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está acuñada afectivamente en nuestro ser incluso antes de que razonemos y elijamos.

      El reverso del modelo romántico es el ilustrado o revolucionario. La identidad se gana merced a la unión libre de voluntades, al compromiso adquirido mediante un contrato social. Se desmarca de los criterios étnicos y lingüísticos, y los lindes de sus dominios dependen de los límites de la aplicación de unos principios públicos y de la adhesión racional al contrato social que los rubrica. La nación no es la comunidad de raza e idioma, sino la patria de los derechos del hombre.

      El hombre unidimensional y el hombre masa constituyen una patología de nuestra civilización, pero también el internacionalista «indolente y frío» y el patriotero. En la confraternidad masónica, Fichte confía en que intimen el «amor a la patria y el sentimiento cosmopolita», pues en el diálogo entre los hermanos prima una pregunta retórica: «¿Puede de algún modo propiciarse alguna mejora en el todo, si esta mejora no comienza a manifestarse en cualquiera de sus partes singulares?» (GA I/8: 450).

      En el Aviso con el que concluye su obra, Lessing anuncia «un sexto diálogo» (D: 635) que no ha sido encontrado en la obra póstuma. Los dos autores aludidos propusieron su particular sexto diálogo, que supone una alteración e incluso malversación de las ideas del original. El Romanticismo, al menos prima facie, parece rimar mejor con el arcano que la Ilustración y el Idealismo, en la medida en que confiere a lo ordinario un aura de misterio, a lo conocido la dignidad de lo ignoto, a lo finito una apariencia infinita. Mediante el desbocamiento de la imaginación reinventa un mundo espiritual que busca su inspiración en el Medievo.

      IV.1 Herder

      YO: Todos esos símbolos pueden haber sido en otro tiempo buenos y necesarios, pero ya no lo son, según me parece, para nuestra época. Para nuestra época necesitamos justamente lo contrario de su método: verdad pura, clara, pública, evidente.

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      La alternativa de Herder es «La sociedad de todos los hombres pensantes en todas las partes del mundo» (SW, XVII: 129-130).

      La masonería se convierte en la república de las letras. La praxis era el criterio esencial de la masonería lessinguiana, el pensamiento lo es de la herderiana. Las «verdaderas obras» se encaminaban, en el terreno de la praxis, a reducir al máximo los males inherentes a la sociedad civil, los prejuicios patrióticos, confesionales y clasistas. Los insignes miembros de esta sociedad de sabios cumplen de sobra y de oficio con ese cometido: «cuando estoy en compañía de Homero, Platón, Jenofonte, Tácito, Marco Antonio, Bacon, Fenelon no pienso en absoluto a qué Estado o estamento pertenecen, o a qué pueblo o religión».

      En esta «sociedad idealista» no son relevantes las acciones, sino los «principios y las doctrinas», la teoría. Herder, iniciado en Riga en 1766, deja en suspenso premeditadamente la respuesta a la pregunta por su realización en este mundo:

      ÉL: ¿Qué obras?

      YO: Poesía, filosofía e historia son, según me parece, las tres luces que iluminan naciones, sectas y estirpes. ¡Un triángulo sagrado! La poesía eleva al hombre mediante una presencia grata y sensible de las cosas por encima de todas aquellas separaciones y unilateralidades. Acerca de eso la filosofía le da principios firmes, duraderos; y si es necesario, la historia no le negará máximas más precisas (SW, XVII: 130-131).

      Herder sustituye el diálogo entre hombres por el diálogo entre nombres, las personas por las personalidades. Reemplaza las verdaderas obras de la francmasonería por las Humanidades. Pero la poesía y la historia son siempre nacionales, espejos del alma diversa de cada pueblo, que distinguen y separan de otros pueblos. La filosofía consiste en la contemplación de todas las manifestaciones poéticas e históricas y es cosmopolita en la medida en que es políglota. El mundo del espíritu ya no es el del «hèn kaì pân», en cuya forma universal de diálogo entre Yo y Tú todos caben, sino el de genios, y, por tanto, con derecho reservado de admisión.

      IV.2 Friedrich Schlegel

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