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El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
Читать онлайн.Название El jardín de los delirios
Год выпуска 0
isbn 9788418895852
Автор произведения Ramón del Castillo
Жанр Философия
Издательство Bookwire
Magris señala en El infinito viajar (2005) que para Weininger viajar era inmoral y para Canetti, cruel. Retrocede incluso hasta Horacio (“inmoral es la vanidad de la fuga”) cuando recomienda no salir corriendo a caballo para huir de cosas que en realidad galopan agarradas al ingenuo jinete. Según Weininger “el yo fuerte” es el que permanece en casa, el que “se encara con la angustia y desesperación sin que lo distraigan o aturdan”, el que “no aparta la mirada de la realidad, y la pelea; la metafísica es residente, no busca evasiones ni vacaciones”. Curiosa afirmación, porque podría ser la perfecta coartada para ignorar este ancho mundo en nombre de las responsabilidades con el mundo propio. Sin embargo, Magris insiste: “Las aventuras del viaje no son nada comparadas con la aventura más arriesgada, difícil y seductora” que “se lidia en casa; es allí donde nos jugamos la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los mayores riesgos […] recorrer el mundo es descansar de la intensidad doméstica, apaciguarse en placenteras pausas de holganza, abandonarse pasivamente […] al fluir de las cosas” (Magris, 2005: 21). Habría otra razón para no salir de casa, por lo visto. El viaje, realmente, no solo puede ser una huida del mundo propio, sino también una forma superficial de transitar por el mundo ajeno, adoptando el papel de mero espectador, sin verse afectado por la vida de los otros. Por supuesto, frente a estas dos huidas del mundo, Magris contempla una alternativa demasiado bonita para ser verdad, la del viajero que finalmente descubre que el mundo es su verdadera casa, sentimiento que revaloriza su amor por el hogar y a la vez le previene del chovinismo: “Amor por las lejanías y amor por el hogar coinciden, porque en el hogar se quiere también al vasto mundo desconocido, y en este último se aprecia, aun en las más variadas formas, la intimidad del hogar […]. Viajar enseña el desarraigo, a sentirse siempre extranjeros en la vida, incluso en casa, pero sentirse extranjero entre extranjeros acaso sea la única manera de ser verdaderamente hermanos” (p. 23).
La idea de evasión se suele estudiar a la vez que la de hogar, que es otra idea igualmente difícil de definir. El hogar no es lo mismo que la casa, recuérdese. La casa es un espacio delimitado, acotado, mientras que el hogar es algo mucho más vago y amplio, no es tampoco un territorio geográfico, sino todo un ambiente emocional y cultural. “Volver a casa” puede significar cosas muy distintas: volver al hogar familiar, al pueblo o localidad, a la provincia, al barrio, a la comunidad, a la ciudad (hometown). También puede significar volver a tu país (country) o a tu tierra natal (homeland). Para viajeros y exploradores puede significar “volver a tierra”, o sea, a puerto si eres un argonauta, o volver a la Tierra si eres un astronauta. El destino de muchas huidas puede ser una fantasía, algo imaginario, pero a veces el punto de partida puede ser otra ilusión igual de irreal. El paisaje del hogar no es un territorio físico o un espacio material, sino un espacio imaginario; esta fue la clara conclusión de D. E. Sopher en “The Landscape of Home. Myth, Experience, Social Meaning” (1979) cuando se planteó cuáles son las marcas (signatures) que convierten un espacio en un hogar. Cuando se está fuera de casa, lo que realmente está ausente son ciertas personas, porque sin el factor humano –decía Sopher– el hogar no existe. El paisaje del hogar es una amalgama de imágenes, historias y recuerdos. O sea, eso que llamamos “el hogar” depende tanto de un álbum de fotos y de los comentarios que hemos oído sobre ellas como de documentos de inscripción, certificados de nacimiento, residencias o posesiones. Tener un hogar presupone una geografía emocional, un mapa vago de una pequeña región aunque esté fabricado con elementos concretos. La idea del hogar no es separable del “campo rememorado de una experiencia familiar, dentro del cual los lugares particulares perduran como los loci de los sucesos personales memorables” (Sopher, 1979). Cada lugar genera una memoria, pero la memoria también produce ese lugar. La percepción de un terreno, un ambiente o, más aún, de un paisaje como un lugar familiar está condicionada por una historia psíquica y cultural, consciente o inconsciente, por una memoria individual y colectiva. No existe una experiencia pura, ni una percepción desprejuiciada de un lugar; tampoco una definición exclusivamente física o topográfica de un terreno o un entorno. Tampoco una exclusivamente administrativa de un distrito. Aunque nos cueste admitirlo, construimos nuestro territorio de origen igual que una agencia de viajes construye un destino para un turista: fabricamos el paisaje natal haciendo que algunos fragmentos representen un todo, como los editores de postales pintorescas deciden que un puente, un tranvía o un edificio represente la totalidad de la ciudad, su espíritu peculiar, sus señas de identidad inconfundibles. Nunca dejamos totalmente el hogar atrás, igual que un ateo no deja del todo a Dios, afirma Michael Allen Fox (2016).6
Hay fugas muy justificadas, claro. Para empezar las que tienen que ver con la simple supervivencia. Escapamos de fuerzas que nos atenazan, de poderes que nos someten y amenazan, de espacios que nos retienen. Si no lográramos escapar de ciertas situaciones podríamos acabar muertos, o locos; aunque también se puede acabar perdiendo la cabeza si se vive en permanente estado de fuga, claro. Salir de un lugar horroroso y desplazarse a otro más tranquilo no es ninguna evasiva, sino un intento de disfrutar de un grado de seguridad y de libertad del que se carece. Fugarse no tiene nada de malo. La vida puede ir en ello. Un ejemplo particular de evasión consiste en lo que David Le Breton llama “actos de desaparición”. Le Breton es conocido por sus trabajos sobre el arte de caminar y el silencio, pero en Desaparecer de sí (2018) estudia a fugitivos que tratan de borrar su pasado para sacar de sí mismos una personalidad más pura y elemental.7 Para estos caminantes la sociedad solo representa hipocresía y falsedad, así que es normal que idealicen la naturaleza salvaje y que perciban los grandes espacios naturales como el reino de libertad. Un jardín o un parque quizá les resulten tan artificiales y opresivos como la sociedad de la que quieren huir. No les parecen escenarios a la altura de grandes experiencias, aunque en esos espacios domésticos hay gente tan perdida existencialmente como ellos –como contaré en otro libro,8 en ellos se pueden experimentar náuseas de profundo carácter metafísico, como le ocurrió a Sartre. La diferencia entre unas montañas salvajes y unos jardines públicos es que en estos últimos quizá puedan encontrarte borracho en el suelo y llevarte a un hospital cercano a tiempo, mientras que en las montañas pueden encontrar tu cadáver meses después de que murieras por ingesta de bayas venenosas. En cualquier caso –diría el romántico– el riesgo de intoxicación y muchos otros peligros que depara la naturaleza son menores en comparación con la dicha y la grandeza que pueden procurar al prófugo.9 La cuestión es lograr sentirse vivo por primera vez, aunque sea la última vez que uno lo haga, y muera en el intento.
Aparte de estas fugas tan intrépidas y románticas que a veces acaban tan mal, la fuga más habitual a la naturaleza es bastante más ridícula y se basa en lo contrario, en la ausencia de riesgos. Cuando hacemos una escapada al campo nos evadimos de la ciudad, huimos como locos de ella y nos matamos en un atasco para llegar a una casita rural rodeada de bosque por donde dar paseos. Necesitamos volver a la naturaleza de vez en cuando, claro, pero no exactamente a la naturaleza cruel que padecieron nuestros ancestros, sino a algo bastante más acogedor y tierno. Si nuestros abuelos de orígenes rurales hubieran vivido lo suficiente para ver cómo nos comportamos un fin de semana en el campo, amando a la madre naturaleza, quizá habrían acabado mentando a la madre que nos parió. Ellos salieron corriendo del campo hacia la ciudad huyendo de un mundo atroz, y celebraron el dichoso día en que lograron vivir rodeados de asfalto y hormigón.10 Nosotros, en cambio, nos hemos asfixiado en las ciudades y ahora tratamos de huir en dirección contraria hacia un campo totalmente idealizado. Lo que un día fue un refugio, hoy nos parece una cárcel.11 Si viviéramos realmente a la intemperie en plena naturaleza, o lleváramos una vida verdaderamente rural entre pastos y corrales, cuadras y silos, correríamos de nuevo hacia la jaula de la civilización y nos ataríamos nosotros mismos el collar, como los perros caseros que se escapan pero regresan sumisamente a su caseta magullados, hambrientos y con el rabo entre las piernas.
El deseo de entrar en contacto con el