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esas horas.

      Su discurso causó un efecto devastador. Incómodo tras la pantalla, en un tono tan optimista que parecía irreal e insultante, y con muy pocas ganas, se limitó a agradecer el esfuerzo de todos y a darnos ánimo ante lo que nos quedaba por delante, «que es mucho y desconocido». Ni siquiera tuvo la decencia de ponerse ropa adecuada para la ocasión y se dirigió a nosotros con una camiseta deportiva desde el salón de su casa, un escenario en el que detrás asomaba una bicicleta estática que no se dignó a quitar.

      Sin rumbo, sin sensibilidad, con la mitad de los trabajadores de Green agotados y la otra mitad derrotados por el desaliento, no fue de extrañar que a partir de ese momento se abriera la veda para el saqueo de la moral y de los valores, como cuando en una ciudad en toque de queda se apagan todas las luces y los vecinos se lanzan a la calle de rapiña porque saben que no hay nadie al mando.

      ***

      No sé cómo habría actuado yo en este estado de cosas si no hubiera ocurrido lo de Mario.

      Descubrí que hay varios tipos de horror, y que cada uno puede ser más terrible que el anterior hasta el punto de anularlo.

      En el hospital me repetían una y otra vez que las visitas estaban prohibidas debido a la pandemia, fuera cual fuera la causa por la que mi marido estaba hospitalizado, y que en este caso además mi presencia no iba a resultar de ayuda para el enfermo y era una práctica de riesgo para él, para mí y para los demás.

      Lloré, protesté, supliqué, busqué influencias, quién sabe de lo que hubiera sido capaz para poder visitarlo. Todo en vano.

      Y comprendí que la angustia es más que un estado mental: es un lastre físico, como llevar en el estómago un globo lleno de ácido que alguien ha pinchado y que va dejando escapar un hilo que te come por dentro, que no te permite olvidarte ni un segundo de tu tragedia. Tan cruel que aunque no duermas y debieras estar agotado, te mantiene no solo alerta sino en un estado de clarividencia asesino.

      Vivir sin noticias cuando la persona a la que quieres se consume en la distancia se parece mucho a morir. Todos los días, al final de la mañana, el médico llamaba puntual para informar de las novedades. Una llamada corta, protocolaria, fría como la sala de urgencias. Si acaso, esa conversación servía para reanimar un poco el espíritu, pero hasta el mediodía el ácido fluía hasta provocar dolor.

      Después de hablar con el hospital había una tregua, muy breve, pero que me daba fuerzas para informar a mi entorno y mantener el tipo ante las niñas, guardar una sonrisa para responderles cuando levantaban la cabeza de sus deberes y preguntaban por papá, ajenas a mi tortura.

      Todo lo demás era accesorio. Eran miedos anulados por el miedo supremo.

      El interés de todos, las llamadas de la familia, los wasaps de los amigos, los despachaba con frialdad inmisericorde. Ellos me decían que admiraban mi fuerza y mi entereza, yo no les contestaba que en realidad era indiferencia.

      En Green también había miedo.

      Lo vi enseguida en las videoconferencias posteriores al discurso del presidente. Aunque el malestar aún no fuera explícito, los comportamientos se convirtieron en síntomas inequívocos de putrefacción. No era difícil recibir mensajes de compañeros que estaban en la misma reunión, intercambiando memes, o burlándose de cualquier aspecto que se comentara.

      Y cada vez más veces el tiempo intermedio se llenaba de llamadas para comentar los saqueos. «Fulanito» se ha cogido una baja por estrés. A «menganito» le han pedido que trabaje aun estando en ERTE. «Zutanito» lleva tres meses sin cobrar del SEPE y parece que ha tenido que pedir dinero a sus propios hijos. La madre de «merengano» ha muerto sola en la residencia.

      Dicen que ser valiente no es no tener miedo, sino saber mantener la calma cuando lo tienes. Yo me pregunto cómo se puede tener templanza y cordura en un mundo en el que los padres y los seres queridos mueren solos.

      ***

      Vivir pendiente de que el silencio se interrumpa; es lo que pasa cuando tu esperanza se asocia al timbre del teléfono.

      Mario continuaba sin responder favorablemente. Se había estabilizado y los doctores decidieron sacarlo de la UCI y llevarlo a planta, seguir con las pruebas y determinar con más precisión la gravedad y el pronóstico. Las visitas seguían prohibidas y la información se limitaba a los partes diarios, cada vez más cortos, más monótonos.

      Una tarde, el teléfono sonó. Sentí que el corazón se me paraba, como siempre que llamaban a deshoras. Me lancé sobre el aparato, temiendo lo peor. Para alivio mío vi en la pantalla que era el móvil de Juan Fran.

      Él solía mantenerme informada de cómo iba el negocio por wasap a diario, y los fines de semana me enviaba un largo correo con detalles. Yo también le informaba cada noche de la evolución de Mario. Por él sabía que la empresa, como casi todas, prácticamente había dejado de funcionar.

      La compañía estaba saneada, aunque no había que confiarse. Si la situación duraba mucho más íbamos a entrar en dificultades. Me decía que a pesar de todo había buen espíritu y los trabajadores habían comprendido la situación y estaban respondiendo bien.

      En los últimos correos me mandaba cada vez más cifras, señal inequívoca de que estaba preocupado, y me señalaba los temas que requerían mi atención.

      Juan Fran tenía siempre un tono de voz tranquilizador:

      –¿Cómo estás, Charo?

      Dejó que me explicara y me desahogara, pero de alguna manera me pareció que todo lo que le estaba contando ya lo sabía.

      –Puedo intentar imaginarme lo que tienes en la cabeza. Aquí ya sabes cómo van las cosas, pero he pensado que podías venir a verlo en persona, y así te distraes. Y la empresa es vuestra; nadie te va a poner problemas para circular por la calle.

      »No es imprescindible que vengas, pero harás mucho bien… y probablemente a ti también.

      ***

      Con el único argumento de la esperanza que me transmitía Juan Fran, me armé con las pocas fuerzas que tenía para acercarme a la empresa en la que Mario dejaba parte de su vida.

      Tuve que justificar mi viaje en dos controles. En el segundo estuve a punto de darme la vuelta.

      Juan Fran me recibió en la puerta con una sonrisa franca y sincera. A pesar de la mascarilla se le podía adivinar por las arrugas de las comisuras de sus ojos.

      –Han venido todos a verte, Charo.

      Aquello sí que no me lo esperaba. Yo iba a despachar con Juan Fran la marcha de la empresa, no a someterme a un tercer grado por parte de la plantilla ni a ofrecer soluciones que no tenía.

      –No se lo he pedido yo. Han venido ellos a darte su apoyo y su cariño. Están muy afectados. No les he podido convencer de que era más seguro quedarse en casa. Ya ves, la indisciplina tiene a veces un lado amable.

      En efecto, estaban todos esperándome en el taller. Algunos habían llevado a sus familias y se podía ver a niños corriendo entre las prensas, ajenos a la gravedad de la situación.

      Yo no solía visitar mucho la empresa, pero a la mayoría los conocía de vista. Se me fueron acercando uno a uno, chocando los codos, pero muchos me acariciaban el brazo con calidez. Me presentaron a sus mujeres, maridos e hijos, y todos tenían un gesto o una palabra de ánimo.

      Al terminar la ronda de saludos hicieron un círculo espontáneo alrededor de mí y de Juan Fran.

      –Bueno, Charo, las cosas están así. Lo que te cuento a ti ya lo saben ellos, porque es lo que solía hacer Mario. Es bueno que todos sepamos cómo está la situación.

      »Ya sabes que está todo parado; nosotros llevamos sin pedidos desde el 13 de marzo.

      »La mayoría de la plantilla está en ERTE, ya sea total o parcial. Todos sabemos que esto es una empresa familiar y que nuestra capacidad de aguante es limitada. Así que todo va a depender de lo que

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