desde la conciencia, la reflexión y la determinación. Estrategias construidas sobre una base de principios que podrían ser universales, aunque pensados y adaptados al contexto actual y al nivel de evolución de nuestras organizaciones, de nuestras sociedades… y al nuestro propio.

      La idea es combinar sabiamente estas estrategias para emprender un viaje hacia nosotros mismos, logrando en el camino conquistas tanto individuales –en mi experiencia las más exquisitas– como colectivas, que nos permitan dejar una estela cada vez más profunda y auténtica. Las primeras cuatro tienen que ver con emprender la revolución propia, con cruzar el umbral hacia nuestra siguiente versión y aprender a vivir en un proceso de actualización continuo. Las cuatro siguientes abordan las condiciones que es necesario crear para que esos seres «actualizados» puedan expresarse de forma más completa, expandida e intencional. Juntos las descubriremos y comprenderemos, y profundizaremos en cómo sacarles partido si ya son parte de nuestra naturaleza, o en cultivarlas si consideramos que merece la pena incorporarlas a nuestro registro. También que, como pronto vosotros mismos descubriréis, hay distintas puertas de entrada al círculo virtuoso que conforman y cada uno podréis decidir cuál es la vuestra.

      Las dos primeras estrategias constituyen lo que para mí equivaldría a empezar por el principio. De hecho, me atrevería a afirmar que la primera –cultiva tu presencia– es condición sine qua non para abordar el proceso. Nada más importante en estos tiempos de derrumbes y oportunidades que actuar desde la presencia más luminosa a la que en cada momento podamos acceder. En un mundo tan complejo, que invita poderosamente a la ausencia, el mejor antídoto que conozco contra la sensación de enajenación es el cultivo deliberado del contacto con la «nave nodriza», con la parte de nosotros que contiene no solo las respuestas, sino sobre todo las preguntas verdaderamente relevantes. Solo así podremos elegir las respuestas haciendo uso de un cierto grado de libertad.

      Ese «empezar por el principio» implica también identificar lo más pronto posible el hilo conductor de nuestra vida. Ese hilo conductor, causa, propósito –o sentido, si lo preferís– va mucho más allá de los objetivos y no tiene lado utilitarista, sino una fuerza mucho más parecida a la que confiere una misión. La única motivación verdaderamente poderosa para elegir estar despiertos en lugar de dejarnos llevar por la inercia o engrosar las abultadas filas del cinismo es justamente el amor a nuestras causas. Estar conectados a esa misión y dedicarle atención, tiempo y energía nos da la fuerza para navegar las tormentas, para seguir adelante a pesar de los obstáculos y para cultivar la paciencia estratégica cuando se hace necesaria. Este sentido de misión nos permite también comprender nuestro propio valor independientemente de la mirada de los demás y nos impulsa a acompañar a otros en el proceso para descubrir el suyo.

      Los siguientes dos ingredientes tienen que ver con afinar el instrumento fundamental que tenemos para transformarnos y poder desde ahí transformar todo lo demás. Un proceso que comienza con expandir nuestra mente para poder desarrollar nuestros –escasos, aunque pensemos lo contrario– pensamientos propios y trascender nuestros casi todopoderosos programas, casi siempre inconscientes. De pensar –y no refreír– pensamientos surgidos de la presencia y de una mente poderosa, aguda, estratégica y flexible, que crezca con los desafíos y pueda comprender la globalidad, las partes y el todo, distinguir lo importante de lo accesorio y viajar en el tiempo. Una mente capaz de hacer simple lo complejo, de asociar conceptos aparentemente inconexos –a menudo provenientes de disciplinas dispares– y de movernos a obrar sin miedo y con generosidad. Una mente grande, centrada en la transformación y no en la gestión de lo trivial, y por ello incompatible con un ego excesivamente desarrollado.

      Una vez revisados los ingredientes propios de esas revoluciones privadas, pasaremos a descubrir los que tienen que ver con las revoluciones públicas, que nos permitirán expresar de forma más completa ese ser expandido en la relaciones, contextos y ecosistemas de los que formamos parte.

      Comenzaremos por los dos que corresponden a actualizar versiones para poder liberar una reacción en cadena en nuestros entornos. El primero se refiere a lo que yo llamo «vivir en la influencia». El mundo necesita un liderazgo colectivo construido más allá de los límites de los liderazgos individuales que nos permita afrontar los retos de manera más consciente, abarcadora y estratégica. Un liderazgo que no pide permiso, ejercido por personas discernientes y necesariamente liberado de las cúpulas de las organizaciones y las sociedades, que ponga a trabajar nuestras fuentes de poder, por pequeñas que nos parezcan, para convertirlas en influencia y que no se constriña a la autoridad nominal o formal. La reflexión nos llevará a revisar juntos algunas distinciones clave en torno a los conceptos de poder e influencia, que tanto han evolucionado con los tiempos y las circunstancias, y que tan necesario es renovar para adaptarlos a estructuras líquidas, a los fenómenos sociales recientes y al creciente protagonismo de organizaciones y configuraciones poco «estructuradas». Descubriremos cómo transitar el camino del control a la influencia, un camino que requiere un cambio de herramientas y de paradigma muy difícil para muchos, y también la importancia de cultivar redes de relaciones más compactas o dispersas dependiendo de la extensión de mundo que nos apliquemos a cambiar.

      La siguiente estrategia tiene que ver con algo fundamental para los tiempos que vienen: la necesidad de practicar un liderazgo generoso. El mundo necesita liderazgos ejercidos desde la valentía, la generosidad y el coraje. Liderazgos que inviertan en futuros mejores, en potencial, en oportunidades, en las personas y en sus fortalezas. Liderazgos de agenda grande, que aborden relaciones y proyectos con el objetivo de contribuir, y no midiendo continuamente qué pueden obtener en el proceso o llevando una rigurosa contabilidad destinada a asegurar que nunca dan más de lo que reciben. Solo esos liderazgos generosos transforman los futuros de equipos, organizaciones e instituciones, expanden territorios, desarrollan a otros, o imaginan mejores futuros en común en lugar de conformarse con futuros condicionados a las externalidades positivas de ciertas agendas individuales. Solo esos liderazgos pueden prescindir del reconocimiento ajeno (en sus múltiples formas y reencarnaciones) para actuar desde la conciencia y la libertad.

      Terminaremos revisando las dos estrategias que tienen que ver con aplicarnos a transformar la realidad. La primera de ellas –«actúa de forma impecable»– se refiere a la necesidad, especialmente en los tiempos que corren, de hacer acopio de una voluntad y disciplina férreas para abordar las transformaciones con solidez y sin tomar atajos. Y de hacerlo desde una mezcla de flow (flujo, fluir) y grit (determinación), ambos factores críticos para lograr avanzar en defensa de nuestras causas. Los tiempos nos exigen mantenernos fieles a nuestra intención más pura, hacer lo máximo que podamos, cuidar los detalles

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