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vida. Esto completa la idea de “imagen y semejanza de Dios”. Dios que es “el Señor y dador de vida”, que es la vida misma, quiere que su criatura más perfecta, la que es verdadero reflejo de su ser divino dé frutos de amor: los hijos. Esta fecundidad de la pareja humana es “imagen” viva y eficaz del acto creador divino.

      La diferencia sexual que comporta el cuerpo del hombre y de la mujer no es un simple dato biológico, sino que reviste un significado mucho más profundo: expresa esa forma del amor con el que el hombre y la mujer se convierten en una sola carne, pueden realizar una auténtica comunión de personas abierta a la vida y cooperan de este modo con Dios en la procreación de nuevos seres humanos.

      Por tanto, Génesis 1,28 indica la fecundidad matrimonial. Consiguientemente los hijos acogidos con responsabilidad y generosidad asegurarán la permanencia de la imagen de Dios en el mundo. Por ello podríamos decir que gracias a los esposos Dios puede seguir teniendo hijos.

      De este modo, el hombre y la mujer, brotados de la fecundidad de la Palabra de Dios, podrán a su vez convertirse en cooperadores conscientes de quien es el único que tiene el poder para dar la vida. Y así, desde esta perspectiva es justo afirmar que el Génesis presenta el matrimonio como ordenado a la creación.

      ¡Maravillosa tarea! ¡Preciosa misión la encomendada a nuestros primeros padres y que se perpetúa siglo tras siglos en todos los matrimonios!

      “Entonces el Señor Dios dijo: No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda adecuada… Entonces Dios hizo caer un sueño profundo sobre el hombre, y éste se durmió. Y Dios tomó una de sus costillas, y cerró la carne en ese lugar. De la costilla que Dios había tomado del hombre, formó una mujer y la trajo al hombre” (Gn 2,18-22).

      En este segundo relato del Génesis la mujer es definida como una “ayuda” para el hombre, en una igualdad absoluta de diálogo; alguien que le complementa, su otra parte. Es como si un hombre fuese una parte incompleta, hasta que se une con su mujer:

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      “Y el hombre dijo: Esta es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne; ella será llamada mujer, porque del hombre fue tomada” (Gn 2,23).

      Y vemos que, al contemplarla, el hombre expresa, maravillado, su admiración y entona el primer canto de amor: esta vez es hueso de mis huesos, y carne de mi carne. La mujer proviene del hombre, de su misma naturaleza, en igualdad de dignidad. Con ella no va a ejercer dominio, como con el resto de la creación (Llenad la tierra y sometedla), sino que va a convivir en amor y equidad.

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      “Por tanto, el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Los dos estaban desnudos, el hombre y la mujer, y no se avergonzaban” (Gn 2,24-25).

      La reflexión de este texto la vamos a hacer de la mano de san Juan Pablo II, quien, como sabemos, dedicó muchas catequesis a la teología del cuerpo y al matrimonio.

      En conclusión: aquí tenemos no sólo el relato más hermoso de la creación del hombre y de la mujer sino también de la institución del matrimonio natural. Vemos a una pareja a quien Dios había unido, y en esa unión inicial, antes de la caída, del pecado, radicaba la plenitud del amor, vivían felices juntos.

      Los temas tratados en este capítulo son de suma importancia: la creación del hombre, su semejanza con Dios, varón y mujer; la llamada a la fecundidad y la comunión de los cuerpos en la donación recíproca, libre de prejuicios, en la inocencia originaria.

      Por tanto, esta identidad en el amor que debe haber entre el marido y su mujer, tiende a la plenitud del amor, que es la plenitud en Cristo Jesús, como veremos más adelante en el Nuevo Testamento, en el matrimonio sacramental. “Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13).

      “Entonces la mujer cayó en la cuenta de que el árbol tentaba el apetito, era una delicia de ver y deseable para adquirir conocimiento. Tomó fruta del árbol, comió y se la ofreció a su marido, que comió con ella. Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos” (Gn 3,6-7).

      La armonía conyugal en la que el hombre y la mujer vivían en el paraíso

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