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alejado de la casa solariega como para perderla de vista. Allí había un magnífico bosquecillo de árboles que se elevaba hacia el cielo, bordeado por un pequeño y burbujeante riachuelo, o más bien un arroyo, para ser precisos, pero que le había proporcionado horas, días y semanas de parlanchina compañía cuando era más niña y la conversación con el agua era lo único que cabía esperar.

      Pero allí, en aquel momento, no estaba sola. Reposó entre los árboles, donde los rayos de sol moteados inundaban el suelo en el que yacía de espaldas, exhausta después de haber recorrido los campos, y aspirando grandes bocanadas de aire cargado del aroma del tomillo silvestre.

      —¿Por qué siempre venimos aquí? —Él se sentó a su lado, cadera con cadera, mientras su propio pecho subía y bajaba por la respiración agitada mientras la miraba a la cara, con sus piernas, cada vez más largas, estiradas más allá de la cabeza de la chica.

      —Me gusta estar aquí —dijo ella con sencillez, y volvió la cara hacia la luz del sol, y el son de los latidos de su corazón se calmó al mirar a través del dosel de ramas que jugaban al escondite en el cielo—. Y a ti también te gustaría si no estuvieras siempre tan serio.

      El aire tranquilo del lugar se transformó, se volvió más pesado ante la certeza de que no eran niños de trece años corrientes y sin preocupaciones. Protegerse formaba parte de su supervivencia. La seriedad formaba parte de su supervivencia.

      Ella prefería no pensar en ello mientras las últimas mariposas del verano danzaban bajo los rayos de luz, por encima de sus cabezas, llenando aquel lugar con una magia que mantenía a raya lo peor. Así pues, cambió de tema.

      —Cuéntame cosas del mundo.

      —¿Otra vez? —Pero en realidad, él no estaba pidiéndole explicaciones. No las necesitaba. Se giró, y ella movió las faldas para que él se tumbara a su lado, como había hecho docenas de veces antes. Cientos. En cuanto se acomodó de espaldas, con las manos apoyadas en la nuca, él empezó a hablar al cielo—. Nunca hay tranquilidad.

      —Por el golpeteo de las ruedas de los carros contra los adoquines.

      —Las ruedas de madera hacen ruido, pero es más que eso. —Ella asintió—. Son los gritos de las tabernas y de los vendedores ambulantes de la plaza del mercado. Los ladridos de los perros de los almacenes. Las peleas de las calles. Yo solía subir al tejado del lugar donde vivía y apostaba en las peleas.

      —Por eso eres tan buen luchador.

      —Siempre pensé que sería la mejor manera de ayudar a mi madre. Hasta que… —Se encogió levemente de hombros. Interrumpió sus palabras, pero ella sabía el resto. «Hasta que cayó enferma y el duque le ofreció un título y una fortuna a ese hijo que habría hecho cualquier cosa para ayudarla». Se volvió para mirarlo; tenía una expresión tensa, la vista clavada en el cielo, los dientes apretados.

      —Háblame de los improperios —lo incitó.

      —Hay mucho lenguaje soez. Eso te gusta, ¿eh? —Él soltó una risilla de sorpresa.

      —Ni siquiera sabía que existían las palabrotas antes de conoceros a vosotros tres. —Los chicos que habían llegado a su vida eran puro alboroto: rudos, malhablados y maravillosos.

      —Antes de conocer a Diablo, querrás decir. —Diablo, bautizado como Devon, era uno de sus otros dos hermanastros; había sido criado en un orfanato para niños abandonados, y para demostrarlo se expresaba con un lenguaje malsonante—. Él te ha transmitido sus amplios conocimientos. Sí. Los improperios. En especial los de los muelles. Nadie maldice como un marinero.

      —Dime cuál es el mejor improperio que has oído.

      —No. —Él le lanzó una mirada socarrona.

      —Háblame de la lluvia. —Le preguntaría a Diablo más tarde.

      —Es Londres. Nunca para de llover.

      —Cuéntame algo bueno. —Le dio un codazo en el hombro.

      —La lluvia hace que las piedras de la calle estén resbaladizas y brillantes. —Sonrió, y ella hizo lo mismo. Adoraba la forma en que le seguía la corriente.

      —Y, por la noche, las luces de las tabernas las vuelven doradas —terminó ella.

      —No solo las de las tabernas, también las de los teatros de Drury Lane. Y las lámparas que cuelgan delante de las casas de alterne. —Las casas de mala muerte donde su madre había aterrizado después de que el duque se negara a mantenerla cuando eligió tener a su hijo. Donde había nacido aquel hijo.

      —Para mantener la oscuridad a raya —susurró ella.

      —La oscuridad no es tan mala —adujo él—. Lo que ocurre es que la gente que vive en ella no tiene más remedio que luchar por lo que necesita.

      —¿Y consiguen lo que necesitan?

      —No. No tienen lo que necesitan, y tampoco lo que merecen. —Hizo una pausa y luego susurró al dosel de ramas, como si realmente fuera mágico—. Pero vamos a cambiar todo eso.

      No le pasó desapercibido que había usado el plural. No solo ellos dos, sino todos. Aquel cuarteto que hizo un pacto para iniciar aquella loca competición: quien ganara protegería al resto. Y luego escaparían de aquel lugar en el que los habían forzado a luchar en una batalla de ingenio y armas que le daría a su padre lo que quería: un heredero digno de un ducado.

      —En cuanto seas duque… —empezó ella, en voz baja.

      —En cuanto uno de nosotros sea duque. —Se volvió para mirarla.

      Ella negó con la cabeza y buscó su brillante mirada ambarina, tan parecida a la de sus hermanos. Tan parecida a la de su padre.

      —Vas a ganar tú.

      —¿Cómo lo sabes? —dijo él, después de observarla durante un buen rato.

      —Lo sé, y punto. —Apretó los labios.

      Las maquinaciones del viejo duque se volvían más desafiantes cada día. Diablo era como su nombre, demasiado fuego y furia. Y Whit era demasiado pequeño y demasiado amable.

      —¿Y si no quiero?

      —Por supuesto que quieres. —Cualquier otra cosa era una idea absurda.

      —El ducado debería ser tuyo.

      —Las chicas no pueden ser duques. —Ella no pudo reprimir una risita exagerada.

      —Y, sin embargo, aquí estás: eres la heredera.

      Pero no lo era. No de verdad. Ella era el producto de una aventura extramatrimonial de su madre, una apuesta ideada para darle un heredero bastardo a un marido monstruoso, y manchar así para siempre su preciado linaje, que era lo único que realmente le importaba al duque. Pero, en lugar de un niño, la duquesa había dado a luz a una niña, por lo que no podía heredar. Era la sustituta. Una simple nota al pie en el ancestral ejemplar del Libro de la nobleza de Gran Bretaña e Irlanda. Y los cuatro lo sabían.

      —No importa —aseguró, ignorando sus palabras.

      Y no importaba. Ewan ganaría. Se convertiría en duque. Y lo cambiaría todo.

      Él la observó en silencio durante un rato.

      —Cuando sea duque… —fantaseó en un susurro, como si las palabras fueran a convertirse en realidad al pronunciarlas en voz alta—. Cuando sea duque, yo cuidaré de todos. De nosotros y de todo el Garden. Manejaré su dinero. Su poder. Su nombre. Y me alejaré de aquí y nunca miraré atrás. —Las palabras volaron alrededor de ellos, reverberando en los troncos de los árboles antes de que él se corrigiera—. Su nombre no —susurró—. El tuyo.

      Robert Matthew Carrick, conde de Sumner, heredero del ducado de Marwick.

      Ignoró el ramalazo de emoción que la recorrió y suavizó el tono.

      —Te quedará bien ese nombre. Es nuevo. Yo nunca

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