Аннотация

Difícilmente encontraríamos otra civilización o período de la historia tan ampliamente reconocible por el público general como el Antiguo Egipto. Sin embargo, la inmensa popularidad de sus creaciones más icónicas no suele corresponderse con un conocimiento equivalente de las gentes que las alumbraron; cuestiones como la de quiénes fueron los antiguos egipcios, cómo vivían o cuál fue su historia, están cubiertas por una densa neblina para la mayoría de nosotros. La situación se agrava si nos desplazamos a las vecinas tierras de Mesopotamia, en las que, durante el mismo período, florecieron civilizaciones como la sumeria, la acadia, la babilonia o la asiria; nombres de pueblos que, en el mejor de los casos, constituyen un lejano recuerdo de nuestros no menos lejanos tiempos de escuela. No se trata de una laguna menor, pues significa perderse uno de los acontecimientos más fascinantes que quepa imaginar: el tránsito de la humanidad hacia la historia.

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El escritor alemán J. W. von Goethe, exclamó ante las fuerzas desplegadas en la batalla de Valmy de 1792 «aquí y ahora comienza una nueva era de la historia universal». Esta afirmación tan categórica se ha convertido en un tópico escolar, que data el nacimiento de la Edad Contemporánea el 14 de julio de 1789 con la toma de la Bastilla. Y es que en las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del xix se gestó un cambio drástico en la historia humana, y la Revolución francesa fue una pieza imprescindible de esa bisagra histórica que aportó la instauración consciente de principios clave para las siguientes épocas, como la libertad, la igualdad, la propiedad y —después de un largo recorrido— la fraternidad. Este libro narra las causas del estallido revolucionario, la falta de realismo de la etapa monárquica y constitucional, la radicalización que supuso la Convención y los a menudo olvidados aciertos del período directorial. Sin olvidar, por supuesto, la etapa napoleónica ni la notable expansión del Imperio forjado por Bonaparte antes de su caída definitiva en 1815. Para entonces, el Antiguo Régimen ya estaba acabado en la parte de Europa en la que la Revolución francesa —y con ella una nueva era de la historia— se habían impuesto.

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La constitución de una Rusia eslava y ortodoxa se fue configurando, de reinado en reinado, gracias a la labor de los monarcas de la primera dinastía rusa: la Casa de Rúrik, denominada así a partir de un antecesor, probablemente mítico, que se habría convertido en el año 862 en el príncipe de la ciudad de Nóvgorod, un importante emporio comercial de la Europa oriental. Los sucesores de este príncipe gobernarían en Rusia hasta tiempos del zar Teodoro I en 1598. El término «zar» empezó a ser utilizado por los monarcas moscovitas en el siglo xv, aunque el primer monarca que lo utilizó en su ceremonia de coronación fue Iván IV el Terrible (1533-1584). Es por ello que la historiografía ha considerado, de manera convencional, que el Imperio ruso (o el «zarato») nació con este monarca que centralizó en su figura todo el poder y que impuso su autoridad sobre un extenso territorio de composición multiétnica. Los zares de la dinastía sucesora, la Romanov, continuaron la expansión del Imperio, cuya corte y administración se modernizaron a imagen de las monarquías europeas contemporáneas, pero sin renunciar a las altas cotas de autocracia de los primeros zares.