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a libra cada uno», o como Diego Mercadillo, de Níjar, en cuyo domicilio se le inventaría media arroba de queso.[6] Y si la prohibición existente sobre el consumo de carne de cerdo era a priori un freno para la ganadería, el ritual de la muerte de los animales constituía, con el propósito de ocultar mejor las prácticas prohibidas, una incitación al mantenimiento de animales. La celebración de las grandes fiestas del año, el sacrificio del cordero durante el id al-Kibir en particular, era otra. Los habitantes de Carlet, aldea de la Ribera de Valencia, declaran ante inquisidor en 1574. Juan Montroy, 35 años, «ha criado cabritos y carnero a la mano para hacer aldeheas», mientras que Pere Xeric, 20 años, «guardaba algún ganado». Y he aquí la prueba por defecto de la generalidad del fenómeno.[7] Luis Ferrer «no ha criado el carnero», porque es pobre.[8] Por supuesto, los moriscos poseían aves de corral, lo que subraya el cronista Bermúdez de Pedraza cuando menciona la existencia, en el mercado, de pollos y gallinas moriscos, más pequeños sin duda, y por tanto más baratos que la volatería castellana.[9]

      En el siglo XVI, la trashumancia es general en el reino de Granada. Se apoya en la excelente complementaridad de los pastos de invierno y de verano. Municipios y señores los alquilan a los ganaderos mediante contratos estacionales o pluriestacionales. En la primavera, los animales son conducidos en dirección de los pastos de altura de la Serranía de Ronda, de Sierra Nevada, de la sierra de los Filabres, de la sierra de Baza. En el otoño, tiene lugar la trashumancia inversa para beneficiarse de los herbajes de las tierras cálidas. A veces unos rebaños hacen un corto desplazamiento de apenas algunas decenas de kilómetros, de Pechina a Velefique o de Níjar a la sierra de Filabres, otros, al contrario, recorren alrededor de ciento cincuenta kilómetros en cada migración, de Granada al Campo de Dalías o del marquesado del Cenete a la tierra de Vera.

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