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ubicados en determinados espacios. Estas dimensiones estructuran las situaciones y contextos de la vida cotidiana y también la manera en la que el mundo se nos muestra a nosotros: en su acercamiento, en su comunicación simbólico-lingüística, en su indiferencia o en su hostilidad (Rosa, 2016: 641 ss.). El “mundo de la vida”, material y simbólico-figurativo, interactúa con los seres vivos y estructura (en diferentes grados) la resonancia concreta que vibra en ellos, en sus cuerpos, sus acciones, en los tonos con los que experimentan y vivencian su entorno y su mundo. En las interacciones y transmisiones afectivas se manifiestan también las ofertas o “afordancias” (affordancies) de los objetos del entorno material, que pueden expresar valencias de atracción o de aversión, que sugieren o hacen posibles ciertas acciones.

      La perspectiva del afectivo enfatiza lo recíproco y abierto de las inte­racciones y transmisiones, que a su vez producen múltiples formas de afectos en los distintos contextos sociales. El conjunto de efectos que las fuerzas del milieu y del contexto producen se concibe, así, como una realidad abierta, dinámica y no-determinada, un campo de fuerzas en el que se manifiestan las relaciones dinámicas entre las intensidades, fuerzas y poderes de los cuerpos. Las afectividades situadas, que se establecen en estos campos, serían las “atmósferas” en la terminología de Böhme. La diferencia que propone la perspectiva de la ‘ecología de los afectos’ desarrollada por Seyfert –que es una partiendo de varios teoremas de los affect studies–, consiste en que el afectivo prioriza las interacciones y transmisiones recíprocas entre cuerpos, sus energías y sus afectos/efectos. El afecto que emerge en la contemplación de una obra de arte no es el resultado del aura o de la atmósfera que produce la obra, ni el resultado de la imaginación y proyección libidinal del espectador, sino el resultado del encuentro de varias fuerzas e imaginaciones. El carácter procesual y dinámico de las afectividades situadas obtiene en este marco prioridad analítica: la atmósfera no puede producir efectos deterministas, al mismo tiempo que el sujeto no se reduce a un rol pasivo, de mero receptor al modo de una caja de resonancia de fuerzas externas. En la perspectiva del afectivo se investiga la dinámica de la producción y distribución de afectos entre conjuntos heterogéneos, sean estos seres vivos humanos o no-humanos. Objetos y materialidades del entorno pueden aparecer ahí también como agentes que influencian en los campos de fuerza y las afectividades situadas, tal como lo hacen también el milieu y el ambiente diabólico, como Auerbach sintetizaba partiendo de los textos literarios de Balzac. Ese “ambiente diabólico” se manifiesta como fuerza atmosférica, sin visibilizar su causalidad, pero sí produciendo efectos. Las respectivas transmisiones implican encuentros concretos entre cuerpos, en un amplio sentido de la interacción y transmisión que abarca tanto realidades físico-materiales y fuerzas físico-corporales como entidades no-físicas, comunicaciones lingüísticas y simbólicas. Los efectos auráticos que el interior de una iglesia puede provocar, la atmósfera de un paisaje, la fiebre colectiva y frenética en una cancha de fútbol son ejemplos que ilustran resultados de encuentros entre diferentes cuerpos, fuerzas que pueden variar mucho de cuerpo a cuerpo.

      La relación con el entorno es clave en esta teoría como lo es en las propuestas cercanas del milieu y la atmósfera. Los enfoques se complementan recíprocamente, cada uno instala miradas particulares. En la perspectiva de la estética de la atmósfera, las concepciones y figuras espaciales son abordadas en su fenomenología, en su vivencia subjetiva; el milieu en el sentido de Auerbach/Balzac tematiza los tonos y las fuerzas invisibles en las relaciones entre los personajes y su entorno material y atmosférico, identificando así diferentes dimensiones del espacio narrativo. El afectivo introduce otra dimensión, vinculada a los recientes estudios de los afectos en la tradición del Spinoza y Deleuze y las teorías del poder de Foucault, tomando en cuenta su distribución y su carácter relacional-dinámico. La relación subjetiva del ser humano con el entorno, las fuerzas de las atmósferas afectivas y las afectividades situadas constituyen el interés compartido de estas distintas perspectivas teóricas que analizan la estructura disposicional de nuestra relación con el mundo.

      2. La ecología de los afectos plasmada en la narrativa: El aire (1992) de Sergio Chejfec

      La novela El aire de Sergio Chejfec evoca el escenario apocalíptico de la decadencia tanto del lugar de la acción como del protagonista. La ciudad en la que transcurre la historia narrada –que apenas se evoca con rasgos concretos y definitorios pero que sin embargo remite con algunas pocas referencias a Buenos Aires– sucumbe a un proceso de deterioro. Esto se manifiesta tanto en el empeoramiento de la infraestructura material-física como, a nivel sociocultural, en la regresión civilizatoria de la población. Al mismo tiempo, el cuerpo del protagonista, Barroso –a quien su mujer Benavente había abandonado el día en que comienza la narración–, también se va desestabilizando y fragmentando paulatinamente en el transcurso de la novela. Ésta está integrada por siete capítulos que se centran en los siete días de la decadencia del lugar de la acción, la ciudad (de Buenos Aires), y del protagonista, Barroso, en un proceso que termina en la disolución de la ciudad y la muerte del personaje. El desmoronamiento del espacio urbano se manifiesta en el plano material (se descomponen las casas, las calles, los autos, deja de funcionar la infraestructura mecánico-tecnológica en la casa de Barroso), social (crece la pobreza en las calles, se construyen nuevas “casas” precarias, se reemplaza el dinero por vidrio) y de la vida cotidiana (por ejemplo, ocurre que en un partido de fútbol los jugadores no saben manejar la pelota ni el público sabe cuándo conviene aplaudir y alegrarse). Los espacios urbanos pierden cada vez más los rasgos civilizatorios, el campo y “la pampa” vuelven a ganar territorio e invaden la ciudad, en cuyo territorio crecen baldíos y descampados. El texto narra, así, la paulatina “disgregación de la ciudad” (Chejfec, 2008: 61).

      Al protagonista Barroso le corresponde la función de ser el testigo del deterioro del mundo externo. Él observa los procesos ominosos que trascurren en su entorno, desde la perspectiva de la observación participante en las calles durante sus excursiones y también desde su departamento en un edificio alto, lo que le permite contemplar la vida en la ciudad. Los cambios en el espacio urbano están narrados desde el punto de vista del protagonista; éste está plasmado desde una perspectiva narrativa que combina la percepción del personaje del mundo exterior y el relato de la voz narrativa, que describe “desde afuera” el contexto en que se sitúa el protagonista como sujeto perceptivo. La percepción visual de Barroso es dominante, de modo tal que abundan las informaciones sobre su visión del mundo. La descripción de estas informaciones visuales está acompañada por la interpretación de los datos percibidos por el protagonista. El personaje aparece, por tanto, como observador pasivo de los procesos que ocurren en su alrededor y como personaje que percibe, sufre y piensa. Sus percepciones se funden con sus estados anímicos y su pensamiento rumiante en el discurso narrativo. Los diferentes focos de la compleja perspectiva narrativa comunican los modos de la vivencia de Barroso y los efectos que la percepción del entorno de la ciudad, de la vida social, de sus milieux causan en él. La relación entre el sujeto (sus vivencias, percepciones, emociones y pensamientos) y el entorno espacial es el foco central del relato. El espacio es en la narrativa de Chejfec un elemento clave, como se ha comentado varias veces en la bibliografía que la aborda (Alcívar Bellolio, 2016; Berg, 1998; Komi Kallinikos, 2007).34

      Las sensaciones y los estados de ánimo del protagonista no están solo estrechamente vinculados con la exploración del espacio urbano. Los destinos de la decadencia de la ciudad y del protagonista parecen más bien estar interconectados; hay una supuesta unidad demoníaca que, a pesar de no ser abordada explícitamente, aparece como metáfora omnipresente en la novela. Las zonas que Barroso atraviesa constituyen lugares simbólicos, cargados de tonos de amenaza, de soledad, de decadencia: zonas de oscuridad, descampados, ruinas, por un lado, y signos de fragmentación social, de la degradación material del paisaje urbano, por el otro. La vida psíquica, las sensaciones y los afectos que le produce la vivencia del espacio parecen corresponder a la atmósfera de los lugares materiales concretos. El interior de Barroso se deja fácilmente afectar por las fuerzas de la atmósfera; los signos del mundo exterior entran casi sin mediación al interior del personaje, en donde repercuten produciendo afectos e imaginaciones. Es ahí donde surge la atmósfera plasmada por el discurso literario, en el espacio intermedio entre Barroso y el mundo exterior, lo que corresponde a la concepción de atmósfera de Böhme. Ese horizonte intermedio de la atmósfera plasmada en El aire es evocado frecuentemente

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