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llaman violencia “relacionada con la droga” no se restringe a quienes participan en el mercado ilícito: por el contrario, trasciende sus confines y afecta casi todas las relaciones interpersonales, tanto en la calle como en el hogar.

      Violencia en América Latina

      Durante las dos primeras décadas del siglo XXI, la mayoría de los países latinoamericanos experimentaron un notable aumento de la violencia urbana, que convirtió a América Latina en la única región del mundo donde la violencia letal (medida en tasa de homicidios) continúa creciendo a pesar de no estar en guerra (Bourgois, 2015; Koonings y Kruijt, 2015; Menjívar y Walsh, 2017; Penglase, 2014; Larkins, 2015; Santamaría y Carey, 2017; UNDP, 2013). El politólogo José Miguel Cruz describe con elocuencia este proceso:

      Año tras año, las estadísticas revelan signos de empeoramiento y alcanzan nuevas alturas promovidas por las guerras del narcotráfico y las pandillas callejeras. Los últimos informes consolidados sobre tasas de homicidios basados en datos de 2012 sugieren que el promedio de la región superó los 20 asesinados cada 100.000 habitantes hace mucho tiempo. En 2015, Latinoamérica y el Caribe alojaban ocho de los diez países más violentos del mundo. En algunos de los países del llamado Triángulo Norte de Centroamérica (El Salvador y Honduras), Venezuela y el Caribe (Jamaica y Trinidad y Tobago), la violencia homicida ha explotado, con tasas que van de 50 a 103 homicidios cada 100.000 habitantes. En Venezuela, por ejemplo, aproximadamente 128.580 personas fueron asesinadas entre 2001 y 2011, lo que indica un promedio de 11.689 asesinatos anuales. Guatemala, Colombia y Belice registran tasas superiores a 25 homicidios cada 100.000 habitantes. Y Brasil, con la población más numerosa de Latinoamérica, está apenas por encima del promedio regional, aunque en términos absolutos la violencia allí excede por lejos a la de cualquiera de los otros países mencionados (Cruz, 2016: 376).

      Los analistas concuerdan en que la violencia interpersonal no está equitativamente distribuida en términos sociales o geográficos; en cambio, se concentra en los territorios donde residen los pobres urbanos, conocidos como favelas, colonias, barrios, comunas o villas en los distintos países del subcontinente (Moser y McIlawine, 2004; Rodgers, Beall y Kanbur, 2012; Salahub, Gottsbacher y De Boer, 2018; Wilding, 2010). La Argentina presenta niveles de violencia comparativamente más bajos que el resto de América Latina, pero muestra una aglomeración similar en las áreas pobres y entre ciertas personas, sobre todo, varones jóvenes pobres (Kessler y Bruno, 2018).

      Los estudios de las ciencias sociales señalan un número de factores asociados con este carácter cada vez más ubicuo de la violencia en los barrios de bajos ingresos: pobreza, desempleo, desigualdad, acumulación de desventajas estructurales y falta de cohesión social y de control social informal (“eficacia colectiva”), a los que se suman las influencias por partida doble del narcotráfico y de la frágil legitimidad del monopolio estatal de la violencia (Brysk, 2012; Cruz, 2016; Durán-Martínez, 2018; Imbusch, Misse y Carrión, 2011; Morenoff, Sampson y Raudenbush, 2001; Ousey y Lee, 2002; Sampson, Raudenbush y Earls, 1997; Sampson y Wilson, 1995; Denyer Willis, 2015). Este libro se focaliza en la relación entre estos dos últimos factores y analiza con minuciosidad las conexiones secretas e ilícitas entre narcotraficantes y efectivos de las fuerzas de seguridad estatales.

      Nos enfocamos en estas conexiones con plena conciencia de que forman parte de un universo más amplio de vínculos entre el Estado y el crimen, a sabiendas de que son centrales para comprender la espiral de violencia que azota a la región. Una vez más, Cruz lo expresa con claridad meridiana: respecto de los casos de funcionarios gubernamentales de primera línea (en México, Honduras y Guatemala) involucrados en actividades delictivas, argumenta que para comprender los altos niveles de crimen violento en América Latina es imperativo “estudiar la participación del Estado y sus operadores como perpetradores de violencia criminal” (Cruz, 2016: 376; el destacado es nuestro. Véase también Arias, 2017).

      En su persuasivo llamado a reflotar una sociología comparativa de la marginalidad urbana, Loïc Wacquant (2008: 11) postula que la investigación de las ciencias sociales necesita especificar el grado y la forma de la penetración estatal en los barrios relegados, así como las relaciones cambiantes –y casi siempre contradictorias– que sus habitantes mantienen con diferentes funcionarios y agencias públicas, escuelas y hospitales, vivienda y bienestar social, bomberos y transporte, juzgados y policía. Para el autor, no es posible presuponer que estas relaciones son estáticas, uniformes y unívocas.

      Prosigue Wacquant: “Entre las instituciones que estampan su impronta en la vida cotidiana de las poblaciones y el clima de los barrios ‘problemáticos’, debe prestarse especial atención a la policía” (2008: 12; véanse también Fassin, 2013; Soss y Weaver, 2017). Nuestro libro adhiere a la propuesta de analizar a fondo la “dinámica causal, las modalidades sociales y las formas experienciales que generan la relegación” (Wacquant, 2008: 7-8). En los capítulos que siguen nos ocuparemos de un modo particular de penetración estatal en territorios de marginalidad urbana –la penetración policial– y enfocaremos un conjunto específico de relaciones: los vínculos clandestinos entre policías y narcotraficantes.

      Que se abra el telón

      Este libro utiliza una combinación de datos única. Nuestra información incluye evidencia etnográfica recolectada durante más de treinta meses de trabajo de campo en Arquitecto Tucci y evidencia documental de varios procesos judiciales que involucran a grupos narcotraficantes en la Argentina: evidencia que abarca cientos de páginas transcriptas de escuchas telefónicas reveladoras entre estos y miembros de las fuerzas de seguridad del Estado (agentes de las policías provinciales, la Policía Federal, Prefectura y Gendarmería). A partir de estas fuentes, realizamos un minucioso análisis del contenido real de lo que se conoce como “colusión policial-criminal” y examinamos su conexión con la percepción que tienen los ciudadanos pobres respecto de las fuerzas de seguridad y la despacificación de sus vidas cotidianas.

      Somos los primeros en admitir que el material en que nos basamos para componer este libro es “desordenado” y no se presta a construir los hechos estetizados y las descripciones prolijas que fundamentan buena parte de las teorías y postulados de las ciencias sociales en la actualidad. Entendemos que términos como “aparato estatal cohesivo” o “soberanía fragmentada” responden a propósitos analíticos y han sido útiles para desarrollar conocimiento sobre los orígenes y las formas de la violencia (véanse Davis, 2010; Durán-Martínez, 2015, 2018). Pero nosotros preferimos enfocarnos en los procesos microinteractivos específicos que involucran a miembros de las fuerzas policiales y a participantes en el comercio de drogas ilícitas. No lo hacemos solo porque pensamos que son dinámicas fascinantes –y muy significativas– en plena vigencia, sino porque además pensamos que podemos contribuir a la construcción de fundamentos más sólidos para la investigación sociológica de la relación entre colusión policial-criminal y violencia interpersonal. Las siguientes viñetas anticipan el tipo de datos que utilizaremos para descifrar la colusión.

      “Ahí me llamó el pibe de Automotores”, le advirtió a Gorra. “Me dijo que, eh… que los de Automotores querían ir para la calle Quinta, donde dicen que hay autos de alta gama, motos, no sé si es de ustedes, eh… Fijate, no sé de quién es eso, pero me parece que es de tu gente”. Más tarde, Gorra se comunicó por teléfono con un oficial de la policía provincial. “¿Qué onda, mañana no trabajan?”, preguntó. “Sí”, respondió el policía. “Arrancamos a las seis de la tarde, hay como doce órdenes”. Gorra quiso saber dónde se realizarían los allanamientos. “Ah listo… ¿pero para el lado de nosotros no?”. El oficial aportó detalles sobre la ubicación: “Chacarita, para el lado de allá hay una gomería, pero esa el sábado”.

      En otra escucha telefónica –todas ellas incluidas en una imputación de 408 páginas contra los integrantes de Los Monos–, otro oficial de policía le dice a Gorra: “Esta tarde se rompe Mosconi [refiriéndose al búnker

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