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en aquellos vuelos arruinó su vida, Molina.

      —Sí. Seguramente todo habría sido muy diferente sin eso. Creo que habría alcanzado un grado máximo, estaría viviendo en otro lado, tendría una buena casa y mejor vehículo… como la mayoría de mis compañeros, mientras yo he pasado hambre. No me avergüenza decirlo porque realmente ha sido así. De repente me encuentro con que no tenemos ni para comprar el pan, y vivir tan lejos del centro de Santiago complica todo. Aquí casi no hay donde trabajar. He tenido que hacer de todo, arreglos de motores, reparaciones eléctricas, lo que saliera. Hasta estuve una temporada cortando fruta con mi señora. Pero no me importa porque todo tiene un precio. No me arrepiento de haberme retirado del Ejército, aunque de seguir podría haber tenido una vida mejor. Tampoco sé lo que hubiera pasado, y a lo mejor se habría caído mi helicóptero... Pero así estoy más conforme con la sociedad, con la gente. Porque no me siento traidor. Cuando tenía diecinueve años juré por Dios que serviría fielmente a mi patria. Y no estoy con el Ejército ni con las personas que llevaron a este país al caos. Ellos sabrán cómo van a afrontar su realidad cuando vayan a pedir perdón. Dije siempre que el golpe de Estado, el pronunciamiento militar, fue algo necesario. Aún lo pienso, porque comprendí lo que pasaba en el país. La política estaba quebrantada, lo sabe todo el mundo. Pero no voy a dejar de pensar que las muertes fueron innecesarias. Y la forma como lo hicieron... Por eso no me considero traidor al Ejército. Todo lo contrario, me siento fiel a mi país que me pide que cuente lo que vi. Sería enfermo ignorar a los miles de compatriotas que perdieron a sus seres queridos y ni siquiera conocen aún donde están sus cuerpos. Yo quise aportar el grano de arena de los hechos de que fui testigo.

      Las identidades de los testigos quedaron protegidas por el secreto sumarial. Una medida necesaria, dado que el mismo día que el juez abrió el procedimiento contra cinco de los pilotos fue secuestrado un hijo de uno de los doce mecánicos que hablaron. Un grupo de hombres lo subió a un coche, lo maniató y le cubrió la cabeza con una capucha, le propinó una paliza y lo dejó en libertad tras darle un mensaje para su padre: «Dile que cierre bien el hocico». La palabra que utiliza la mafia en estos casos es omertá).

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      El sicario de confianza de Pinochet

      Mientras el general Contreras, el mayor y más odiado de los verdugos de Pinochet, agonizaba en el hospital militar de Santiago, una gigantesca «cadena de oración» pedía a Dios que lo mantuviera con vida. No se trataba de amigos y partidarios del hombre que orquestó la represión de la dictadura, ni siquiera de «buenos cristianos» que se apiadaran por los daños que varias enfermedades –cáncer de colon, diabetes e hipertensión– causaban a su cuerpo de 86 años. Eran sus víctimas, los supervivientes y los familiares de los asesinados por órdenes suyas, quienes suplicaban que no muriera «todavía», cuando le quedaban por cumplir más de 500 años de cárcel, esperaba otra sentencia de 576 años más y tenía pendientes 556 juicios orales. Sus enemigos querían que continuara sufriendo, pero sus rezos no respondían tanto al odio como a un ansia desesperada de justicia. Porque Contreras nunca había llegado a pagar realmente por sus múltiples crímenes.

      Ascendido a mayor, se dedicó

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