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libro le apuesta a ser la primera investigación monográfica sobre la producción visual de los viajeros extranjeros que visitaron Colombia durante el siglo XIX. Aunque hay algunas investigaciones, aún no existe, en la historiografía nacional, una publicación panorámica sobre la importante y valiosa obra visual de los viajeros y su significado en las narrativas sobre el pasado y su impacto en el presente del país. Por tanto, este libro se centra principalmente en la imagen y la escritura en la práctica del viaje. ¿De qué tipo de viaje, qué clase de imagen y qué escritura se habla en este libro? En primer lugar, el viaje como una actividad que está íntimamente ligada a la condición y a unas narrativas humanas; tal como acontece en El abrazo de la serpiente, en el que sus protagonistas se embarcan en un movimiento físico, en un desplazamiento que transgrede tanto el exterior como el interior del sujeto, en una inevitable idea de cambio y de transformación. Tzvetan Todorov se refiere a esta concepción en el siguiente apartado:

      ¿Qué es lo que no es un viaje? Tan pronto como se atribuye a la palabra un sentido figurado extendido —y nunca se ha podido dejar de hacerlo—, el viaje coincide con la vida, ni más ni menos: ¿es la vida algo más que el paso del nacimiento a la muerte? El movimiento en el espacio es el primer signo, el signo más fácil de cambio; vida y cambio son sinónimos. La narrativa también se nutre del cambio; en este sentido viaje y narrativa se implican mutuamente. El viaje en el espacio simboliza el paso del tiempo, el movimiento físico simboliza el cambio interior; todo es un viaje, pero como resultado este “todo” no tiene una identidad específica. El viaje trasciende todas las categorías, hasta e incluyendo la del cambio en uno mismo y en el otro, ya que desde la más remota antigüedad, los viajes de descubrimiento (exploraciones de lo desconocido) y los viajes de regreso a casa (la reapropiación de lo familiar) han encontrado uno al lado del otro: los argonautas eran grandes viajeros, pero también lo era Ulises3.

      La misma práctica del viaje es tan pretérita como su escritura. El tipo de escritura asociado con el viajero está lleno de referencias biográficas y autobiográficas, históricas, literarias, etnográficas y de unas formas constantes para suplir las propias motivaciones del viaje; de sus deseos conscientes e inconscientes. Se trata de un producto híbrido que resulta de unas negociaciones entre el viajero, su pensamiento, sus expectativas, sus experiencias en el lugar visitado y, no menos importante, de unos recursos de una escritura claramente heterogénea. No se puede olvidar que desde América Latina se producen unos primeros relatos como escrituras de viajes que encarnan unas formas epistemológicas como un intento conceptual de imaginar todo un continente, sin olvidar, como lo sugieren los estudios de Enrique Dussel, cómo muchos de los recursos, tanto literarios como etnográficos, ya hacían parte de unas mitologías y, por tanto, de unas escrituras previas al mundo de la conquista4.

      En el periodo estudiando en este libro, que comprende buena parte del siglo XIX (1820-1890), la escritura del viaje está identificada por unos intereses concretos; las naciones europeas, debido a su fuerte influencia económica, política y cultural, moldearon unas formas específicas de autoridad, explotación y dominio, como una nueva forma de colonialismo presente en diferentes partes del mundo. La historiografía ha discutido ampliamente este periodo bajo diferentes conceptos, la noción, por ejemplo, de informal empire intentó pensar estos vínculos como un modelo que procuraba unas relaciones menos formales entre las diferentes élites, en especial de ciertas potencias económicas de la época como Inglaterra, Francia y Alemania, y otros países que estaban en una posición de desventaja, como en el caso de diversas naciones de América del Sur5. Teorías más alineadas con estudios contemporáneos, mejor debatidas a lo largo de este libro, han procurado un lenguaje que suple la necesidad por entender la complejidad de estas relaciones; términos como el de transnacional, indigenismo o, en el caso de los viajeros, los conceptos conocidos de Mary Louis Pratt de “zonas de contacto” y el de Johannes Fabian “the ectasis6, en los cuales el viaje es visto a partir de una concepción múltiple de “presencias simultáneas, de interacción, de prácticas entrelazadas”7 o como un lugar de un choque simultáneo que hace referencia a cómo la práctica de la escritura está ampliamente mediada no solo por unas maneras propias de lo textual sino también por unas relaciones en las que se entremezclan formas propias del colonialismo, la experiencia del viajero, las disciplinas humanísticas y científicas y, finalmente, aquello que proviene de “las visiones de la ‘intelligentsia’ de los lugares visitados por los extranjeros”, tal como lo sostiene Jorge Cañizares-Esguerra8.

      En el mundo anglosajón, la década de los setenta produjo una serie de estudios que transformaron cierta perspectiva del género de la literatura de viajes. La publicación de Orientalismo de Edward Said en 1978, libro que causó polémica desde su aparición9, o la edición del libro del antropólogo Talal Asad, Anthropology of the Colonial Encounter (1973), han propiciado nuevas rutas de entendimiento, superando, en muchos sentidos, las fuertes fronteras de las disciplinas humanísticas. Esta nueva visión estuvo cimentada por ciertos presupuestos teóricos, en especial, por nociones foucaultianas como el concepto de discurso, que fueron decisivos para entender la manera como occidente creó un sistema de dominio sustentado a partir de un sofisticado aparato cultural y económico, cuyo efecto sería una relación de poder, no desde la fantasía, sino desde la creación y acumulación de un conocimiento sobre el otro10. Así, conceptos como lo exótico, el lugar (el no-lugar), el extranjero, la memoria, la otredad, etc., pasaron a ser nociones discutidas desde diversas disciplinas. En el caso de la escritura de los viajeros, por ejemplo, los textos comenzaron a ser pensados desde perspectivas inéditas, que incluían estudios sobre el género, la raza, el medio ambiente, muchas de ellas imbuidas en un intento por indagar estas construcciones occidentales, no como meras formas duales, en las cuales el viajero está en un lado totalmente opuesto al lugar visitado, sino encontrando fórmulas de disputa para procurar entender estas fuentes como dispositivos inestables que están interconectados por diferentes voces, orígenes, circuitos y formas de pensamiento11.

      En segundo lugar, este libro está dedicado a pensar imágenes. Unas obras visuales que están involucradas con la idea de archivo, memoria y montaje. El acto de examinar las imágenes que los viajeros pintaron, coleccionaron, compraron o copiaron lleva consigo el ejercicio de crear un archivo. Este archivo de imágenes, por su parte, está lejos de ser considerado como una mera acumulación, objetiva y clasificatoria, que solo se refiere al pasado, por el contrario, en palabras de Derrida, el archivo está vinculado con la experiencia de la promesa: “Lo que el archivo habrá querido decir no lo sabremos más que en el tiempo por venir”12. El archivo se enfrasca en un inmenso rango de imágenes, de lagunas, de cenizas, que refieren a una arqueología y, especialmente, a una manera de crear un montaje. Didi-Huberman considera que el desafío de la imagen está vinculado con la frecuente asociación de vernos enfrentados en un “inmenso y rizomático archivo de imágenes heterogéneas” que en muchos casos es difícil de analizar, de organizar. De esta manera, la imaginación y el montaje son dos maneras que desafían una mirada de la imagen que está basada en una perspectiva arqueológica, cuyo riesgo, según el mismo pensador, es poner fragmentos, unos con los otros, de cosas “sobrevivientes, necesariamente heterogéneas y anacrónicas debido a que proceden de sitios separados y de tiempos separados por las lagunas”13.

      En el siglo XIX colombiano, los viajeros crean sus propios atlas de imágenes y textos a partir de unos montajes, como dispositivos de memoria, de una memoria que está vinculada con un movimiento de construcción y a la vez su efecto de la añoranza, del olvido. Este libro explora ese lugar de la imagen del viajero, en una (re)configuración de realidades, tanto estéticas como políticas, sociales y económicas, relativas a unos encuentros coloniales implicados en la experiencia del viaje, a partir de un conjunto de imágenes y en extensión de textos producidos por viajeros franceses, ingleses, alemanes y norteamericanos en sus recorridos por Colombia durante el siglo XIX. A partir de una perspectiva interdisciplinar, que incluye diversas disciplinas como la historia del arte, la antropología, los estudios visuales, la ecología, los estudios culturales, entre otras, se pretende desplazar ciertas dicotomías analíticas que consideran que el viaje y las producciones narrativas y visuales de los viajeros extranjeros son meros encuentros de dominación cultural europea o formas alegóricas de cierta identidad nacional.

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