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que propicien una mayor autonomía en la gestión de sus propios intereses y en desarrollo de los valores peculiares de cada región».40

      En todo caso, la denuncia del españolismo franquista nunca implicó ni en los discursos políticos ni en la elaboración de imaginarios culturales por parte de la izquierda, la negación de la idea y realidad (lo que implicaba su historia) de España, ni por supuesto de su futuro fundamento institucional y ámbito territorial.41 Los partidos de la izquierda hicieron siempre un gran esfuerzo por explicar que incluso las propuestas federalizantes no implicaban una negación de la idea de España. En mi opinión, en partidos como el PCE, y aun más claramente en partidos con menos tradición en este aspecto, el problema era más bien que el paso de concepciones centralistas a realmente federalizantes (con la excepción del PSUC) era aún relativamente reciente y por tanto menos consolidado de lo que podría parecer.

      En todo caso, el énfasis en ciertas formulaciones doctrinales fue declinando sobre la cuestión nacional, como sobre otros muchos aspectos del programa de ruptura, a medida que avanzaba el calendario político. Lo mismo sucedería con las propuestas federalistas. Porque, por supuesto, una vez iniciado el debate para la redacción de una Constitución, todo iba a cambiar. Consciente la izquierda de estar en minoría, su línea de actuación se orientó hacia la consecución de unos regímenes realistas de «autonomías». No menos, pero tampoco más. Justo es decir que tampoco «desde abajo» sus electores y bases los castigaron por ello, o exigieron rectificaciones. De hecho, antes incluso de formarse la ponencia constitucional el PCE, en documento redactado en el verano de 1977 por Jordi Solé Tura, ya señalaban que no iban a pedir la inclusión del concepto «Estado federal» en la futura Constitución, ya que consideraban el federalismo un horizonte de llegada, no un punto de partida.42 Lo mismo cabría decir del PSOE.

      Por lo que respecta a la derecha española, cabría distinguir dos posiciones, por una parte la de la amalgama que acabó aglutinada en UCD (en síntesis inestable de planteamientos democratacristianos, tibiamente socialdemócratas o liberales) y la de Alianza Popular.43 Además, claro está, de la posición de la extrema derecha estricta, que podemos simbolizar en la Fuerza Nueva de Blas Piñar y sus aledaños. En este último caso, las posiciones defendidas eran herederas directas de las de la dictadura, lo que supuso una defensa cerrada del nacionalismo español excluyente como su rasgo básico.

      En mi opinión, en su conjunto la derecha española se caracterizó por la improvisación a la hora de defender sus posiciones respecto a la nueva articulación del Estado y las demandas de los nacionalismos periféricos. Ciertamente, desde los años cincuenta el Estado franquista había venido debatiendo (dejando al margen su regionalismo retórico y folclorizante) planes de regionalización, al menos económica. Sin embargo y a pesar de una cierta abundancia de congresos institucionales y papel impreso, el bagaje disponible de cualquier forma articulada de un programa de «descentralización» (aunque fuera local, un tic que parece heredado de la Restauración y que fue de hecho el motivo de la última ley aprobada antes de la ley para la reforma política) era muy pobre.44

      Para el influyente grupo de los autores que firmaban bajo el nombre de Tácito (muchos de los cuales acabarían en UCD), que por cierto dedicaron una escasa atención al asunto, se trataba sobre todo de una propuesta de descentralización con un horizonte económico, de desarrollo regional (en el fondo un modelo de Estado regional en absoluto federal), evidentemente heredero de los proyectos tecnocráticos y sus polos de desarrollo. Para Tácito:

      España no puede ser una simple suma de provincias arbitrariamente creadas, sino una unidad armónicamente regional en la que existe un pasado común, aunque diferenciado, y una vocación de presente y futuro solidaria. La región es, por tanto, para nosotros una entidad natural de carácter político con un ámbito existencial, cultural, jurídico y económico propio. Pensamos que el reconocimiento del hecho diferencial de los pueblos que componen el Estado español supondría un elemento positivo en el reforzamiento de la estructura político-administrativa común. Ahora bien, el reconocimiento de la personalidad regional comporta un sentimiento de solidaridad entre todas las regiones, la obligación de planificar el conjunto nacional con sentido de una más justa distribución de los bienes comunes y el compromiso de atender de modo especial a las regiones más deprimidas, estableciendo un nuevo equilibrio económico y social sobre bases equitativas.

      Como coda a este programa orgánico-regionalista se añadía que «Mantener indefinidamente la división territorial actual supondría seguir viviendo sobre la artificiosa parcelación provincial originada en las concepciones geométricas de la revolución francesa, que tan negativamente ha influido el funcionamiento del sistema político-administrativo, fomentando una permanente tensión centro-periferia».45

      Tal vez algo más de concreción tenía el programa de reforma política del grupo GODSA, impulsado por Manuel Fraga, que en 1976, y en medio de inmensos recelos y cautelas, y el rechazo explícito a una propuesta federal, proponía un modelo de «Estado regional» y de regionalismo, probablemente más ambicioso que el que después defendería Fraga.46 En realidad se parecía más al que acabó aceptando UCD.

      Evidentemente ante la Comisión de los nueve y sus demandas federalistas, en enero de 1977, Suárez tenía poco concreto que ofrecer y menos aun que aceptar. El primer Gobierno Suárez hizo frente a las demandas de autogobierno procedentes de Cataluña y de Euskadi, sin tener un programa de actuación coherente, y menos aun lo tenía para el resto de los territorios. Aunque J. M. Otero Novas ha señalado que en la Semana Santa de 1977 en el proyecto de Constitución preparado por la Secretaría Técnica de Presidencia se incluía una propuesta de generalización de un marco autonómico, con tres territorios de régimen especial,47 en el estudio encargado ese mismo año por el Ministerio de Presidencia se optaba por una vía generalista para las autonomías regionales, un trabajo coordinado significativamente por un discípulo de García de Enterría.48

      En gran manera la UCD fue a remolque, pero maniobró para poder controlar la situación y así quien no tenía programa marcó la agenda. Frente a la propuesta inicial de la izquierda española y de los nacionalismos catalán y vasco, para UCD (para el complejo conglomerado que acabó siendo este partido)49 la idea de la generalización sin federalismo de los proyectos autonómicos que propugnó públicamente García de Enterría en septiembre de 1976 había resultado ser, en efecto, muy atractiva. Se trataba de una propuesta de matriz orteguiana donde el autor distinguía el «nuevo regionalismo» cuasitecnocrático del que denominaba tradicional y que endosaba, sin más, al tradicionalismo (lo que implicaba una notable incomprensión de las demandas culturales específicas). Vale la pena insistir en que García de Enterría basaba parte de su reflexión en el modelo derivado del «Informe Kilbrandon» de 1972, encargado por el Gobierno británico para regular una posible devolution para Escocia y Gales.50 El informe proponía un modelo no federal, una muy limitada capacidad fiscal autónoma y en el fondo una capacidad política de alcance limitado. Con todo era un informe confuso en sus propuestas, que planteaba soluciones desiguales para Escocia y Gales y no contemplaba ninguna articulación para Inglaterra.51 Su legado fue ambivalente y sus recomendaciones demasiado vagas, y en todo caso irrelevantes cuando en 1979 sendos referendos bloquearon en Escocia y Gales el proyecto de descentralización.

      En todo caso, la actuación de Suárez y de la UCD, especialmente tras las elecciones de junio de 1977, fue en gran medida pragmática e incluso oportunista, como lo prueba la negociación para el retorno del presidente Josep Tarradellas y el restablecimiento de la Generalitat.52 La apertura del proceso constituyente (una vez que Suárez abandonó la idea de encargar no a las Cortes sino a un comité de expertos o al ministro de Justicia la elaboración de un proyecto) reveló finalmente la complejidad e inestabilidad de la posición de UCD. Con su mayoría en la ponencia constitucional y en el pleno del Congreso la UCD determinó el resultado final, a pesar de importantes diferencias en su seno (pues entre Miguel Herrero de Miñón, Manuel Clavero Arévalo, Antonio Fontán o Rodolfo Martín Villa, por citar tan solo unos ejemplos relevantes, las diferencias eran notables).

      Ante las elecciones de junio de 1977 la coalición UCD integraba entre sus doce formaciones a partidos regionalistas (ciertamente sobre todo plataformas

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