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nacionalismo catalán y del conjunto de la izquierda (pues en UCD era un término visto con enorme dificultad ante casi insondables presiones extraparlamentarias).72 De hecho, algún ponente, como Gabriel Cisneros, ha llegado a afirmar: «Quizá el reproche que yo me sigo haciendo y que podemos hacer a la posición de los ponentes de la UCD es que el término de nacionalidades se entregó demasiado pronto, prácticamente en algunas de las primeras reuniones de la ponencia, cuando hubiera sido una prenda de negociación valiosísima, aunque hubiera podido entregarse o reconocerse al final».73 Casi sobran las palabras.

      Aunque en la práctica inmediata ello no implicaba nada demasiado concreto, teóricamente –y por tradición– quedó claro en los debates constitucionales que se equiparaba a nación y que aunque sin carga soberana efectiva sí tenía una fuerza simbólica clara.74 En realidad, quedó en el terreno de lo implícito (ampliamente entendido así en su momento, desde luego) que este concepto se refería concretamente a Cataluña y Euskadi y tal vez a Galicia. En el documento político del primer congreso de UCD, de octubre de 1978, se afirmaba que:

      Para UCD la contraposición entre nacionalidades y regiones no conduce al establecimiento de regímenes autonómicos diversos para unas y otras. El término de nacionalidades significa un mayor y más intenso sentido de autoidentificación, de una más amplia conciencia del hecho diferencial, detectable, por lo general, por el sentimiento reivindicativo y restitutorio de instituciones propias, por la existencia de una cultura y de una lengua de la Comunidad.

      Por su parte, Gregorio Peces Barba, ante el Pleno del Congreso defendió el término, frente a la posición excluyente de Federico Silva. Pero su intervención tenía un doble filo. Para Peces Barba: «la existencia de España como nación no excluye la existencia de naciones en el interior de España; nacionescomunidades, no debe llevarnos a una aplicación rígida del principio de las nacionalidades tal como se formuló por los liberales en el siglo XIX, de que cada nación debe ser un Estado independiente».75 De esta manera, defendía a la vez la pluralidad nacional, encubierta en la fórmula «nacionalidades», tanto como la vaciaba de sentido de cara al cuestionamiento (por parte de esas mismas nacionalidades) del Estado que la Constitución iba a instituir. Y es que, por muy sorprendente que haya podido parecer después, en el periodo constituyente afirmar que además de la Nación común existían en su seno «otras identidades nacionales» era moneda común (excepto en AP), aunque su valor de cambio fuese más dudoso.76

      Ciertamente, la izquierda cedió (en realidad ya había cedido antes) en la defensa del derecho de autodeterminación (defendida finalmente en la Comisión Constitucional solo por Francisco Letamendía y con el voto del PNV, que de todas formas no quería incorporarla a la Constitución) y sobre todo en la defensa explícita del federalismo. Creer, como hicieron socialistas y comunistas ya en el proceso de aprobación final de la Constitución y han hecho después, que el modelo adoptado era en el fondo federal y por tanto se cumplimentaron sus planteamientos originales es algo que responde a otras lógicas que poco o nada tienen que ver con el estudio de lo que sucedió.

      Pero, ciertamente, AP se dedicó a tronar contra la inclusión del término nacionalidades, consiguiendo crear no poco ruido en el marco de una continuada denuncia de los «excesos» descentralizadores y la amenaza a la unidad de España. Es bien significativo que, a propuesta de un diputado valenciano de AP, Alberto Jarabo Paya (que fue de los que ni siquiera votó finalmente a favor de la Constitución), pero secundada por la mayoría de las Cortes, se prohibiera explícitamente –como ya sucedía en la Constitución de 1931– la federación de comunidades autónomas. En realidad esta enmienda, convertida en el artículo 145, estaba dirigida a impedir una posible federación de los Países Catalanes.77 No hay que olvidar que el anticatalanismo fue una estrategia acerbamente defendida por AP tanto como por la UCD valenciana.78 No obstante, como señalaron Soledad Gallego-Díaz y Bonifacio de la Cuadra el «consenso UCD-PSOE impidió avanzar todo proyecto de institucionalización de los “Països Catalans”».79

      Para Fraga, «La cuestión de las nacionalidades no es una cuestión semántica. Es el ser o no ser de España».80 La denuncia del título VIII y la amenaza a la unidad fueron, en efecto, poco menos que obsesiones en los textos doctrinales que Fraga publicó desde 1977 y durante los años ochenta.81

      En realidad, se sentaron ahí las bases para un legado ambivalente en la derecha española que Manuel Fraga acabaría por refundar tras el hundimiento de la UCD (muchos de cuyos cuadros pasaron a AP, entre ellos destacadas figuras del proceso constituyente, como Herrero de Miñón o Gabriel Cisneros). Para el PP la «defensa» de cierta idea de España permanentemente amenazada sería un ideal regulador inmutable. Alianza Popular trató de hegemonizar el sentido de españolidad, presentándose como su voz auténtica, lo que le permitió nuclear un nacionalismo español de amplio alcance social y muy hostil a las amenazas «separatistas». Durante los años ochenta, con AP incapaz de ganar frente al PSOE, la dureza de las posiciones conservadoras en materia autonómica fue considerable. La oposición a las incipientes políticas lingüísticas en Cataluña (o en Valencia a pesar de su modesto alcance) o Euskadi se convirtió en una de sus banderas, bastante eficaz socialmente para cohesionar a su electorado en el conjunto de España.82 Aunque no se trataba de un texto oficial de las posiciones del partido, en el balance final de la obra más minuciosa publicada por los aliancistas, Gabriel Elorriaga señalaba que «el peso perenne de España como impulso histórico y la valoración de su destino como proyecto de futuro deben estar claros en la conciencia de todas aquellas personas que, individual o colectivamente, se comprometan en la hermosa tarea de participar, desde unas u otras posiciones, en el rumbo histórico de una empresa que, no lo olvidemos, se llama la Patria».83 La denuncia de las «Autonosuyas» fue algo más que un clamoroso éxito editorial del inveterado franquista valenciano Fernando Vizcaíno Casas.

      78, MODELO PARA ARMAR: ¿UN «NO-FEDERALISMO» ASIMÉTRICO?

      La entrada en vigor de la Constitución significó, obviamente, un punto de inflexión decisivo en la redefinición de la idea de nación y del modelo de Estado. Debido al carácter normativo de toda constitución, su impacto es igualmente decisivo en la manera como las distintas culturas políticas plantearían a partir de entonces estos aspectos.

      Pero la Constitución no pudo cerrar lo que durante su redacción quedó deliberadamente abierto (precisamente como consecuencia de la correlación de fuerzas, en concreto la debilidad relativa de la izquierda y las fuerzas nacionalistas y el insoslayable horizonte de consenso). Esta inicia pero no agota el ordenamiento territorial, de suerte que las posibilidades constitucionales deben ser desarrolladas precisamente en el nivel de los estatutos.84 De hecho ambos niveles conforman lo que se suele denominar «bloque de constitucionalidad». Por ello, el despliegue del modelo autonómico y la relectura del alcance de la identidad nacional (así, en el debate en torno al patriotismo constitucional) continuaron siendo espacios de disputa para las culturas políticas nacionalistas alternativas tanto como para las españolas.

      Por lo que respecta al despliegue del Estado autonómico, hay que recordar que la redacción de la Constitución ni funcionó ex novo (debido a los compromisos adquiridos), ni enumeró –cerrándolos– los componentes del mapa autonómico (así como no obligaba a ningún territorio a ser Comunidad autónoma, además de abrir la puerta a las comunidades uniprovinciales). Es por ello que se ha podido hablar con Cruz Villalón de «desconstitucionalización» de la organización territorial del Estado.85 El título VIII (de hecho, compuesto en gran medida por disposiciones transitorias) no resolvía ni cerraba nada de manera definitiva, sino que lo dejaba en manos de desarrollos ulteriores. En palabras de Javier Pérez Royo, «La Constitución española […] no define la estructura del Estado». Esta «es en consecuencia el resultado de dos procesos: un proceso constituyente que culmina en 1978, en el que no se define la estructura del Estado, pero que posibilita su definición; y un proceso estatuyente, que se inicia en 1979 y culmina en 1983».86

      Irónicamente, a quien la Constitución ha garantizado y redimido de sus «estigmas» es a la previa estructura provincial, lo que ha condicionado desde entonces toda la organización territorial –y la de los partidos políticos

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