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nuestra que han tenido que cerrar, y Jorge y Pablo, que están allí –saludaron con orgullo al oír sus nombres–, han empezado a ofrecer servicios de formatos virtuales a productoras de televisión. También estamos buscando otro tipo de clientes; todos están dando ideas sobre ello.

      Mientras Juan Fran hablaba, yo miraba a los demás. Vi en sus ojos más determinación que tristeza. Qué difícil se estaba haciendo el mundo con la barrera de las mascarillas. ¿A nadie se le había ocurrido inventar unas que fueran transparentes? Debajo de ellas, una persona podía pensar cualquier cosa sin temor a ser descubierta; ahora era más fácil ocultarse. Pero, afortunadamente, una mirada sincera no podía esconderse tras una mascarilla.

      Aun estando físicamente separados en el amplio taller, me pareció que allí existía una conexión muy poderosa. Había algo común en todos ellos, algo que me resultaba familiar. De repente lo entendí: todos tenían la mirada de Mario.

      Quise saber de sus familias, de sus mayores, cómo estaban llevando en casa los nuevos hábitos de vida, las compras, el encierro de los niños.

      –Donde no alcanza la empresa, Charo, intentamos llegar nosotros. Nos hemos organizado con grupos de wasap para ayudarnos en lo que cada uno pueda.

      Nuria, una robusta mujer con aspecto decidido que trabajaba en el taller, había tomado la palabra.

      –Unos cuidan a los niños cuando tenemos que venir a trabajar, otros hacen compra para los mayores que viven cerca… Mira, la hermana de Belén, esa que está allí, trabaja en una compañía de teatro y una vez a la semana organiza un Zoom para todos los niños. Ya se han apuntado hasta los primos.

      »Somos más fuertes si somos más que una empresa, si nos apoyamos como una familia. Es lo que Mario nos ha enseñado.

      »Para que lo sepas, Charo, si las cosas empeoran estamos dispuestos a ajustarnos e igualarnos en el ERTE según la situación familiar de cada uno. Sabemos que cuando Mario vuelva encontrará la forma de compensarnos. Pero seguro que no va a hacer falta. Ya verás, entre todos vamos a sacar esto adelante.

      Pregunté, tratando de que no se me notara la emoción, si necesitaban algo de mí.

      –Nada, Charo, céntrate en Mario. Él nos ha hecho sentir como si fuéramos su familia. Cuida de él y nosotros cuidaremos de la empresa hasta que vuelva.

      Fue solo entonces cuando noté que una preciosa niña rubia, hija de una de las empleadas más jóvenes, se había acercado por detrás y me había cogido con su manita.

      ***

      Necesitaba asimilar lo que había visto y oído. Tras llegar a casa bajé a dar un paseo con la excusa de hacer algo de compra. Madrid seguía pareciendo una ciudad fantasma y llena de miedo.

      Era fácil percibir cómo nos alejábamos los unos de los otros al cruzarnos en la acera, al esperar la cola de la tienda, en el descansillo del portal... Nos mirábamos de reojo y nos sentíamos como amenazas. La distancia había alterado de un tajo la condición humana, pero aún quedaban sitios, y lo había visto por la mañana, en los que a pesar de ello podías sentirte cerca de tus semejantes.

      De regreso, las ventanas se abrieron y los vecinos salieron a aplaudir. Después de todo, había vida, agazapada a la espera de poder mostrarse. Los aplausos me caían encima como la lluvia fresca en verano, y pensé que eran para animarme; sentía que me empujaban y me abrían el camino.

      El ambiente onírico me había atrapado hasta el punto de que apenas presté atención al sonido del teléfono que salía de mi bolso. Lo cogí con despreocupación, pero al instante el ácido del globo de angustia que llevaba en el estómago salió a borbotones. Mario se había infectado de COVID.

      ***

      A veces la vida utiliza a la gente insensible para borrar todo el sentido al dolor que causa.

      Apenas dos días después de contagiarse, Mario volvió a la UCI con muy mal pronóstico, y a la vez yo fui convocada por Hernán a una reunión presencial. No podía esperar, no podía excusarme.

      Encontrarnos en persona era una demostración de autoridad que él disfrazó de preocupación por mantener la confidencialidad del tema a tratar. La indiferencia por mi estado anímico ante el agravamiento de la salud de mi marido solo podía deberse a una bajeza moral imperdonable en quien dirige personas en momentos de normalidad, y letal cuando en una crisis dependes de ellas.

      Tras una pregunta personal protocolaria, que yo esperaba, Hernán me lanzó a bocajarro sus órdenes. No había que esperar más, ni siquiera atender los escrúpulos de Recursos Humanos: el negocio estaba parado y tenía que ser radical con los recortes de mi departamento. Despidos donde se pudiera, más ERTEs donde no. Sin piedad, sin prisioneros. Sin proyecto y sin esperanza.

      «No es tu trabajo plantear alternativas». «La empresa en esta época no puede entender de personas». «Así por lo menos tienes la cabeza entretenida».

      Si no tenía fuerzas para ponerme en pie, ¿cómo iba a tenerlas para despedir a nadie? Ni siquiera discutir o negociar estaba a mi alcance, de modo que me levanté y me fui a casa sin decir adiós, todo lo insensible que se esperaba de mí.

      Convoqué al equipo al día siguiente para informarles del agravamiento de la situación. Tenía la extraña esperanza de que finalmente alguien lo fuera a hacer por mí, pero el tiempo me arrastró como arrastra al condenado al patíbulo. Cuando estábamos apenas comenzando, el teléfono sonó. Apagué el micrófono del ordenador, pero no la cámara.

      Me han dicho que a pesar de estar en modo silencio casi pudieron oír mi grito, que vieron cómo se me rompía el alma y el cuerpo, que siempre recordarán las caras de miedo y dolor de mis hijas cuando aparecieron, que me olvidé de que estaba conectada a la mitad de mi mundo y que todos lloraron conmigo cuando lloré la vida, por mucho que en esa llamada me dijeran algo que ya sabía.

      ***

      ¿Cómo se llora cuando no se puede llorar?

      ¿Cómo se puede convivir con un dolor tan grande que siento que ni me pertenece ni cabe dentro de mí?

      ¿Quién ha puesto esta historia tan macabra en el centro de mi vida? ¿Por qué? ¿Por qué?

      Necesito comprender cómo he llegado hasta aquí. Quién o qué me ha arrojado a la puerta de un tanatorio, sola y con el alma helada, después de estar más de dos semanas esperando que me devolvieran a mi marido.

      Todavía no me creo que lo que he vivido vaya conmigo. No lo merezco, no lo he pedido, no lo quiero.

      ¿Cómo voy a ser capaz de convivir con esto el resto de mis días? Sin saber por qué me han arrebatado el derecho a estar con él en su partida, enseñándome con ello el final de mi vida. O sin saber si murió solo o tenía a alguien cogiéndole la mano, y si voy a poder perdonarme alguna vez el pecado que no cometí de no haberle velado.

      No puedo llorar. Debería estar haciéndolo todo el día pero no soy dueña de mi pena. Solo a veces, y si tengo la suerte de estar sola, cuando un recuerdo –por leve que sea–, una frase inocente mencionada por alguien o una foto vista de reojo hacen desbordar el caudal de lágrimas retenidas puedo desahogarme. Y eso me da fuerzas durante algo más de tiempo.

      Mario, no me conformo con tus recuerdos. Quiero seguir mandándote wasaps con canciones, esas que tú decías que elegía tan bien porque sus letras te explicaban mi estado de ánimo. Quiero seguir recibiendo los tuyos, esos mensajes con los que coqueteabas y que me hacían sentirme deseada.

      Quiero seguir intercambiando contigo besos de chocolate y champán. Quiero seguir oyendo cómo me dices que te encanta mi sonrisa, despeinada y sudorosa, porque me convierten en la chica que hace años te enamoró como a un niño.

      Nadie te ha llevado, Mario, y sin embargo yo te he perdido, perdido para siempre. Daría todo lo que me queda de vida por pasar un solo día más contigo.

      Ahora cierro los ojos y no soy capaz de recordarte, y lo único que tengo de ti es el peso de tus cenizas en una bolsa, el

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