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cinematográfica, principalmente.

      Precisamente, a finales de los años setenta la identidad macarra de los barrios empieza a mutar y el llamado cine quinqui establece una relación simbiótica con las calles en la que la ficción imita la realidad y viceversa. Esta nueva realidad, por su parte, está relacionada con la integración del gitano en barrios que antes de los setenta le estaban vetados. Tal integración da a luz una cultura quinqui que simboliza una síntesis entre el gitano y el payo callejero. De ahí que se hable de «cine quinqui», puesto que el quinqui no es del todo gitano ni payo, siendo una denominación ambigua que sirve para englobar diferentes tipos propios del mundo lumpen.

      Al darle tanto bombo mediático a la delincuencia de esos años, muchos delincuentes juveniles se convirtieron en «estrellas» cuyas hazañas eran recogidas en prensa y televisión. Y, como ya se he dicho, la referida atención mediática fue la base de una atención cinematográfica que dio pie al nacimiento del cine quinqui a partir de 1977 con el estreno de Perros callejeros, de José Antonio de la Loma. Dicho esto, la infraestructura y el modelo cinematográfico de explotación ya existían desde tiempo atrás, por no hablar de una fascinación por el mundo marginal que bebía de las fuentes del neorrealismo italiano y la obra de Pier Paolo Pasolini. Al igual que ocurre con el cine tanto de José Antonio de la Loma como de Eloy de la Iglesia –dos referentes del cine quinqui, les gustase a ellos o no la etiqueta–, el neorrealismo hacía uso de actores amateur, con la intención de incrementar la espontaneidad y el realismo de las secuencias e imágenes representadas. Ese neo­rrea­lismo, por otro lado, quiso retratar –como el cine quinqui– la vida de aquellos que pertenecían a los estratos sociales más bajos: proletarios y lúmpenes. A su vez, al igual que el cine quinqui, proliferó justo después del fin de una dictadura, y vino a ser considerado también una muestra de cambio cultural y progreso.

      El cine quinqui ejemplifica muy bien el boom del macarrismo español, que sirve de base a dichas formas artísticas, pero que es, a su vez, azuzado por estas. Es decir, que los delincuentes juveniles inspiran algunas de estas películas –este es el caso del Vaquilla, que inspira Perros callejeros, o del Jaro, modelo del que surge Navajeros– y, a su vez, muchos chicos de barrio toman nota de este género a la hora de cometer nuevos delitos. No cabe duda de que dicho cine idealiza, realza y embellece la figura del quinqui, del macarra, del delincuente, algo que está en sintonía con una larga tradición española que hizo del bandolero un personaje de leyenda. Dicha figura era un forajido que robaba a las buenas gentes en los caminos menos transitados y vigilados, en los montes y los bosques. Estas zonas eran propicias para que los bandoleros se ocultasen tras cometer un delito. Eran, de algún modo, pandilleros, pues operaban en cuadrillas, una de las más famosas Los Siete Niños de Écija, quienes llegaron a controlar la carretera general de Sevilla a principios del siglo XIX. Algunos de sus integrantes tenían los siguientes nombres: Juan Palomo, Satanás, Malafacha, Cándido, El Cencerro o Tragabuches. Si para neutralizar la actividad criminal de estos personajes el rey Fernando VII recurrió a batallones de soldados especializados llamados Migueletes, la policía de los setenta inventó un dispositivo con pinchos para interponer en las rutas de niños bandidos como el Vaquilla y así detener sus coches, también llamado Migueletes. Muchos de estos bandoleros aparecieron en España en el siglo XIX, tras finalizar la Guerra de la Independencia contra Francia (1808-1814).

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