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El debut de su sociedad a través de “Historia de un amor / No me platiques” (Odeon, 1955) no pudo haber sido mejor escogido, al aunar los respectivos boleros de Carlos Almarán y Vicente Garrido, en nuevas versiones que en la voz del chileno iban a quedar fijados en el estatus de clásicos.

      Era todavía la radio la plataforma más importante para dar a conocer nuevas voces, figuras y tendencias, y por eso el recién llegado Lucho Gatica creyó conveniente llevar siempre un pequeño aparato consigo. Ubicó un par de programas que acogía peticiones de los escuchas, y entonces comenzó él mismo a llamarles tres o cuatro veces al día para pedir su propio tema. “Ponía un pañuelo sobre el teléfono para ir cambiando la voz sin que me reconocieran”, recordó años más tarde el cantante con una sonrisa traviesa.

      Contactos permanentes, por carta y teléfono, con compositores y músicos que despertaban su admiración llenaban su tiempo de trabajo como hoy lo haría quien teje aquello que llamamos red de contactos. Era el modo artesanal que tenía un chileno para ubicarse en una gran trama de trabajadores de la industria del espectáculo, a la que primero se asomó como admirador pero a la que no tardó en sumarse como protagonista.

      Así, antes de cerrar la década de los cincuenta sucedió lo antes impensable: canciones de grandes autores mexicanos se hicieron famosas en su país de origen en la voz de un chileno. Esa discografía de auténtico cruce intercultural incluye las versiones que Lucho Gatica grabó de “El reloj” y “La barca” de Roberto Cantoral, “Encadenados” de Carlos Arturo Briz, y “Solamente una vez”, “Noches de Veracruz” y “María Bonita” de Agustín Lara: estándares internacionales para el bolero todo de ahí en adelante.

      “Lucho nos llevó a la cima a nosotros, los compositores mexicanos y cubanos”, dijo una vez Vicente Garrido, el autor de “No me platiques más”, el bolero que una vez el chileno describió como “la canción que me identifica, es la canción mía”, y cuyo éxito fue tal que incluso lo ubicó con un rol discreto en una película del mismo nombre (1956), su debut en el cine mexicano.

      La gran industria del entretenimiento se volvió así campo fértil para Lucho Gatica, un inmigrante que llegó a ganar el estatus de gran figura local e incluso orgullo popular, y que en su conquista estuvo dispuesto a asumir nuevos roles (como el de actor), forjar alianzas sinceras de amistad y de familia, y al fin abrazar a México como la plataforma definitiva desde la cual proyectarse. Lo hizo, sí, “tratando de tener un propio estilo, muy diferente a otros cantantes: eso fue lo que me hizo triunfar”.

      Del llamado “estilo Gatica” se ha escrito mucho, detallando el análisis sobre todo en su técnica vocal. Un intérprete naturalmente dotado, supo darle a esa ventaja rasgos de carácter, como su magistral uso del llamado rubato (ligera aceleración o retardo del tempo en el canto respecto al del acompañamiento instrumental), ganando con ello distinción y misterio, tanto en discos como en vivo.

      Pero el estilo de Lucho Gatica fue en verdad fruto de decisiones más amplias, opciones hábiles de trabajo que abarcaban, por cierto, a su canto pero también a códigos de trato, presencia y colaboración creativa. Él mismo se definió una vez como “un cantante con la convicción de un artista”.

      Su empuje profesional, sus acertadas intuiciones al decidir pasos claves de su trayectoria, su elección de asociados y de repertorio, y también la cercanía que eligió tener con la audiencia fueron también pruebas de su talento, aunque no quedasen evidentes al oído.

      En la elección de los cientos de canciones que eligió grabar —boleros, sobre todo, pero no exclusivamente, si se consideran sus notables incursiones en tonadas, sambas, bossanovas, tangos y baladas en inglés— hubo varias anécdotas elocuentes de su personalidad y visión de trabajo, guiada en parte por el amor profundo por el repertorio latinoamericano y su potencial de cercanía con la historia y sentimientos de la audiencia.

      Dos ejemplos, entre muchos: contaba que tanto le gustó “Sabor a mí” cuando se la tararearon por teléfono, que de inmediato se marchó de Barcelona a México para poder grabarla cuanto antes. Y está también su testimonio de cómo le llevó la contraria a un representante suyo que no quería que cantara “La barca” porque era “muy corriente”.

      “Esas son las que me gustan, las corrientes. Porque van directas al pueblo”, le respondió Lucho Gatica. Y tenía razón.

      Son sólo dos pruebas del excepcional olfato de quien buscaba apuntar con sus canciones “directo” a su audiencia. Parece extraño ahora, que ya sabemos de su fama universal, pensar que en algún momento el chileno tomó muchas de sus grabaciones como lo hace un apostador con un número que tan sólo le presenta un pálpito de triunfo.

      El relato amoroso reconocible por el gran público era la brújula a la que el cantante estaba siempre atento. “Nadie escapaba a su embrujo; nadie se avergonzaba de adorarlo, de sentirlo, de hacerlo un espejo del alma cotidiana”, ilustra el ejecutivo de Odeon Rubén Nouzeilles en el texto de carátula para uno de sus discos.

      La carga galante del canto y la sofisticación melódica de los arreglos en sus grabaciones, sumadas a la decisión de lograr con ello un cruce intergeneracional, fueron también parte de esa marca personal: del tan aplaudido “estilo Gatica”, capaz de diagnosticar su tiempo y aportarle al bolero dosis justas de sutiles innovaciones para su renovación.

      Había en el primer repertorio de Lucho Gatica en México un doble cuidado hacia la tradición y la frescura. En la contraportada de uno de sus LP para Discos Musart, en los años sesenta, se destaca la rapidez de sus conquistas en la llamada “catedral del bolero”, y se desafía al auditorio con una tesis:

      ¿Cuál es el secreto de Lucho Gatica? Independiente de sus cualidades artísticas, de su buena voz y magnífica dicción, podemos aventurar una afirmación: Lucho Gatica ha triunfado rápida y plenamente en nuestro país, puesto que con su estilo original vino a romper la monotonía que ya caracterizaba a uno de los géneros musicales más populares entre nuestro público, el bolero […]. La mayor parte de los cantantes de la nueva generación imprimían a sus interpretaciones de boleros un sello parecido al que había hecho famoso a los grandes artistas consagrados en el pasado […]. El bolero vegetaba sin ir ni atrás ni adelante. Llegó Lucho Gatica y su estilo nuevo y sensacional llamó poderosamente la atención.

      Aunque la rapidez de su ascenso en México quedó alguna vez descrita injustamente por una revista chilena como la excepción de un muchacho “mimado por la suerte”, Lucho Gatica mostró una disposición al éxito mediante arduo trabajo, que lo hizo cuidar tanto lo grande como lo pequeño. Una nota de la revista Ecran de diciembre de 1953 destaca:

      […] posee una extraña facilidad para adaptarse al medio en que se desenvuelve, lo que le ha permitido granearse la simpatía de sus compañeros. Lucho sabe reír, contar chistes y anécdotas; como también arrugar el ceño y escuchar atentamente consejos, palabras de aliento o críticas. Lucho Gatica escucha todo, y de cada cosa saca un provecho. Es un muchacho que está aprendiendo, que le gusta estudiar, y que tiene muchas y grandes ambiciones.

      El entusiasmo de sus seguidoras puede también sumarse a todos aquellos nuevos códigos de época que el chileno no tuvo problemas en abrazar sin pudor. Sus retratos en revistas y en portadas de discos apoyaban la identificación de un talento joven al que admirar desde la cercanía: siempre sonriente, llano, sin restricciones de formalidad. Para mediados de los años cincuenta se asentaba en el dial chileno el programa Cita con Lucho Gatica, en torno al cual giraban cartas constantes, entusiastas socias y concursos que seguían su trayectoria a la distancia. Poco antes se había fundado un primer club de fans chilenas del cantante.

      Los efectos de su encanto estaban en la repetición de adjetivos descriptivos en sus notas de prensa (guapo, atractivo, elegante), y quedaron registradas para la referencia de décadas en la novela La tía Julia y el escribidor (1977), en la que Mario Vargas Llosa convirtió la anécdota de una estampida en una radio de Lima en la certificación de una conquista: “Esa nube de muchachas era un homenaje a su talento”, da fe el Nobel peruano.

      México se convirtió

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