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(El adefesio, de Alberti; La dama del alba, de Casona; La casa de Bernarda Alba, de García Lorca; y El embustero en su enredo, de José Ricardo Morales) y que, por motivos de censura política, ya hemos dicho que no podían representarse, por ejemplo, en el Teatro Español de Madrid, sin duda su lugar natural de estreno. Pero está claro que el exilio implica un destierro y que ese destierro significa para el teatro la pérdida de la tierra escénica, es decir, la pérdida de sus escenarios naturales. Francisco Javier acierta a reconstruir el panorama teatral de Buenos Aires en aquellos días, el contexto escénico en el que se produjeron aquellos cuatro estrenos porteños de cuatro republicanos españoles:

      Los grandes dramaturgos de la época, Armando Discépolo y Defilippis Novoa ya habían cumplido su trayectoria. Roberto Arlt ofrecía en 1940 su última obra, La fiesta del hierro. A principios de la década del 40, Samuel Eichelbaum daba a la escena sus obras más representativas: Pájaro de barro, Un guapo del 900 y Un tal Servando Gómez.

      (...) Por ese entonces, los baluartes del Teatro Independiente funcionaban a pleno –el Teatro del Pueblo, La Máscara, La Cortina, Tinglado, Florencio Sánchez–. En ellos podían verse obras de grandes dramaturgos extranjeros y de algunos argentinos. El Teatro del Pueblo, por ejemplo, dio a conocer la casi totalidad de la obra de Roberto Arlt. Pero habrá que esperar al final de la década para saludar la aparición de El puente, de Carlos Gorostiza, creada por el teatro La Máscara.

      Por su parte, (...) Pasión y muerte de Silverio Leguizamón y El carnaval del diablo, de (Bernardo) Canal Feijóo y (Óscar) Ponferrada, respectivamente, se destacan del panorama general y ofrecen ciertos puntos de contacto con las obras de García Lorca y Alberti.

      Gori Muñoz, escenógrafo teatral en Buenos Aires

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