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de la minoría de edad del pueblo y de su voluntad de evitar la desdicha de sus hijos, pues el error es causa de dolor y miseria. Pero el soberano no está tanto interesado en la verdad cuanto lisa y llanamente en la imposición de su arbitrio.5

      El error debe ser discutido y problematizado, no reprimido o decretado como tal por la autoridad. En 1793 Fichte aboga por un concepto de verdad más aporético que dogmático, más procesual que estático:

      La libre investigación de todo objeto posible de la reflexión, llevada en cualquier dirección posible y hasta el infinito, es, sin duda, un derecho del hombre. (...). Es una determinación de su razón no reconocer ningún límite absoluto, y sólo así la razón se hace razón y el hombre un ser racional, libre y autónomo. Por eso, la investigación hasta el infinito es un derecho inalienable del hombre (GA I/1: 182-183, 233-235).

      Entre la verdad y el error no existe una relación de oposición, sino de interdependencia. Los errores, las contradicciones, los titubeos, son rellanos en la ascensión a la verdad, los traspiés inevitables en la ruta que desemboca en una razón soberana. En este trasiego entre verdad y error (Fichte, 2002: 91) el talento social más preciado es la capacidad de recibir y de comunicar. Esta idea de un foro de comunicación libre de coacciones será rentabilizada por las sociedades secretas. Fichte denuncia la capciosa estratagema del gobernante de querer limitar la divulgación del pensamiento prohibiendo el error:

      No atreverse a usar el propio entendimiento, incluso a abusar de él, pues el cobarde desuso es peor que el temerario abuso, es una falta imputable a nosotros mismos y, por tanto, autoculpable.

      La libertad de pensar ha de tener su correlato en el plano práctico –esto es, en el moral y político−, no debe ceñirse al mundo de las ideas, sino que ha de reflejarse en acciones; en suma, debe complementarse con la libertad de obrar. Ahí radica la sutil pero decisiva diferencia entre la época de la Ilustración (o de Federico) y la época ilustrada. Y de nuevo el arcano acaba convirtiéndose en el refugio, al igual que lo fue de las ideas proscritas, díscolas o extravagantes, de esas obras no permitidas en la res publica. Las órdenes secretas promocionaron una cosmovisión distinta a la imperante. Ya en los tiempos del Antiguo Régimen, en estos talleres fueron ensayados novedosos procedimientos de comunicación, de reclutamiento y de vigilancia, y en ellos encontraron los ninguneados su cantera y a veces incluso su cobertura legal. Es relevante percatarse de un cierto contagio entre dos niveles: el afán de saber no queda saciado por el conocimiento acreditado científicamente y por eso está tentado irremediablemente a sobrepasarlo, al igual que la realidad política no colma lo imaginado, y lo utópico tiende irrefragablemente a proyectarse sobre el statu quo y a subvertirlo. Hay un venerable modelo de la utopía. Se describe un lugar que no existe y de este modo puede ser criticado el presente y esbozado el futuro. Lo negativo es puesto de manifiesto y a la par surge una imagen ideal que hace resplandecer todo lo positivo. El horizonte del allá y del mañana se opone a las insuficiencias en el aquí y ahora. Todas las utopías de la historia se atienen a tal horma. En suma, la Ilustración consecuente forja un estilo de pensar y de obrar alternativo al vigente, y la ciudadela amurallada por la discreción es el vergel para este. Al igual que será intramuros, en laboratorios clandestinos, donde se intentará arrancarle a la naturaleza sus secretos, también será fuera de la publicidad donde se anticipará la publicidad. Es una paradoja que forma parte de la dialéctica de la Ilustración.

      II. EL CASO LESSING: MASONERÍA ESENCIAL Y MASONERÍA EXISTENTE

      Y no es que Lessing abdique de la política, sino que a ella queda solapada otra esfera de acción más genuinamente humana, adscrita

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