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palabra. La una se alejó de puntillas, la otra volvió a cerrar la puerta tan silenciosamente que no se oyó siquiera el ruido del picaporte.

      A las nueve y veinte, Roubaud se hallaba de nuevo en la sala de andenes, vigilando la formación del mixto de las nueve y cincuenta. Procuraba serenarse, mas, pese a sus esfuerzos, gesticulaba cada vez más, y se volvía a cada instante para contemplar con la mirada el andén de un extremo a otro. Nada ocurría. Le temblaban las manos.

      Luego, bruscamente, cuando al inspeccionar una vez más con ojos ansiosos la estación estaba mirando hacia atrás, oyó, a su lado, la voz de un empleado de telégrafos, que, jadeante, decía:

      —Señor Roubaud, ¿no sabe usted dónde están el jefe de estación y el comisario de vigilancia? Tengo despacho para ellos, y hace diez minutos que ando buscándolos...

      Roubaud se volvió con tal rigidez en todo su ser que ni un músculo de su rostro se contrajo. Sus ojos se clavaron en los dos telegramas que llevaba el empleado. Y esta vez, viendo la emoción del muchacho, tuvo la certeza de que al fin había llegado la noticia de la catástrofe.

      —El señor Dabadie ha pasado por aquí hace un momento — dijo con calma.

      Nunca se había sentido más frío y lúcido, con una voluntad más atenta a la defensa. Ahora estaba seguro de sí.

      —¡Mire! —dijo—. Ahí viene el señor Dabadie.

      En efecto, era el jefe de estación que regresaba de la estación de mercancías. No bien había recorrido con la mirada el telegrama, cuando éste exclamó:

      —¡Se ha cometido un asesinato en la línea! Me lo telegrafía el inspector de Rouen.

      —¿Cómo? —preguntó Roubaud—. ¿Un asesinato entre nuestro personal?

      —No, no, han asesinado a un pasajero, en uno de los compartimientos. El cuerpo ha sido arrojado fuera del tren, casi al salir del túnel de Malaunay, junto al poste 153. Y la víctima es uno de nuestros administradores, el presidente Grandmorin.

      Ahora fue el jefe segundo quien lanzó una exclamación:

      —¡El presidente! ¡Mi pobre mujer! ¡Qué pena le va a dar!

      Esta exclamación le salió con tono tan natural, que llamó, por un instante, la atención del señor Dabadie.

      —Es verdad —dijo—, usted le conocía. Un hombre tan bueno, ¿no? Después, mirando el otro telegrama, dirigido al comisario de vigilancia, observó:

      —Éste debe ser del juez de instrucción... alguna formalidad, sin duda. Y no son más que las nueve y veinticinco; el señor Cauche no estará todavía, por supuesto... Que corran inmediatamente al café del Comercio. Allí lo encontrarán con seguridad.

      Cinco minutos después, llegó el señor Cauche, a quien había ido a buscar un mozo de la estación. Era un antiguo oficial que consideraba su cargo como un retiro y no se presentaba nunca en la estación antes de las diez; luego, después de dar una vuelta, regresaba a su café. Este drama, caído entre dos partidas de piquet, le había causado sorpresa, pues los asuntos que pasaban por sus manos eran, ordinariamente, poco graves. Pero no había que dudar: el despacho venía del juez de instrucción de Rouen, y si no llegaba dos horas después de haberse descubierto el cadáver, era porque el juez había telegrafiado primero a París, al jefe de estación, para saber en qué condiciones había salido la víctima; y solamente cuando hubo recibido los informes pedidos acerca de los números del tren y el coche, había enviado orden al comisario de vigilancia para que examinara la cabina reservada del coche 293, en caso de que éste se hallara todavía en El Havre. De pronto, desapareció el mal humor manifestado por el señor Cauche, a quien desagradaba ser molestado inútilmente: el comisario se apresuró a adoptar el aire de extrema importancia que exigía la gravedad excepcional del asunto.

      —¡Pero! —exclamó inquietándose de repente con miedo de que la investigación se le escapara—, el coche ya no estará aquí, porque ha debido salir esta mañana.

      Roubaud le tranquilizó.

      —No —dijo—, dispense usted... Había un compartimento reservado para esta noche. El vagón está allí, en la cochera.

      Y echó a andar, seguido del comisario y del jefe de estación. Entretanto, la noticia, al parecer, ya se había esparcido, pues los obreros de las cuadrillas estaban abandonando furtivamente sus quehaceres, mientras que en las puertas de las varias oficinas se congregaban, uno a uno, los empleados. Pronto se había formado un gran corro.

      Al llegar donde estaba el coche, el señor Dabadie hizo una observación en voz alta.

      —Ayer en la tarde se verificó la visita —dijo—. Si hubieran quedado huellas, me lo habrían comunicado al dar el parte.

      —Ya lo veremos —dijo el señor Cauche.

      Abrió la portezuela y entró en el coche. Al instante, exclamo entre juramentos:

      —¡Ah, pareciera que han degollado un cerdo!

      Un soplo de espanto recorrió el grupo de empleados, cuyos cuellos se alargaron para ver mejor. El señor Dabadie subió al estribo, adelantándose a los otros. Roubaud, detrás de él, para imitar a los demás, alargaba también el cuello.

      El interior del coche no presentaba desorden alguno. Los cristales habían permanecido cerrados y todo parecía estar en su sitio. Pero un olor nauseabundo se escapaba por la portezuela abierta. Allí, en medio de un almohadón, se había coagulado un charco de sangre, un charco tan profundo y extenso que de él, como de un manantial, había brotado un arroyuelo, dejando cuajos de sangre sobre la cubierta del asiento. Y nada más, nada más que aquella sangre nauseabunda.

      El señor Dabadie se puso colérico.

      —¿Dónde están los hombres que hicieron ayer la visita? —gritó—. ¡Que me los traigan!

      Presentes estaban, y se adelantaron balbuceando excusas; ¿cómo podían haberlo visto de noche? Habían pasado con las manos por todas partes. Juraban, en suma, que en la víspera no habían notado nada.

      Mientras tanto, el señor Cauche, en pie dentro del vagón, tomaba notas con un lápiz. Llamó a Roubaud cuyo trato frecuentaba gustoso en los ratos de ocio, fumando cigarros y hablando con él a lo largo del andén.

      —Señor Roubaud —ordenó—, suba usted. Necesito su ayuda.

      Y cuando Roubaud saltó por encima del charco de sangre para no pisarlo, el comisario añadió:

      —Mire usted debajo del otro almohadón a ver si también está manchado. Roubaud lo levantó y lo miró cuidadosamente.

      —No hay nada —dijo.

      Pero una mancha en la tela del respaldo le llamó la atención, y se la enseñó al comisario. ¿No parecía la señal de un dedo ensangrentado? No, acabaron por convenir en que era una salpicadura.

      Todo el mundo se había acercado para asistir al examen, apiñándose detrás del jefe de la estación, al que una repugnancia de hombre refinado había detenido en el estribo.

      De pronto se le ocurrió a Dabadie una reflexión:

      —Diga usted, señor Roubaud —dijo—. ¿No estaba usted en el tren? Tal vez pueda decirnos algo.

      —¡Es verdad! —exclamó el comisario—. ¿Notó usted algo?

      Durante tres o cuatro segundos, Roubaud guardó silencio. En ese momento, estaba inclinado, examinando la alfombra. Pero se levantó casi en seguida y contestó con su voz natural, algo ronca:

      —Seguramente, seguramente, señor... voy a decirle... Mi mujer se hallaba conmigo. Si lo que yo sé debe figurar en la información, preferiría que Severina bajara para refrescar mi memoria con la suya.

      Esto le pareció muy razonable

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