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como en la de los niños de las ex cautivas de Boko Haram, no se trata de la frontera interior y discriminatoria que se construye a partir de la diversidad y clasificación racista de las caras; en este caso, es la frontera misma que proyecta sobre las caras de los individuos discriminados unos rasgos de diversidad ajena. La frontera, entonces, funciona como un operador simbólico que contribuye a esa “construcción del enemigo” de la que habló Umberto Eco en uno de sus últimos libros (Eco, 2011).

      La capacidad de las fronteras para modificar potentemente su entorno cultural, a costa de incluir las caras de los individuos, es evidente sobre todo en el imaginario de la frontera, que se compone de los múltiples textos ficcionales y no ficcionales que representan las zonas de fronteras y los signos que circulan a su alrededor. En el ensayo “Borderland in Films”, perteneciente al libro Border Politics in a Global Era: Comparative Perspectives, la especialista de sociología de las fronteras Kathleen Staudt analiza decenas de películas, producidas en varios países, en las que la representación de la frontera juega un papel central (Kathleen, 2018: 198-212). La conclusión del estudio es que en la mayoría de estas representaciones la frontera funciona como un operador distópico, en el entorno del cual todo se afea, se deteriora, se corrompe. Habría que añadir que la frontera también funciona como un operador dismórfico, en el sentido de que en su entorno las caras se vuelven estereotipos, los rasgos se hacen más marcados, exagerados, incluso monstruosos, y con ellos también las expresiones faciales, las emociones que se manifiestan en la cara, en una especie de concepción neo-lombrosiana del espacio y de la semiosfera en relación a la cual Lotman pensaba la construcción sociocultural del sentido: en el centro topológico e imaginario del espacio cultural se colocan caras normales, de rasgos medianos, de expresiones equilibradas, mientras que, a medida que se procede hacia la frontera física y cultural de la semiosfera, se encuentra más y más la cara del otro, hasta que, en proximidad de la frontera, empieza a manifestarse también el otro de la cara, el rostro no humano, lo animal, lo monstruoso.

      En este sentido, habría que complementar el pensamiento de Lotman sobre fronteras, magníficamente estudiado por Laura Gherlone (2014) y otros investigadores contemporáneos, con el pensamiento de Deleuze y Guattari sobre la cara en Mille plateaux (Deleuze y Guattari, 1980). Es verdad, como dicen los pensadores franceses, que la cara es un operador de “visageité”, o sea un dispositivo que genera patrones a la vez somáticos, visuales y sociales de normalización, pero se debería añadir, con Lotman, que este poder normalizador no se ejerce de manera uniforme, sino en relación a la topología concéntrica de la semiosfera. En series televisivas enormemente exitosas como Breaking Bad (2008-13) y Better Call Saul (2015-), ambas producidas por el genio creador de Vince Gilligan, cuanto más la narración se acerca de la ambigua zona de frontera entre Estados Unidos y México, más las caras adhieren a una fisiognómica criminal lombrosiana, según la cual los rostros de la frontera manifiestan su natural inclinación al crimen con frentes bajas y cejas hirsutas, ojos cercanos a la nariz y cuellos taurinos. Las emociones que se leen en estas caras también se vuelven grotescas, siempre exageradas, sin matices, y casi siempre negativas.

      Pero las fronteras ficcionales, sobre todo en productos culturales más sofisticados, también funcionan como operadores de experimentos mentales, Gedankenexperimente o, mejor dicho, experimentos narrativos, Erzählexperimente: en estos casos, la ficción no adhiere a los estereotipos de la frontera, sino que investiga y al mismo tiempo desafía la topología de la semiosfera empujando algunos de sus elementos centrales hasta el borde para averiguar lo que acontece, en términos de sentido, como efecto de esta tensión centrifuga. En el ensayo “Living and Dying in Sokurov’s Border Zones: Days of Eclipse”, incluido en el volumen colectivo The Cinema of Alexander Sokurov, dirigido por Birgit Beumers y Nancy Condee, el investigador Julian Graffy comenta que el uso de las fronteras como operadores de experimentos narrativos es típico de la estética del gran cineasta ruso (Graffy, 2011): ¿Qué acontece, por ejemplo, si, como en la película Спаси и сохрани (Spasi i sokhrani, “Salva y custodia”, 1989), una adaptación de Madame Bovary, el personaje creado por Flaubert es empujado hacia la frontera del Cáucaso? ¿Y qué si, como en Молох (1999), otra película del mismo director, el espectador encuentra a Hitler no en Berlín sino en la montaña de Obersalzberg?

      En otra película de Sokurov, quizás la que más profundamente proble­matiza el tema de la frontera, El arca rusa (Русский ковчег, Russkij Kovcheg, 2002), un narrador anónimo e invisible para el público, con la voz del director, va caminando por el Palacio de Invierno, acompañado por “el Europeo”, un personaje que encarna a otro explorador de la frontera rusa, el Marqués de Custine. En su obra monumental La Russie en 1839, en cuatro volúmenes, Custine ya subrayaba otro efecto que las fronteras producen en las caras. Llegando a la frontera de San Petersburgo, el viajero francés tuvo que constatar a propósito de los funcionarios de aduanas que “La vue de ces automates volontaires me fait peur; il y a quelque chose de surnaturel dans un individu réduit à l’état de pure machine” (Custine, 1943, 1: 158). Esta frase, muy célebre, se encuentra citada también en una obra más reciente, el relato de viajes The Humourless Ladies of Border Control, del músico y viajero estadounidense Franz Nikolay. En particular interesa el capítulo que da el título al libro, el primero, donde el autor relata, citando a Custine, su experiencia del control de la frontera con Ucrania (Nikolay 2016: 11-33). En efecto, todo viajero ha tenido por lo menos una vez la experiencia de esta otra relación entre la frontera y la cara: las fronteras se componen de caras, se escriben en las caras, transforman las caras que se acercan a ellas, pero también las fronteras tienen una cara que, para decirlo con las palabras de Lévinas, no es una “face” –“cara” en francés–, sino una “façade” –“fachada”–. La gestión asimétrica y hegemónica de la frontera necesita que el rostro del otro, el rostro ajeno, el rostro potencialmente enemigo, permanezca al otro lado de la frontera. Por lo tanto, a este rostro del cual todavía no se sabe si puede merecer o no la dignidad de rostro, no se le puede enseñar una cara sino una fachada imperturbable, inescrutable, impenetrable. A pesar de todos los tentativos hipócritas que intentan humanizar el rostro de la frontera –con toda una propaganda visual de aduaneros sonrientes– la cara de la frontera, sobre todo ahí donde se manifiesta el contraste más agudo entre lo que está dentro y lo que está fuera, entre el lado hegemónico y el lado subalterno, es una cara de esfinge.

      El primer efecto de la esfinge de la frontera es imponer, a través de su simple presencia, una normalización del rostro ajeno. No se sonríe a la frontera, ni se le llora; no se mueve demasiado la cabeza y no se enseña su perfil; no se llevan sombreros, velos, anteojos de sol, ya que lo más importante es presentar a la burocracia de los límites estatales una imagen purificada e inalterada del propio rostro, una especie de grado cero de la cara, una cara que renuncia a sus múltiples semióticas prometiendo no mentir, anunciando como su única proposición la identidad del individuo. De hecho, ante la frontera la cara no significa por sí sola, como en las interacciones sociales cotidianas, sino como contraparte de un documento cuya foto certifica la identidad de la cara. En la frontera no es la foto, o sea la representación icónica, la que tiene que parecerse al objeto –la cara–, sino todo lo contrario, pues la cara tiene que parecerse a la foto. La cualidad indicial de la cara, su conexión con el cuerpo y con el interior de la persona, se difumina entonces en una cualidad simbólica, en el sentido etimológico del término: la cara es uno de los dos fragmentos de un sello quebrado, donde la segunda parte es representada por la foto documentaria. Por supuesto, para facilitar la reunificación del sello de la identidad, la foto tiene que ser preparada según el formato normalizador de la burocracia estatal, con fondo blanco, tamaño regular, sin sonrisa o inclinaciones de la cara, sin objetos que oculten el rostro.

      Si en 1839 el Marqués de Custine se quejaba de haber encontrado, en la frontera con Rusia, “unos autómatas voluntarios”, hoy en día encontraría unos verdaderos autómatas, que no tienen cara pero leen automáticamente las caras para averiguar su identidad y, por consiguiente, su legitimidad al cruzar la frontera. En el libro Security at the Borders: Transnational Practices and Technologies in West Africa, y precisamente en el capítulo “Borderwork Assemblages in West Africa”, Philippe M. Frowd declara que “at the most general level of abstraction, a border is the space in and through which an inside relates to an outside” (2018: 23). La cara misma, entonces, funciona como un borde; sin embargo,

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