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para los burócratas de todo el mundo. Así que los interrogadores se olvidaron de nosotros hasta el lunes, concediéndonos un par de días de descanso a pensión completa. Eso sí, ya entrada la noche nos visitó un médico que no nos examinó y confesó carecer de una simple aspirina. La dieta tampoco resultó satisfactoria: una rebanada de pan y un cuenco de leche recalentada para desayunar, y guisotes a base de arroz, fideos y patatas en las comidas. Lorna –que ya había demostrado ser una mujer valerosa y firme en situaciones difíciles durante las guerras de Vietnam, Camboya o Angola, y bajo los fascismos de Sudáfrica y Argentina– se negó a probar bocado. Preocupados por encontrarse ante el inicio de una huelga de hambre, los agentes de la DINA se ofrecieron a comprar los alimentos que prefiriese, con el dinero que nos habían incautado. Que éramos unos reos privilegiados volvió a quedar patente cuando nos trajeron los objetos de aseo personal que habíamos dejado en el hotel. Pero no supe si agradecerlo o preocuparme, ya que la recogida de nuestras pertenencias significaba que podíamos desaparecer sin dejar huellas, como tantos otros inquilinos de Cuatro Álamos.

      Mediada la tarde del lunes, nos interrogaron por separado en uno de los despachos policiales. Se encargaron de hacerlo dos oficiales, acompañados por cuatro hombres silenciosos, que miraban y escuchaban como becarios aplicados. Su jefe, un tipo de tez pálida y ademanes nerviosos, entraba y salía de la habitación dándoles instrucciones en voz muy baja. Nunca supe su nombre, pero su aspecto y su comportamiento coincidían con las descripciones que varios sobrevivientes habían hecho de Orlando Manzo Durán, un teniente de Gendarmería retirado que Contreras había recuperado para ponerlo al frente de Cuatro Álamos. Los prisioneros le apodaban Carapálida, y los guardias se referían a él con el nombre en clave de Lucero. Su crueldad quedó sobradamente acreditada, y se le atribuyen numerosas desapariciones, incluida la de uno de los agentes a sus órdenes, Carlos Carrasco Matus, alias Mauro, acusado de ser demasiado condescendiente con los enemigos del régimen.

      Lógicamente, se interesaron por la visita que habíamos efectuado a la Vicaría de la Solidaridad, convertida en principal fuente de denuncias contra la represión, y por las escasas gestiones periodísticas que nos había dado tiempo de hacer antes de caer detenidos. Pero las cuestiones que me parecieron más relevantes fueron las que rozaban el sinsentido, porque evidenciaban lo desnortados que andaban los agentes de la temida Brigada Rauten, que, sin el terror y la tortura, no eran seres diabólicos sino oscuros policías mediocres: «¿Qué piensa sobre el Rey de España?, ¿Le gusta Cuba?, ¿Cree en Dios?, ¿Cuántos países socialistas ha visitado?»... El absurdo absoluto lo alcanzaron al preguntarme por qué todos mis calcetines eran de color negro. Asumieron mis contestaciones sin inmutarse. Con Lorna, sin embargo, se enfadaron cuando le pidieron su opinión sobre Chile y respondió: «Las montañas que se ven desde mi celda son muy hermosas».

      «Parece usted muy seguro de que va a salir de aquí», me había dicho el jefe de Cuatro Álamos. Pero no acertó a ocultar la orden de expulsión de Chile que descansaba sobre su mesa. Yo sabía que estaba prevista la inmediata llegada del ministro español de Defensa, para negociar una operación de venta de armas. Y tener encarcelado a un periodista podría incomodar a un Gobierno democrático que estaba siendo criticado por sus negocios con la dictadura de Pinochet.

      Recuerdos de amor y sueños entre torturas

      Un antiguo campo de confinamiento de prisioneros políticos no parece el lugar más adecuado para dar un paseo hablando de amor y nostalgias de juventud, aunque se hubiera transformado en un apacible «parque de la memoria». ¿O sí? Eso fue precisamente lo que hicieron Nubia Becker y Osvaldo Torres el día que los conocí en Villa Grimaldi, donde se perdió el rastro del mayor número de desaparecidos del régimen militar chileno. Pero el más siniestro de los centros operativos de la DINA estaba íntimamente unido a los sentimientos personales y los anhelos sociales de ambos, presos sobrevivientes del terrorismo de Estado. Porque Nubia y Osvaldo –ambos militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)– se conocieron en la resistencia contra la dictadura, fueron detenidos juntos y vivieron una larga historia como pareja compartiendo tormentos, cárcel y exilio.

      —Los tres años de gobierno de la Unidad Popular fueron de una vitalidad y una emotividad enormes –recordaba Osvaldo–. Nos creíamos jugando un papel en la Historia, modesto o grande, pero sintiendo que el país nos pertenecía. Salvador Allende era el aventajado de un socialismo libertario y formuló una propuesta de transformación revolucionaria en democracia que maravilló a todo el mundo y a los propios chilenos. El intento acabó mal, pero tanto tiempo después su recuerdo es aún muy potente y nos permite saber que es posible soñar.

      —Hoy resulta mucho más difícil para los jóvenes imaginar proyectos de esa naturaleza y luchar para sacarlos adelante –añadía Nubia–. Además, entonces nos hacíamos cargo de nuestra propia libertad y éramos más irreverentes. Por todo el país brotaban las luchas obreras y populares. Yo entré en el MIR para radicalizar los planteamientos contra las políticas reformistas, por la democracia popular. Pero fuimos responsables y llamamos a votar por Allende.

      —Los días siguientes al golpe se instaló en Chile el terror de Estado, y lo que uno recuerda mejor es la lucha por superar el pánico generalizado –explicó Osvaldo Torres ante la cámara de Juan Pangol–. La idea de la dictadura era lograr que el miedo paralizara a los ciudadanos, para imponerles un cambio radical en el modelo de sociedad. Hubo una heroica resistencia democrática, frente a la cual los militares hacían llamamientos a la delación, pero no sólo de activistas de izquierdas sino también de cuantos les brindasen apoyo o cobijo. Y recurrieron a las formas más brutales de represión, para mostrar que nadie podía considerarse a salvo, que cualquiera podía ser torturado o desaparecer.

      —Nos enamoramos en aquel ambiente de lucha desesperada –añadió Nubia Becker, tomándole de la mano–. Sabíamos que formábamos parte del primer objetivo de la Junta, y caímos juntos. Porque empezaron por dar caza a los miembros del MIR; después seguirían los socialistas y los comunistas.

      —Nos apresó un comando de la DINA durante la madrugada del 30 de enero de 1975, en compañía de nuestros amigos Marcela Bravo y Eduardo Charme Bravo, dirigente del Partido Socialista en la clandestinidad –prosiguió Osvaldo–. Actuaron con un despliegue de armas y violencia que dejó aterrados a los propietarios de la casa y a Hernán, el hijo de Nubia, que tenía cuatro años.

      Los organismos de Derechos Humanos cifran en cinco mil los detenidos que pasaron por Villa Grimaldi. De ellos, se sabe que dieciocho fueron asesinados y otros 211 permanecen desaparecidos. Numerosos sobrevivientes

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