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por explicar con más detalles el comportamiento de las organizaciones. Aunque la noción de identidad múltiple es frecuente en la literatura, la falta de consenso en cuanto a su significado compromete su utilidad como constructo teórico (Foreman y Whetten, 2002).

      Para Sillince y Brown (2009), la mirada desde la retórica en la concepción de una IO múltiple tiene al menos tres implicaciones importantes para la teorización y la investigación en este campo: (1) sugiere que existe la necesidad de reconsiderar la ampliamente mencionada suposición de que las organizaciones tienden a comunicarse en forma coherente. En este sentido, se pueden presentar muchos yos en una organización; (2) asume que responde a una visión clara sobre lo que sus miembros son, son sinónimo de o deberían ser con el objetivo de promover la identificación, es decir, conducentes a promover procesos activos de integración y sentimientos de pertenencia; y (3) ofrece nuevas ideas para teorizar en este campo, en la medida en que las identidades son estables y duraderas (Albert y Whetten, 1985), dinámicas (Gioia et al., 2000) o adaptativas (Brown y Starkey, 2000).

      En ese mismo sentido, la IO está en una constante desestabilización por la producción de nuevos textos, en los cuales la identidad está sujeta a una reconstrucción continua, donde dicha reconstrucción puede ser muy diferente en algunos casos, mientras que en otros el cambio sea casi imperceptible (Chreim, 2005; Nayak, 2008). Es conocido que los psicólogos han aceptado que las personas tiene múltiples identidades, y más recientemente también se ha afirmado que los individuos tienen un repertorio de identidades que se hacen prominentes en diversos roles y contextos. Asimismo, los individuos tenemos “múltiples conceptualizaciones acerca de quiénes somos” (Pratt y Foreman, 2000, p. 19), sobre la base de factores tales como la historia personal o la posición en la jerarquía de la organización (Corley, 2004).

      La literatura ha contribuido a enmarañar la comprensión de la IO, emergiendo los conceptos de cambio y pluralidad como posibles fuentes de tensión, en lugar de acercarse a ella como algo estático e inmutable. La identidad se conceptualiza como fluida y maleable (Kreiner, Hollensensbe y Sheep, 2006b), impermanente y fragmentaria (Bendle, 2003), múltiple y contextual (Alvesson, 2000). Las identidades se construyen continuamente y son reconstruidas al negociarse constantemente a través de procesos de identificación y diferenciación.

      Las identidades emergen de la interacción y de la negociación, y comparten procesos de sentido, interpretaciones que ocurren y están contextualizadas e infuenciadas por el entorno, de manera tal que las interacciones entre los miembros externos y los miembros internos de la organización contribuyen a la formación de identidades (Gioia et al., 2000). Esto evita considerar la IO como algo estático o esencial, y permite aproximarse a ella a través de performances. Esta idea extiende la teorización de la identidad como un proceso dialéctico de ser-siendo y de llegar a ser (Tsoukas y Chia, 2002; Clegg, Kornberger y Rhodes, 2005), lo que quiere decir que en vez de ser algo ontológicamente seguro, surge del proceso de organización de la entidad misma; en otras palabras, está en constante cambio. Las identidades no son estáticas u existen objetivamente, sino que se construyen discursivamente en forma fluida y constante (Brown y Humphreys, 2006).

      La identidad tiene un carácter esencialmente relacional (Ybema et al., 2009). Pueden surgir de las articulaciones de las similitudes y las diferencias, lo que implica la separación discursiva del yo y el otro, apareciendo una parte intrínseca del proceso en la cual se llega a comprender lo que uno es, a partir de las nociones acerca de lo que no se es y, por extensión, quiénes son, y quiénes no son los demás. Como argumenta Jenkins (2004), “la construcción social de la identidad es una cuestión de establecer y significar las relaciones de similud y diferencia” (p. 5), más que imponer límites aparentemente arbitrarios para crear y definir la alteridad.

      Este diálogo puede ser construido de diversas formas, centrándose, por ejemplo, en discursos dramatúrgicos y también dentro de las llamadas luchas discursivas (Alvesson y Deetz, 1999). Las expresiones de los demás pueden llegar a ser asimiladas en uno mismo y convertirse en un mismo sentido. Desde esta concepción, trabajos como los de Cunliffe (2002) se han centrado en el discurso de los administradores como práctica que actúa e interactúa con otros, es decir, la identidad en tanto que un proceso que es resultado de, y al mismo tiempo posibilidad para el diálogo como tal.

      Lo dialógico es considerado como un concepto puente entre el individuo y la sociedad. Su potencial mediático radica en su doble carácter que refracta lo que puede ser visto como una dialéctica permanente entre la estructura personal y la social. Por esta razón, los estudios de la identidad prestan atención simultáneamente a ambas definiciones, a las autodefiniciones y a las definiciones de los demás (Ybema et al., 2009), de esta manera puede ser sujeto y, al tiempo, ser vista como un proceso activo de trabajo discursivo en relación con otros hablantes. En esta interrelación discursiva “la organización no sólo construye al empleado, sino que el empleado construye la organización” (Gabriel, 1999, p. 190).

      Utilizando esta concepción dialogal, Foreman y Whetten (2002) proponen entender la IO como la conjunción de la comparación entre la percepción de la identidad actual de una organización (creencias sobre el carácter existente), con sus expectativas en términos ideales (creencias sobre lo que es deseable, informado por los mismos miembros) y cómo la brecha o congruencia de la identidad resultante (la distancia cognitiva entre la identidad actual e ideal) afecta de manera significativa el nivel de involucramiento de los empleados.

      La identidad es entendida como un proceso donde es construida y reconstruida a través de una interacción dinámica en la que la persona es arrojada a una identidad de otros (Karreman y Alvesson, 2001) y busca proyectar una identidad al mundo exterior (Brown, 2001), o adquirir los comportamientos, símbolos y las historias de una identidad (Sims, 2003). Estas interacciones implican un diálogo entre la autoidentidad interior y la social-identidad exterior (Watson, 2009). La identidad social se compone de las proyecciones de los demás hacia uno mismo, las proyecciones del yo hacia los demás y las reacciones a las proyecciones recibidas (Beech, 2008); es un espacio o lugar en donde las personas recurren y se imponen por discursos externos. La autoidentidad es la visión interiorizada del self en donde las personas tratan de mantener una narrativa particular (Watson, 2009).

      Para Ybema et al. (2009), la identidad social es una versión de la agencia-estructura dialéctica en acción, es decir, el proceso mediante el cual el agente individual constituye y es constituido por sus derechos sociales en torno a los discursos disponibles para ello y lo que los rodean. Para Gioia et al. (2010), en cambio, las organizaciones son colectivos sociales porque la sociedad las trata como si fuesen personas, asignándoles estatus legal como actores sociales colectivos.

      Desde la perspectiva del actor social, la IO es esencialmente un conjunto de notificaciones institucionales que explícitamente articulan la organización y es, a su vez, lo que representa. Lo importante de este punto de vista es que la identidad no reside principalmente en la interpretación de sus miembros, sino en las reivindicaciones institucionales asociadas con la organización (Corley et al., 2006; Whetten, 2006). Para Ravasi y Schultz (2006) esta concepción de IO tiende a enfatizar la función interpretativa (sensegiving) de la identidad, uniendo la construcción de identidad con la necesidad de proveer una guía coherente en cómo los miembros de una organización deben comportarse y como otras organizaciones deben relacionarse con ellos (Whetten, 2006).

      Para

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