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fortalezca y desarrolle»[9].

      El principiante, atento a evitar los asaltos de la concupiscencia y a practicar la piedad cristiana, va consolidándose en la gracia habitual o santificante. Evita decididamente no solo el pecado mortal y las ocasiones que a él pueden orillarlo, sino también el venial deliberado y las imperfecciones que advierte cada vez más claramente. Iluminado por el asiduo trato con Dios, otea en su horizonte diversas posibilidades de avance a través de sucesivas conversiones, de mejoras, de metas. Parece ir superando la mera obligatoriedad de la ley y va logrando la consolidación de virtudes, a través de lo que se suele llamar lucha ascética (del griego asketés: el que practica una profesión, el que se ejercita, el atleta).

      Lógicamente, el sujeto que anda por esta segunda fase no ha alcanzado la meta: mantiene aún cierta rudeza natural. Son frecuentes sus distracciones al orar, le son gravosos el silencio y el recogimiento, vive en la exterioridad: los distractores ejercen sobre él un fuerte atractivo, que a veces lo aprisionan. Puede cansarse, dejar que se introduzcan el desaliento y detener ahí su ascenso. Se le va desdibujando su planteamiento inicial: una vida realmente empeñada en alcanzar a Dios. Deja entonces de aspirar a metas superiores.

      Porque Dios es exigente. En cierto momento del training —que puede durar años— es muy probable que Dios intervenga, no para facilitar las cosas, sino al revés. Le enviará pruebas intentando consolidar sus hábitos. A esas pruebas las llama san Juan de la Cruz purificaciones pasivas. Como el mármol que recibe los golpes del escultor, así Dios modela el alma buscando purificar los pliegues que ella no alcanza. Entonces el sujeto se encuentra en una disyuntiva: o se abre y acepta las pruebas, o se acomoda en la cuneta de la horizontalidad. Si responde generosamente, manteniendo su vista en la meta, Dios le irá franqueando el paso a la etapa de la plenitud.

      Esta última etapa admite muchos grados. Cada alma es única, y lo es también la senda por la que Dios la conduce. Puede, no obstante, señalarse una característica común: lo que rige ahora no será tanto la ley, ni tampoco el ejercicio virtuoso, sino el amor entre Dios y el alma. Suele llamarse etapa mística o contemplativa, y el modo de orar será, dijimos, no tanto el meditativo o discursivo, sino el contemplativo.

      Según la terminología clásica, el adelantado llega ahora a la edad superior de los perfectos. Su mundo interior se eleva, espiritualizándose. Comprende con nueva visión no solo los acontecimientos terrenos sino sobre todo lo que atañe a la vida futura. Habitualmente iluminado y movido por el Espíritu, razonará con las coordenadas de la fe y será movido a actuar por la caridad, descansando en la seguridad de un Amor infinito volcado sobre él. Vive cristianamente, es decir, de y en Cristo: en y desde el Espíritu de Jesús que ahora experimenta como principio vital.

      No es que el cristiano adulto esté eximido de la ley, sino la cumple mejor que nadie: desde el corazón. Tampoco de la lucha ascética, pero ahora atiende a ella —más y mejor— gracias a las mociones internas del Espíritu. Se ve a sí mismo desatado de las ataduras de lo que antes le suponían condicionamientos y, libre de ellos y de sí mismo, en decidida abnegación, experimenta habitualmente a Dios, vive con Él y desde Él. Avanza, decíamos, en términos unitivos y totalizadores, si bien a través de un abanico de gradaciones y desde los impredecibles modos del Espíritu.

      La verdadera vida es la nueva, la de Cristo, comunicada por la gracia y las virtudes, continuamente asistidas y perfeccionadas por los dones. Es ahora cuando el cristiano adulto se va configurando a su Señor paciente y glorioso, y alcanza ante el Padre una cada vez más plena identidad filial. Entra gozoso en la contemplación mística y se torna radiante y eficaz en su actividad apostólica.

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