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que nos pueda volver a insuflar la vida de la que nos ha privado la cultura. Escapar a la naturaleza –dirá Tuan– nos parece natural, pero no lo es. Es producto de la fantasía, no del instinto. Y eso explica que cada cual escape hacia cosas muy diferentes.

      12 Las fuentes sobre la historia del gusto naturalista que Solnit cita en la sección ii del capítulo 6 de Wanderlust son excelentes y no las repetiré aquí.

      13 Evítese confundir la etiqueta acuñada por Brooks, bobos (de bourgeois y bohemians), con booboisie (boob, ‘idiota’, más la terminación -oisie, de bourgeoisie), tal como hizo Henri-Louis Mencken en los años veinte.

      14 Aunque los bobos no eran heterodoxos en temas espirituales, sino flexidoxos –como dice Brooks–; o sea, siempre se mostraban abiertos a todo tipo de cultos y creencias religiosas.

      15 La mentalidad de este boom en Montana la ilustraba Brooks con dos películas del apuesto y sensible Robert Redford: El río de la vida (1992) y El hombre que susurraba a los caballos (1998). Irónicamente, recuerda que en las mismas fechas, en 1998, los productores de Más allá de los sueños, una película con Robin Williams, eligieron Montana para representar el cielo.

      16 Brooks describe no solo la mentalidad de la New Age, sino también otras variedades del buen rollo naturalista menos elaboradas, entre ellas lo que él llama el “paisajismo personalizado” (p. 234). Véase completo el capítulo 6.

      17 Brooks no deja claro si los bobos de los noventa volvieron a leer a clásicos del conservacionismo. Da a entender que algunos de ellos leían a Aldo Leopold (¿quizá A Sand County Almanac de 1949, que se había reeditado también en la época hippie?), pero no tengo claro si volvieron a leer Man and Nature de George Perkins Marsh (de 1864, reeditado en 1965), o Silent Spring (1962) de Rachel Carson. A mí me da la sensación de que leyeron sobre todo Gaia, de Lovelock, otro texto que se había escrito a finales de los sesenta y tuvo más difusión cuando se reeditó a finales de los setenta. Tengo también la impresión de que obras populares de los setenta como The Closing Circle. Nature, Man, and Technology (1971) de Barry Commoner, The limits to Growth (el famoso informe de Donella Meadows encargado al mit por el club de Roma en 1972) o Small is Beautiful (1973) de Schumacher se seguían leyendo unas décadas después, pero la nueva atmósfera espiritualista les daba otro sentido.

      18 En “El parque de caravanas Thoreau” [2012], capítulo final de Contra todo, Greif (2018: 349-361) toma como hilo conductor el área ocupada por caravanas horteras enfrente del parque estatal de Walden. A medida que Greif leyó a Thoreau llegó a la conclusión de que “el parque de caravanas podría haber sido una de las pocas cosas que Thoreau habría defendido del estanque de Walden, frente a muchas otras cosas que se habían hecho en su nombre” (2018: 352). Merece la pena también ver cómo acaba ironizando sobre Occupy Wall Street y la desobediencia civil. Últimamente han proliferado muchos textos sobre Thoreau, pero uno de mis favoritos sigue siendo “On the Dirtiness of Laundry and the Strength of Sisters. Or, Mysteries of Henry David Thoreau, Unsolved”, de Rebecca Solnit (2013: 272-284).

      19 Decrecer en número, no en tamaño, aunque ya hay quien ha sugerido empequeñecimiento de la humanidad como solución al consumo mundial de energía y de recursos. Luego volveremos sobre esto.

      20 Citado por Alan Weisman en El mundo sin nosotros (Barcelona, Debate, 2007, p. 330).

      Amad la naturaleza

      Nuestra relación con la naturaleza está llena de ilusiones, pero en los dos sentidos de la palabra “ilusión”. Según uno de ellos, una ilusión es un engaño, un espejismo, una falsedad, pero según el otro tiene que ver con el entusiasmo, la esperanza y el deseo. Desde luego, estar cerca de la naturaleza ha inspirado ilusiones que no se habrían albergado dentro de la cultura y de la civilización. ¿Y eran todas falsas ilusiones? Probablemente no. Después de pasar más tiempo en el campo uno puede soñar con volver a un estado más natural, lo cual es ilusorio. Pero también puedes volverte más consciente de muchas cosas y valorar tus expectativas mucho más realistamente, sin por ello perder la ilusión. Desde luego que la naturaleza nos alegra, nos hace sentirnos más vivos, nos revivifica. ¿Deberíamos avergonzarnos? En absoluto. Los urbanitas siempre hemos experimentado un gozo desmedido pero justificado cuando escapábamos de la ciudad hacia el campo, la playa o la montaña. No había nada engañoso en ello. Pero sabíamos que no volvíamos al estado de naturaleza. Solo retornábamos a un paraíso vacacional, que siempre era un paraíso perdido porque tenía fecha de cierre. Esa era la única seguridad que teníamos: aquella vida más natural (más loca, silvestre, cósmica, física, corporal…) no duraría para siempre; una certeza similar a la que luego descubrimos sobre la vida entera: tiene su final asegurado.

      Muchas de las cosas que nos atraen de la naturaleza son espejismos que creamos nosotros mismos. Por ejemplo, creer que estando más cerca de ella reconectamos con un todo armonioso, puro y noble. ¿Qué nos hace pensar que pasear por el campo nos da serenidad? La vegetación frondosa y exuberante no agrada a todo el mundo. Hay quien solo logra serenarse en medio de vastas extensiones o en un páramo vacío, y no dentro de bosques frondosos y entre plantas exuberantes que impiden ver el cielo y el horizonte. Hay quienes disfrutan más de la naturaleza inorgánica que de la orgánica y prefieren contemplar piedras, guardar silencio y escuchar el viento, rodeados de arena o de hielo. Desde luego, hay distintas formas de experimentar que se está en contacto con la naturaleza, cada cual tiene la suya. Algunas personas solo lo logran por la noche, aunque si hay mucha contaminación lumínica esto no funciona. Necesitan contemplar las estrellas, y quizá oír grillos (relaciono estrellas y grillos porque la nasa decidió que el canto de un grillo sería el primer sonido animal que un extraterrestre podría oír en el disco de grabaciones que portaba la sonda Voyager). Por el día también se puede experimentar algún tipo de epifanía, pero cuesta más si se está cerca de un campo arado, una cuadra o un gallinero, o si hay almacenes en el horizonte o maquinaria agrícola pesada a la vista. Un espacio sin trazas de domesticación o industrialización suele propiciar una experiencia más auténtica, una vivencia más natural. La visión de un gran silo o un depósito puede recordarnos que explotamos la naturaleza y romper la magia del momento. Confundir un avión con una estrella fugaz también puede frustrar una epifanía celeste.

      Durante el éxtasis al aire libre –dijo el exquisito de Nabokov ([1951] 1997: 138)– el tiempo parece suspenderse y más allá de él solo se abre un vacío momentáneo “en el que se precipita todo lo que se ama, un sentimiento de unidad con el sol y la roca” y una sensación inmensa de gratitud. Parece que Nabokov sintió eso después de cruzar una zona pantanosa del Oderech y quedar rodeado por mariposas, pero hay otras formas de vivir experiencias similares. Cada cual conecta como puede: unos gracias a las mariposas, otros gracias a los pájaros, otros gracias al sonido del agua o al olor de las flores…, algunos gracias a todo eso junto.

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