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creciente en el mundo campesino y la reducción del espíritu de lucha a una parte del mundo urbano, de las principales ciudades. Por otra parte, el avance de esas divisiones, aún más profundas que las de los primeros tiempos de la guerra, se vio favorecido por las novedades que venían del exterior, de una respuesta internacional a la guerra ya adversa a la República desde el establecimiento de la falaz política de No Intervención y que todavía se volvió más en contra: la quiebra del Frente Popular en Francia y el ascenso de Daladier a la jefatura del gobierno galo, en abril de 1938, y la ruptura de hostilidades en Extremo Oriente entre Japón y la URRS por el control de Manchuria, que llevó al gobierno soviético a frenar temporalmente sus suministros a la República. El endurecimiento de la posición del gobierno francés contra los intereses de la República española no retrocedió y, aunque la URSS reactivó sus suministros tras haber frenado la ofensiva japonesa en agosto, su arribada a España ya no se pudo producir a tiempo para seguir sosteniendo la resistencia.

      El contraataque franquista iniciado el 7 de marzo rompió el frente y tras la caída de la emblemática Belchite estalló una primera crisis en la retaguardia barcelonesa, con maniobras de los republicanos y el cónsul francés contra Negrín, la política que simbolizaba y en pro de una hipotética mediación. La movilización de la militancia del PSUC en Barcelona y otras localidades catalanas, el 16 de marzo, mientras el Gobierno Negrín se reunía con Azaña, para debatir la opción «mediacionista, que el Presidente de la República defendió, apoyó en la calle la firmeza de Negrín en su posición de resistencia. Éste consiguió salvar la situación, pero la ruptura entre el PSUC y ERC se hizo casi total, solo salvada por la posición de Companys, que tendía a asumir una posición arbitral y en todo caso de preservación de la supervivencia del ejecutivo catalán, en tanto que no tuviera una alternativa verosímil y viable.

      La insistencia de la CNT en querer reintegrarse en el Gobierno de la Generalitat y el rechazo del PSUC a ello dobló la complejidad de la ruptura con la interferencia de una dinámica de confrontación triangular entre republicanos, comunistas y anarquistas, que solo tenía un perfil claro por lo que se refería a la cuestión de la composición del Gobierno de la Generalitat, pero resultaba variable en las líneas políticas concretas. CNT y PSUC coincidían en defender las colectivizaciones frente a ERC; pero ésta y la CNT en oponerse a la municipalización de la vivienda y los servicios públicos propuestos por el PSUC. Además, el cambio de la composición política de la Generalitat era concebido por Tarradellas en conexión con la adopción de medidas económicas que enfatizaran de manera pública el freno a las políticas de transformación social y el avance de la «rectificación liberal», entre ellas la devolución de la propiedad urbana incautada, siempre que no fuera a propietarios convictos de rebelión; medidas que sabía que no podía aceptar el PSUC y facilitarían por tanto la ruptura del gobierno formado en junio de 1937.

      La primera ofensiva de los sublevados sobre Cataluña se detuvo por la decisión de Franco, después de haber tomado Lleida el 3 de abril, de no proseguir su marcha hacia Barcelona y desviar su ataque hacia el País Valenciano, dividendo el oriente republicano en dos al llegar a Vinaroz. El alivio de la presión militar directa no acabó con las disidencias y las conspiraciones internas; aunque la crisis que se produjo en Europa por la cuestión de los Sudetes y la inicial adopción por parte del gobierno Daladier de una supuesta posición de firmeza frente a la nueva iniciativa de expansión hitleriana –a costa del estado que Francia había patrocinado en 1919, Checoslovaquia– animó a Negrín a reforzar la política de resistencia y mostrar la capacidad de combate que todavía podía mantener el Ejército Popular desencadenando la Batalla del Ebro, el 25 de julio. El objetivo más que militar era político: estar presente en el desenlace de la crisis europea, ya fuera este mediante una negociación general o, en caso contrario, de desencadenamiento de una guerra general entre las potencias fascistas y las democracias a las que se sumaría la URSS y entre las que se contaría la República. Una batalla que había de recaer en sus esfuerzos y sus consecuencias materiales y humanas sobre la población catalana.

      La apuesta, arriesgada, dio paso en agosto a una nueva conspiración interna en el campo republicano promovida muy directamente por Tarradellas y ERC, que esperaba arrastrar tras de sí a los partidos republicanos españoles, e incluso a una parte de los socialistas –desde marzo habían mejorado mucho las relaciones entre ERC y Prieto–, para sustituir a Negrín, minimizar la presencia comunista en un nuevo Gobierno de la República, y reorientar la política fuera de la línea de la resistencia. A Tarradellas le falló en el último momento el apoyo de los republicanos españoles y sobre todo de Azaña, que prefirió mantener a Negrín antes que beneficiar políticamente a ERC; de manera que el resultado de su conspiración no fue otro que la salida de ERC del Gobierno de la República, en el que fue sustituido por un representante del PSUC –mientras el del PNV, que sí secundó la maniobra, era sustituido por otro de Acción Nacionalista Vasca. La respuesta de Tarradellas, para compensar el revés y minimizar daños, fue reorganizar el Gobierno de la Generalitat en perjuicio del PSUC, con la reincorporación de la CNT o la formación de un ejecutivo estrictamente republicano si aquella no era posible; pero tampoco prosperó ante las dudas de Companys, que finalmente optó por dejar las cosas como estaban. La política empezó a encallarse en situaciones sin salida.

      La inestable unidad política de la retaguardia catalana quedó rota, dando paso a una imagen pública de confrontación, doblada por la desconfianza definitiva de Negrín hacia el Gobierno de la Generalitat, al que identificaba por completo con las posiciones de Tarradellas y las maniobras exteriores de los allegados a Companys en busca de apoyos unilaterales del gobierno británico o del francés. La desazón social creció exponencialmente entre una población que empezaba a malcomer en las ciudades y se iba desentendiendo de la defensa de la República en el campo; expuesta a los bombardeos desde el aire, con su efecto de muerte y sensación de impotencia; en un país que se iba paralizando, reduciendo su producción por la carencia de energía, en la que la luz empezaba a ser también racionada y el transporte público de Barcelona se veía forzosamente detenido. La imagen del pacto de Munich entre Daladier, Chamberlain, Hitler y Mussolini, a espaldas de los checos y de la URSS, manifestó que la salida del conflicto europeo no era ni la negociación general ni la guerra, y que, en cualquier caso, si las democracias occidentales habían dejado caer a Checoslovaquia, qué no estarían dispuestas a hacer con la República española; si habían aceptado las exigencias de Hitler, a cambio de un compromiso de ejecución moderada y limitada de éstas –que incumplió al instante– qué no aceptarían de las de Franco, con amplias simpatías en el mundo conservador británico y al que la mayoría de los políticos franceses –a excepción de los comunistas, la mayor parte de los socialistas y una minoría de los radicales– estaban ya dispuestos a reconocerle, como mínimo, el derecho de beligerancia y con ello la legitimidad internacional de su aspiración a la victoria.

      Cuando en diciembre de 1938 se inició la segunda ofensiva de Cataluña, la resistencia estaba quebrada por su base: la moral de lucha. Fue la definitiva, y aunque no fue un paseo militar, resultó rápida, sin que el Ejército Popular pudiera fijar líneas de resistencia ni se hiciera ya posible una movilización social que contribuyera a ello. La victoria de los sublevados no fue consecuencia de las divisiones del campo republicano, ni incluso del deterioro de la situación material de la retaguardia, sino de la superioridad militar que le proporcionaron sus patrocinadores fascistas, Hitler y Mussolini, garantizada por la actitud de los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, que la única ayuda soviética no estuvo nunca en condiciones de compensar. No obstante, esas divisiones, políticas y sociales, ese deterioro de la situación material, todo eso que fue agravándose en la segunda etapa de la guerra civil, sí contribuyó a que la victoria militar de los sublevados tuviera una rápida consolidación y una larga consecuencia en una dictadura, que no acabó sino cuando acabó la vida del dictador.

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