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recuerdo de otra puerta. Del tacto de otro picaporte en la palma de su mano, de la fría caoba contra su frente cuando se había inclinado cerca de ella, en otra vida, para mirar dentro.

      La oscuridad absoluta del interior.

      El tacto de la estructura metálica de la cerradura contra sus labios mientras susurraba a la habitación de al lado: «¿Estás ahí?».

      Dos décadas más tarde, todavía notaba cómo le palpitaba el corazón al acercar el oído a la misteriosa abertura, buscando el sonido donde no podía usar la vista. Todavía percibía el miedo. El pánico. La desesperación.

      Y entonces, desde la nada…

      «Estoy aquí».

      La esperanza. El alivio. La alegría al repetir sus palabras.

      «Yo también estoy aquí».

      El silencio. Y luego…

      «No deberías».

      «Qué tontería».

      ¿Dónde más iba a ir?

      «Si te descubren…».

      «No me descubrirán».

      Nadie la veía nunca.

      «No deberías arriesgarte».

      «Riesgo». La palabra que llegaría a serlo todo entre ellos. Por supuesto, ella no lo había sabido entonces. Solo sabía que hubo un tiempo en el que nunca se habría arriesgado en esa enorme y fría finca, a kilómetros de cualquier lugar. El hogar que le dio un duque, el que le dijeron que debía estar agradecida de tener. Después de todo, había sido la bastarda de otro hombre, nacida de su duquesa.

      Había tenido suerte, le dijeron, de que no la hubiera mandado lejos al nacer, con una familia del pueblo. O algo peor.

      Como si una vida escondida, sin amigos ni familia ni futuro, no fuera ya lo peor.

      Como si no la consumiera la certeza siempre presente de que algún día se le acabaría el tiempo. De que se quedaría sin metas.

      Como si no supiera que llegaría el día en que el duque recordaría que ella existía. Y entonces se libraría de ella.

      Y luego, ¿qué?

      Había aprendido pronto la lección de que las chicas eran prescindibles. Y por eso más valía mantenerse fuera de su vista y de sus oídos. Su meta era sobrevivir. Y no cabía lugar para el riesgo.

      Hasta que llegó, junto con otros dos chicos —sus hermanastros—, todos ellos bastardos, como ella. No. No eran como ella.

      Eran chicos.

      Y por eso eran tambien infinitamente más valiosos.

      Se olvidaron de ella en el instante en que nació: una niña, la hija bastarda de otro hombre, indigna de recibir atención o, incluso, de tener un nombre propio, valiosa solo por haber nacido como sustituta de un hijo varón.

      El único modo de que el duque mantuviera su posición en la aristocracia.

      Y, aun así, se había arriesgado por él. Para estar cerca de él. Para estar cerca de todos ellos —tres chicos a los que había llegado a querer, a cada uno de manera diferente—, dos de ellos hermanos de corazón, no de sangre, sin los cuales nunca habría sobrevivido. Y el tercero… era él. El chico sin el que nunca habría vivido.

      «No…».

      «¿Qué?»

      «No te vayas. Quédate».

      Ella lo había querido. Había querido quedarse con él para siempre.

      «Nunca. Nunca me iré. No hasta que puedas irte conmigo».

      Y ella no se había ido…, hasta que él no le dio otra opción.

      Grace negó con la cabeza al recordarlo.

      En los veinte años transcurridos, había aprendido a vivir sin él. Pero esa noche tenía un problema, porque él estaba allí, en su club, y cada segundo que él estuviera consciente era una amenaza para todo lo que había construido Grace Condry, empresaria de éxito, emprendedora y líder de una de las redes de inteligencia más codiciadas de Londres.

      No era solo el chico al que una vez susurró a través del ojo de la cerradura.

      En la actualidad, él era el duque. El duque de Marwick, y su prisionero. Rico y poderoso, además de lo suficientemente loco como para derribar los muros, y su mundo.

      —Dahlia… —Zeva de nuevo, en la distancia, con tono de advertencia.

      Grace negó con la cabeza. ¿No le había dejado claro a Zeva que no debía seguirla?

      «¿Qué narices había hecho?».

      —¿Qué narices has hecho? —Ah, de ahí la advertencia de Zeva.

      Grace cerró los ojos al oír la voz de su hermano en la oscuridad, aunque los abrió un segundo después. Se apartó de la puerta cerrada y del inquietante silencio que rodeaba a su prisionero, y caminó por el estrecho pasillo levantando un dedo para pedir silencio.

      —Aquí no. —Se encontró con la mirada de Zeva, oscura y cargada de intención. Ignoró su expresión—. La habitación necesita un guardia. Que no entre nadie —dijo.

      —¿Y si sale? —Zeva señaló la puerta.

      —No saldrá.

      Intercambiaron un asentimiento para mostrar que estaban de acuerdo, y Grace pasó de largo para encontrarse con su hermano en la oscura entrada de la escalera trasera.

      —Aquí no —repitió ella, viendo que él iba a hablar de nuevo. Diablo siempre tenía algo que decir—. En mi despacho.

      Él arqueó una de sus negras cejas con irritación, algo que enfatizó con un rápido golpe del bastón que siempre llevaba consigo. Grace aguantó la respiración esperando que él aceptara…, sabiendo que no tenía ninguna razón para hacerlo. Consciente de que tenía todas las razones del mundo para ignorarla y enfrentarse al duque. Pero no lo hizo. En lugar de ello, hizo un gesto con la mano en dirección a la escalera, y Grace soltó el aliento que contenía para guiarlo hacia el último piso del edificio, donde sus habitaciones privadas colindaban con el despacho desde el que dirigía su reino.

      —Ni siquiera deberías estar aquí —le recriminó a su hermano en voz baja mientras se abrían paso por el espacio oscuro—. Sabes que no me gusta que estés cerca de las clientas.

      —Y sabes tan bien como yo que no hay nada que tus distinguidas damas quieran más que ver a un rey de Covent Garden. No les gusta que yo ya tenga una reina.

      —Al menos esa parte es cierta —dijo ella, burlándose de sus palabras. Ignoró cómo le latía el corazón, pues sabía tan bien como Diablo que, en cuanto estuvieran dentro de sus aposentos, esa conversación intrascendente llegaría a su fin—. ¿Dónde está mi cuñada? —Haría cualquier cosa por tener a Felicity allí en ese momento, distrayendo a Diablo de su propósito con su sentido común.

      —En casa de Whit, haciéndole compañía a su señora —dijo cuando llegaron a la puerta de sus aposentos.

      —Y Whit no le está haciendo compañía a su señora porque… —Lo miró por encima del hombro, con la mano quieta en el pomo de la puerta. Su hermano levantó la barbilla, indicando la habitación que había más allá—. ¡Maldita sea, Diablo!

      —¿Qué se supone que debía hacer? ¿Decirle que no podía venir? Tienes suerte de que lo convenciera de que esperara allí mientras te buscaba. Quería registrar el edificio. —Se encogió de hombros.

      Grace apretó los labios en una delgada línea y abrió la puerta para enfrentarse al hombre que estaba dentro y que ya cruzaba la habitación hacia ella, enorme y tenso.

      Una vez que estuvieron dentro, Grace cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, fingiendo no sentirse inquieta por

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