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      «No es mi intención ni pensamiento que será tan acertado lo que yo dijere aquí que se tenga por regla infalible, que sería desatino en cosas tan dificultosas. Como hay muchos caminos en este camino del espíritu, podrá ser acierte a decir de alguno de ellos algún punto».

      (SANTA TERESA DE JESÚS, Fundaciones c. 5, 1)

      Con la santa de Ávila soy, pues, consciente, de tratar aquí cosas dificultosas. Pero me atrevo a hacerlo por si acierto a decir algo en algún punto. Si eso sucediera, daría por bien empleado mi trabajo.

      [1] En 1938 el director de la escuela de Oficiales del Estado Mayor le pidió a Antonio Machado un lema para la institución. Le sugirió este.

      [2] REGINALDO GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior, tomo I, pp. 531ss. Por almas retardadas designa el teólogo dominico a quienes, pasado el tiempo, no progresan en su vida espiritual. Como el niño que no atraviesa con normalidad el punto de inflexión para la adolescencia. Continúa su crecimiento biológico, pero no el psicológico, y resulta entonces enano perpetuo. Algo análogo ocurre en la vida espiritual.

      I.

       EL PROGRESO EN LA VIDA ESPIRITUAL

      «Si dices: ¡ya basta!, estás perdido».

      (SAN AGUSTÍN, Sermón 169, 18)

      De este progreso, y de los riesgos de menguar por descuido o confusión, intentamos hablar en estas páginas.

      Pero, ¿qué caracteriza cada etapa? De manera simplificada —en realidad, muy simplificada—, diremos que la infancia es la etapa de la obligación. La juventud, la de las virtudes. Y en la edad adulta, lo que rige es el amor. Pero apresurémonos a decir que la clasificación no es rígida: el incipiente o el proficiente se mueve también por el amor, y en el perfecto debe continuar, y con mayor exigencia, el ejercicio de las virtudes.

      Incluso en estos últimos podrían resurgir burdas tentaciones, como si de principiantes recién salidos del pecado se tratara. O un principiante puede experimentar de pronto elevaciones místicas. Los esquemas rígidos no empatan con la soberana actuación del Espíritu de Dios. Ni con las pruebas que Él envía.

      Pero, sin duda, el esquema ayuda: presenta la vida interior como algo progresivo, tendiente a la plenitud: la del amor a Dios.

      Abundemos algo más sobre cada etapa de la vida interior.

      PRINCIPIANTES O INFANTES ESPIRITUALES

      La etapa es, pues, prevalentemente negativa: se trata de mantenerse en pie, evitando el pecado mortal. Luego el venial, para continuar la batalla contra las imperfecciones voluntarias. El principiante se mueve más en parámetros humanos que en divinos. Sus movimientos espontáneos proceden básicamente de objetos exteriores y algo, poco, del influjo del Espíritu de Dios, ya presente en él, pero en ciernes. Vive el Evangelio más como temor que como amor. Intentará cumplir las leyes, pero no como espacios de crecimiento sino como sistema de obligaciones. Sus oraciones serán escasas y laboriosas, y en ellas apenas tendrá conciencia de estar con Dios. Su vida transcurrirá normalmente sin acoger la presencia del Señor.

      El infante en la vida espiritual experimenta vivamente tendencias contrarias al Espíritu. Carece de celo apostólico y tampoco está en condiciones de ejercitarlo. Sufre esporádicamente considerables desórdenes interiores. Enzarzado en sangrientas batallas, experimenta la vida en Cristo como ejercicio duro y fatigoso.

      Superar esas dificultades requiere —según la terminología de san Juan de la Cruz— adentrarse en las purificaciones activas, especialmente las de los sentidos externos: la represión de apetitos desordenados que podrían acercarlo al peligro. Ha de mortificar —mortem-facere, dar muerte— el sentido de la vista, del oído, del tacto, del gusto, cuando le presentan algún objeto pecaminoso. Pero también cuando no, cuando se trata de algo lícito pero que lo aparta de la línea que se ha trazado. Con la purificación activa o mortificación irá logrando que el peligro de retornar a su situación primera sea más remoto. Esa purificación activa incluirá no solo la penitencia corporal, sino también la de los sentidos internos: memoria e imaginación, cuando se ven acechados por cualquier género de tentaciones, o simplemente cuando llevan al sujeto a vagar por espacios fútiles.

      El progreso para el principiante vendrá dado, pues, por esa parte negativa a que nos hemos referido. Si desea seguir adelante, intentará liberarse de cuanto le resulta rémora para su avance: desprenderse de objetos o entretenimientos vacuos, huir de la complacencia en logros personales, rectificar metas egoístas, romper la esclavitud del materialismo, de la sensualidad, de las aficiones desordenadas… así va integrando su existencia en dirección al crecimiento de la gracia —principalmente con la frecuente recepción de la Eucaristía y la Confesión—, al tiempo que programa su día con prácticas de piedad, convenientemente distribuidas. Si es fiel, pronto habrá desarraigado sus defectos principales e irá, insensiblemente, transitando hacia la siguiente etapa.

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